El poder de la belleza
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El poder de la belleza

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El poder de la belleza

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¿Por qué la belleza tiene el poder de fascinar? ¿Nos equivocamos rindiendo culto a lo bello?¿Qué relación tiene la belleza con el amor? ¿Hay algo de objetivo en la belleza?¿Por qué algunas personas son atractivas a pesar de no ser muy guapas? ¿Qué relación tiene la belleza con la verdad y el bien? ¿Se puede definir lo bello?Precisamente, el Congreso Universitario -UNIV 2012-, que se celebró en Roma en el segundo trimestre de este año 2012, llevó como título 'Pulchrum: la fuerza de la belleza', tema sobre el que se estuvo debatiendo en las distintas ponencias, y este pequeño libro puede ayudar y contribuir a las mismas.

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III. El impulso más libre

Manifestación de la libertad

La belleza es la manifestación de la libertad. Si la libertad es realmente la verdad de cada cosa, si a cada ser le corresponde una excelencia que se realiza libremente, y son libres las formas verdaderas, la libertad es hermosa en su figura. Es decir, por la unión de la libertad con la verdad, la presentación de la libertad es bella. En sentido figurado, esto se ve en los seres inertes: la belleza de un río que se desliza «libremente» por la ladera de la montaña. Con mayor claridad se ve en los animales: la libre carrera de un caballo salvaje es preciosa. Lo maravilloso es la gracia de los movimientos libres, como expresión de vida y de verdad. Todo lo falso y forzado, en cambio, resulta grotesco y feo. Es el orden del ser que brilla en su armonía, y es también la vida que se manifiesta sin cortapisa, sin engaño ni fingimiento.
Pero la libertad se manifiesta como belleza también en sentido propio. La verdadera libertad se halla en las decisiones humanas. La elección es el acto de libertad por excelencia y cuando es elección de lo mejor, cuando responde a la verdad, cuando lo que se elige es el bien, su manifestación es bella. La claridad fue siempre atributo de lo bello, y la sinceridad de lo que es, la verdad que entraña y se refleja sencillamente, es preciosa. Así ocurre de modo especialmente visible en las personas: es la revelación del alma lo que las hace atractivas, porque las hace cercanas, asequibles, amables; y la proximidad engendra el cariño.
Schiller explicó muy bien en las Cartas para la educación estética del hombre que «la libertad en apariencia es belleza». Es un modo de decir que los actos verdaderamente libres se manifiestan como algo hermoso. Lo contrario sería la expresión violentada, la insinceridad en las personas, la artificiosidad o torpeza en otras figuras. Por eso los niños son tan graciosos, por la franqueza con que manifiestan sus deseos. Por eso también en el arte hay composiciones más afortunadas que otras. Gaudí lamentaba los contrafuertes de las catedrales góticas como un elemento no del todo integrado en el edificio; decía que eran como muletas. Las formas de la naturaleza, en cambio, son fuertes y resistentes de modo espontáneo. Son libres, y por eso más bellas.
Un ejemplo que emplea Schiller para explicar todo esto de modo gráfico es la comparación de la línea ondulada con la línea angulosa. Suponiendo un mismo trayecto para estas dos líneas, un recorrido de la misma distancia entre los mismos puntos, la línea que cambia de dirección sinuosamente es más armoniosa que la que cambia de dirección con un ángulo que evidencia una ruptura. Cada esquina de la línea angulosa, cada uno de los triángulos que la forman, no deja de ser el encuentro entre dos líneas oblicuas que se cortan e interrumpen recíproca y bruscamente. La ondulación, por el contrario, consigue un cambio de dirección suave, continuo, sin violencia.
Esta libertad de la belleza tiene un fuerte paralelismo con el juego. Alguien que juega es un ser libre que se emplea en una actividad innecesaria. Por eso jugar es algo genuinamente humano. También Schiller, en el mencionado texto, expone la importancia de la actividad lúdica: en su inutilidad, el juego manifiesta el espíritu libre de ataduras físicas y de dependencias instintivas o biológicas. El juego es completamente libre, como las formas bellas lo son.

