Melancolía de la resistencia
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Melancolía de la resistencia

László Krasznahorkai, Adan Kovacsics

  1. 424 páginas
  2. Spanish
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Melancolía de la resistencia

László Krasznahorkai, Adan Kovacsics

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Tragicómica y melancólica, esta novela nos presenta un mundo plúmbeo y totalitario, dominado por fuerzas ciegas e impersonales. Un escenario humano desolador en el que la inteligencia es anulada por la fuerza bruta y la violencia, y en el que el caos arrastra irremediablemente a unos personajes que, entre el conformismo y la insignificancia, no aciertan a crear un orden nuevo menos cruel y menos gris. El estallido de violencia no alcanza siquiera el rango de revolución y la vida transcurre, en esta pequeña y anónima ciudad húngara, sumida en una atmósfera de terror y amarga ironía. "Melancolía de la resistencia" es una obra maestra del humor negro."Melancolía de la resistencia posee una prosa que se embebe de una acre belleza."Iury Lech, El País"Melancolía de la resistencia es una sombría y grotesca conspiración, que se inicia con tintes mágicos."Mercedes Monmany, ABC"Brillante novela, inusitada por su ambiciosa y corrosiva trama."Robert Saladrigas, La Vanguardia

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2018
ISBN
9788416748976
Categoría
Literatura