De la libertad nace el amor

La contemplación y el placer estéticos se viven desde el yo interior, ya de modo sensible, ya de modo espiritual, o de ambos a la vez. Y esa complacencia se goza en el cuerpo, en los afectos, en el alma. Se siente de modos diversos según sea aquello que está inspirando nuestra contemplación y gozo. Es un hecho unitario análogo a la experiencia de la libertad. Al ejercerla y elegir, intervienen también diversos factores, que se distinguen bien en la teoría, pero que en la práctica se viven de modo unitario.
Tampoco es fácil discernir en la actuación las distinciones que usamos en los análisis teóricos de los actos libres. La capacidad de querer conociendo, que es la libertad, está fundada sobre la estrecha unión de las facultades que la constituyen. Libertad es, a la vez, conocer lo que se quiere, advertir su bondad, quererlo como fin. Pero en cada acto libre todo eso se funde en un elegir que comprende todos los elementos y no es ninguno. No es solo conocer, ni es solo querer.
Y de la libertad nace el amor. Esa conjugación de conocimiento y tendencias, de sensibilidad y espíritu, tiene lugar en la experiencia amorosa, igual que en los actos libres. En realidad, la libertad es un primer momento del amor: su posibilidad de ser, su condición previa. Libertad es posibilidad de amar, y el amor es la realización de la libertad. En los actos libres y amorosos el espíritu realiza su vida.
El desplegarse de la vida del espíritu en la libertad y el amor es análogo al despliegue que se produce en la vivencia estética: tan compleja de analizar, pero tan elemental en su ser. Lo que nos ocurre normalmente es algo tan sencillo como sentirnos embebidos y cautivados por aquello que nos está resultando, de repente, sugerente, llamativo, bonito.
Esa experiencia interior es tan intrincada y tan humilde como enamorarse. El gozo por lo bello es un tipo de amor. Y en todo hecho amoroso está presente, de algún modo, el encanto, casi embriaguez, que produce descubrir algo hermoso. Al amar, se unen conocimiento y deseo: ya no se dice separadamente «conozco» y «quiero», sino «amo», que supone ambas cosas. Amando se mira y, a la vez, se desea. Se quiere lo que se contempla, se conoce lo que se apetece. Por eso el amor inunda al alma enteramente. Por eso es una experiencia unitaria y total. Toda el alma pronuncia «amo», con la concurrencia del «conozco», «veo», «apetezco», «quiero».
Amar no es solo contemplar. No es solo la mirada que conoce, descubre, se entretiene, penetra. No es solo el conocimiento, ni siquiera en esa faceta suya que es como jugar mirando una y otra vez algo que resulta agradable. Porque si resulta agradable, si conocer ya no es solo una actividad científica, sino también lúdica, divertida, entonces resulta que además del conocimiento se ha hecho ya presente el apetito, el gozo. Si la contemplación se prolonga es por la inclinación a ello, por el deseo de prolongarla. Así es la contemplación amorosa, un modo especial de tomar algo para sí, de provocar y mantener su presencia en nosotros.
Si en el amor se unen, se funden, esas dos actividades del alma que son conocer y querer, el amor ha de ser de lo bello, porque es lo que se conoce con agrado, lo que se conoce a la vez que se goza. La verdad se conoce, el bien se quiere, y a la belleza se la mira disfrutándola. La mirada y el gozo van juntos, se dan a la vez. La mirada y el gozo se compenetran en su objeto, en el que ambos se recrean. La mirada se hace deseo y el deseo contemplación. El agrado se da no solo en razón del conocimiento, sino con él y por él.
Por eso el objeto de la experiencia estética es una forma o presencia, y distinguirla del objeto del amor sería tan difícil como distinguir lo que amamos de su presentación y conocimiento. Cuando amamos a alguien, lo amamos por cómo es, por lo que hemos visto de esa persona. El amor es de la persona, pero a través de su manifestación; y, a la vez, es un gozo de cada aspecto de la persona, de la persona misma. Porque nunca conocemos de una sola vez, sino progresivamente, como progresiva es también la ternura y las demás formas de amor.
Podemos concluir que el objeto del amor es la belleza, y que el amor es lo más libre. Así lo explica Ficino en De Amore: «Ni los dones de los ricos compran el amor, ni las amenazas y violencias de los poderosos pueden obligarnos a amar, o hacer que dejemos de amar. En efecto, el amor es libre y nace espontáneamente de una voluntad libre, que Dios, que ya determinó desde el principio que sería libre, no fuerza».