LAS ARMONÍAS DE WERCKMEISTER

Debate

Como el señor Hagelmayer, propietario de la taberna Pfeffer y Co. situada en la calle Híd y más conocida por el nombre de «Péfeffer», ya empezaba a anhelar a esa hora las sábanas y a mirar con expresión cada vez más hosca el reloj—lo cual significaba que, para dar más consistencia a su tono áspero y airado («¡Hora de cierre a las ocho, señores!»), se ponía a apagar las luces y la estufa de aceite que ronroneaba en un rincón e invitaba a acercarse, y abría también la puerta para inducir a sus clientes a marcharse, expulsados por el frío helado que entraba—, como el señor Hagelmayer anhelaba, pues, la cama, Valuska, sentado con mirada alegre en medio de una densa aglomeración de chaquetas de piel y abrigos enguatados, desabotonados y puestos sobre los hombros, no se extrañó en absoluto cuando los otros parroquianos se dirigieron a él y lo animaron a que «demostrara cómo funcionaba aquello de la tierra y de la luna», por cuanto eso mismo habían hecho el día anterior y el otro y quién sabe en cuántas ocasiones más en el transcurso de los últimos años, cada vez que querían desviar la tenaz atención del soñoliento hostelero y hacerle olvidar la hora de cierre, todo ello por la urgente necesidad de lo que denominaban el «último vaso de vino con sifón». Por supuesto, a nadie interesaba la explicación, ya trillada por innumerables repeticiones y convertida en simple espectáculo. No interesaba a Hagelmayer, hombre que ponía el placer del sueño por encima de todo y que, «por mantener el orden de las cosas», anunciaba la hora de cierre hacia las siete y media para que no creyeran que «cualquiera podía tomarle el pelo con un truco tan barato», ni interesaba a la unánime asamblea de cocheros, cargadores, pintores y panaderos venidos de los aledaños; sin embargo, todos se habían acostumbrado a la escena, como al sabor horroroso del riesling barato, y se aferraban a ella como a sus jarras marcadas por los rasguños, de modo que hacían callar y reprendían a Valuska cuando a veces se embalaba en su entusiasmo y, con el fin «de conducir a sus queridos amigos a las dimensiones vertiginosas del cosmos», trataba de exponerles el sistema de la vía láctea, pues todos ellos estaban convencidos de que el vino nuevo, las jarras nuevas y los nuevos pasatiempos «sólo podían ser peores que los antiguos», y no deseaban ningún tipo de cambio dudoso y consideraban una ley general su tácita y común experiencia de que toda reforma y transformación, toda corrección e intervención eran sinónimos de empeoramiento. Y si así transcurrían las cosas normalmente, más aún en esos momentos, cuando, además de centrarse en ciertos hechos inexplicables sucedidos en los últimos tiempos, su atención se fijaba sobre todo en el frío paralizante, extraordinario para comienzos de diciembre, en esas heladas, de entre quince y veinte grados bajo cero, que habían irrumpido sin un solo copo de nieve y que contradecían las anteriores experiencias relativas al funcionamiento de la naturaleza y al cambio periódico de las estaciones; por consiguiente se vieron obligados a pensar en un cambio radical producido en su entorno («¿en el cielo? ¿en la tierra?»). Llevaban semanas sumidos en la confusión, en la inquietud y en una suerte de tristeza nerviosa, y como se enteraron, además, por los carteles pegados esa misma noche, de la inminente e irremediable llegada de una ballena gigante, rodeada de ineludibles malos presagios debido a los rumores procedentes de los pueblos de los alrededores, todos se encontraban borrachos (pues «quién sabe cómo va a acabar esto, quién sabe lo que nos espera») cuando Valuska llegó, a la hora de siempre, a esta estación de su eterno peregrinaje. Ponía cara de desconcierto, claro, meneaba la cabeza preocupado cuando lo detenían en algún sitio y se dirigían a él («La verdad, János, no entiendo, no entiendo este maldito tiempo...») y también escuchaba con aparente interés lo que la gente contaba allí en el «Péfeffer» sobre aquel circo de mala fama y extrañamente misterioso, así como sobre sus posibilidades en la ciudad. Sin embargo, no conseguía darle mucha importancia, de modo que, pasando por alto la indiferencia con que recibían sus manifestaciones, era, de hecho, el único que no se aburría, el único que no cesaba de entusiasmarse por el tema, hasta el punto de que la mera posibilidad de compartir sus vivencias con otros, de revivir con ellos «aquel momento sagrado de la naturaleza», ya lo colmaba de febril emoción. Qué le importaba que la ciudad sufriera por las heladas, qué le interesaba que «al menos volviera a caer por fin la nieve»: sólo confiaba en que, una vez concluida su actuación correctamente y sin variación alguna, esa emoción febril, esa intensidad en su interior, en aquel silencio dramático de sólo unos instantes de duración, se convirtiera de pronto, una vez más, como siempre, en alegría dulce, pura, insuperable... hasta el punto que ni siquiera le resultaba desagradable el extraño sabor del vino mezclado con sifón que, según mandaba la costumbre, le ofrecían como premio y que, por cierto, nunca logró beber a gusto en el curso de los años (al igual que el aguardiente o la cerveza); pero tampoco quería rechazarlo, porque si rehusaba la muestra de amor de sus «queridos amigos», manifestada una y otra vez y sin duda también aquel día, o si disimulaba su repugnancia bebiendo algún licor dulce (para confesar por fin que, a decir verdad, sólo le gustaban los zumos), el señor Hagelmayer no toleraría por mucho tiempo su presencia en el «Péfeffer». Por una bagatela así no podía jugarse la frágil confianza del tabernero y de los clientes fijos, pues una vez concluidas