Inútil y valioso a la vez

Hay al menos dos razones para considerar la experiencia estética como genuinamente humana. Una es la exclusividad. De entre todos los seres del cosmos, solo las personas tienen capacidad de gozo estético. Otra es la plenitud: la experiencia estética supone la plenitud de realización de los seres humanos. En efecto, en el descubrimiento y aprecio de lo bello no solamente pueden intervenir todas las funciones del alma humana, sino que a través del alma podemos descubrir y apreciar la belleza en sus formas más altas.
La forma de la belleza solo es advertida por los seres humanos; no hay una experiencia estética animal, porque no hay ninguna función biológica unida directamente a ella. No podemos negar la posibilidad de que acompañe a las funciones propias de los instintos básicos de supervivencia y reproducción: actividad sexual y alimentación. Pero podemos afirmar que se distingue claramente de ellas.
Quizás sirvan un par de ejemplos. Hay ocasiones en que los alimentos pueden ser objeto de experiencia estética: la fruta de verano es bonita; las cerezas, ya maduras, rojas, son hermosas, brillantes. Sin embargo, distinguimos el placer que nos produce mirarlas, del placer que nos produce comerlas. Son dos tipos de placer distintos. La belleza mueve a su contemplación y admiración. Las necesidades biológicas mueven a realizar las funciones necesarias. Disfrutar con los colores de la fruta madura no es ninguna necesidad, ni exige ninguna actividad distinta de la propia admiración.
Lo mismo sucede con la belleza de las personas y la atracción sexual. Se trata de dos tipos de atractivo distinto, que mueven a algo también distinto. La experiencia estética que podemos sentir por la belleza física o moral de alguien tiene su gozo en la contemplación y mueve a ella. El placer estético consiste en la contemplación misma, en admirar las proporciones físicas o espirituales de alguien hermoso en uno de esos dos aspectos, o en ambos. En cambio, la atracción sexual mueve a su función propia, que lleva consigo un placer distinto.
Ambos ejemplos quedan abiertos a la posibilidad de reconocer en un mismo objeto la causa de placer estético y la posibilidad de satisfacer inclinaciones instintivas y biológicas. Esta posibilidad no desmiente sino que reafirma la consideración del modo humano de vivir lo bello. La experiencia de lo bello puede acompañar a lo biológico. Lo biológico humano no es solo fisiología, sino que está penetrado de afecto, sensibilidad, espíritu.
La inutilidad de la belleza hace de ella un factor humanizador:
La belleza es algo bastante irreal y desde luego inútil: literalmente no sirve para nada. Cierta perfección corporal podrá ser promesa de salud, longevidad, capacidad reproductora: pero todo esto es compatible con la ausencia de la belleza; basta con la normalidad, con un satisfactorio estado somático. Y no es eso lo que cuenta, lo que se busca siglo tras siglo, lo que orienta las conductas humanas y las condiciona. Y eso que me refiero por lo pronto a la belleza física, corporal. Bastaría esto para descartar todo materialismo en vista de la radical inutilidad biológica de la belleza como tal 3.
Es también esa inutilidad la que deja abierta la interpretación de lo bello, su definición, los objetos con que se identifica. Precisamente por no tratarse de algo biológico, cabe la interpretación libre, personal. Lo biológico es necesariamente, casi materialmente, universal. La apreciación de lo bello es universal solo por su carácter humano. Pero la vivencia, por lo que tiene de interpretativo y cultural, es personal. Y personal, además, por la dimensión de intimidad que participa en ella.
Personalmente vivida, universalmente buscada y gozada, esta es la peculiar universalidad de la belleza: todos la deseamos, todos la gozamos, con más o menos frecuencia, de modos diversos.
Esta virtud de hacernos superar el utilitarismo, de hacernos menos pragmáticos, convierte a la belleza en algo excepcionalmente atractivo, insospechadamente formativo, calladamente eficaz. Es muy agresiva, a veces, la presión materialista. Parece que únicamente nos movemos por el provecho inmediato o por placer, por lo que se ve y se mide. Es el polo opuesto a la magnanimidad, tan propia del alma que sabe apreciar lo bello.
La capacidad estética, la sensibilidad bien orientada, propicia relaciones interpersonales verdaderamente humanas: porque se quiere lo bueno como tal, por la belleza del bien, y se entiende que cada persona es valiosa por el solo hecho de serlo. Así también se hace más humano el trabajo, revelándose contra el egoísmo de buscar únicamente un sueldo o un título. La belleza nos enseña que algunas cosas inútiles son muy valiosas.

Saber mirar lo bello

Un resplandor sublime necesita un espectador adecuado. Ser capaz de gozar lo bello exige una mirada pura, un espíritu dispuesto.
Si la pasión invade el alma, sea con la sensualidad, la violencia o el egoísmo, difícilmente podrá la belleza insinu...

Índice

  1. Presentación
  2. Claves conceptuales del presente libro
  3. I. Un poder que perdura
  4. II. El esplendor de la verdad
  5. III. El impulso más libre
  6. IV. Fuerza del alma
  7. V. Virtud del alma bella
  8. VI. Belleza y forma
  9. Aproximación a algunos conceptos
  10. Bibliografía básica