las tareas en casa de su célebre y queridísimo benefactor (cuyos sentimientos afectuosos hacia él no sólo resultaban incomprensibles para los habitantes de la ciudad, sino también para el propio Valuska, de modo que procuraba agradecérselos mostrando la máxima entrega), o sea, después de poner orden en la casa y dejar solo al señor Eszter, pasaba día tras día desde tiempos inmemoriales, en el transcurso de sus interminables paseos, por aquel establecimiento a ver a «toda esa buena gente» entre las paredes seguras de un local que le resultaba acogedor precisamente por su rígida inalterabilidad, y como tomaba por su segundo hogar esa taberna del señor Hagelmayer situada detrás de la torre del agua (y a veces se lo confesaba al dueño, el cual lo miraba con expresión indiferente), no era de extrañar que no deseara correr ningún riesgo por culpa de una copita de licor o de vino. Y al hablar de su «segundo hogar», bien podría haber dicho el «primero», por cuanto allí, en el «Péfeffer», encontraba la desenvoltura y liberación que le faltaban—debido precisamente a su respeto atemorizado y cohibido—tanto en la penumbra permanente de la habitación siempre velada por las cortinas de su amigo, un señor mayor a quien cuidaba con sumo esmero, como—debido a su soledad—en el antiguo lavadero que le servía de vivienda en el jardín trasero del señor Harrer. En la taberna era aceptado, según él, y sólo debía interpretar correctamente su papel, es decir, repetir día tras día, sin errores y cuando se lo pedían, «un acontecimiento extraordinario producido por el movimiento de los cuerpos celestes». Lo aceptaban, pues, y aunque de vez en cuando había de convencerlos del pleno acierto de la confianza depositada en él mediante exposiciones más que apasionadas, bien podía sentirse un elemento imprescindible del local del señor Hagelmayer, a pesar de su «facha», diferente de las demás y, por tanto, objeto único, inocente y siempre dispuesto de las bromas groseras de los parroquianos. Sin embargo, aunque este continuo reconocimiento de su pertenencia estimulaba, lógicamente, el ardor de sus palabras, que trastabillaban de tanto entusiasmo, no era capaz, por sí solo, de mantener vivo el fuego; sólo el «tema» podía hacerlo, esa posibilidad continua y, por lo general, realizada de vislumbrar «la grandeza monumental del cosmos» ante una comunidad—fraterna, a su juicio—de cocheros, pintores, panaderos y trabajadores del transporte que se tambaleaban por los efectos del vino y miraban tontamente al vacío. Cuando sonaba la palabra que lo animaba a hablar, se esfumaba a su alrededor el mundo, que de todos modos percibía de manera confusa, y no sabía ni dónde estaba ni con quiénes, como si, tras recibir un único golpe de la varita mágica, se trasladara de repente al espacio de un cuento de hadas; así pues, desaparecía ante él todo lo terrenal, pesos, formas y colores se disolvían de pronto en una levedad definitiva, al tiempo que se desvanecía también el propio «Péfeffer», y Valuska tenía la sensación de que esa comunidad fraterna se hallaba ya bajo el cielo libre de Dios y alzaba la vista hacia la «grandeza». Desde luego, esto último no ocurría en absoluto, por cuanto la peculiar y tozuda asamblea se quedaba en el «Péfeffer» y ni se le ocurría emprender una aventura tan incierta; de hecho, ni siquiera daba señales de prestar su atención, ya totalmente apagada, a algún que otro grito aislado referido a Valuska («¡Mirad, János vuelve a mostrarlo!»). A algunos, a los que el sueño había tumbado en el rincón de la estufa, bajo el perchero o al lado de la barra, no se los podía despertar ni a cañonazos, otros, que habían perdido el hilo de la conversación, centrada en el monstruo cuya llegada se esperaba para el día siguiente, y se mantenían de pie con ojos vidriosos, apenas eran capaces de entender de qué iba la cosa, si bien—pensando en el propietario del local, que no cesaba de mirar con mala cara el reloj—todos, tanto los tumbados como los erguidos, se mostraban unánimes en su aprobación del espectáculo, aunque sólo uno de ellos, un aprendiz de panadero de rostro azulado, consiguiera expresarlo asintiendo enérgicamente con la cabeza. Valuska, claro está, veía en el unánime silencio una señal inequívoca de la inminente atención y, con la ayuda del hombre que había hecho la propuesta, un pintor salpicado de cal desde los pies hasta la cabeza, y con el resto inconsciente, por así decirlo, de capacidad de orientación que aún le quedaba en la tierra, empezó a abrirse un hueco en aquella taberna que parecía flotar envuelta en el denso humo de los cigarrillos: empujaron hacia atrás las dos mesas altas utilizadas para consumir de pie, que llegaban a la altura del pecho y obstaculizaban el paso, y, como el enérgico grito de su ayudante ocasional («¡A ver si os retiráis un poco hacia la pared!») resultó inútil debido a la resistencia mecánica de los hombres que se aferraban a sus jarras, tuvieron que repetir la misma operación con ellos; los parroquianos sólo mostraron síntomas de espabilarse cuando, una vez concluido el pequeño barullo provocado por el obligado movimiento hacia atrás, Valuska se plantó en el espacio que había quedado libre y, no sin cierto miedo escénico, eligió, por ser los más cercanos, al mencionado pintor y a un cochero bizco y estirado, así como a un cargador de enormes dimensiones al que allí llamaban «Serguei». Respecto a la aptitud y disposición del pintor, que todavía se encontraba asombrosamente despierto, no cabía la menor duda, como había demostrado su habilidad durante los preparativos; sin embargo, no podía decirse lo mismo de los otros dos, pues no sólo no tenían ni la menor idea de lo que allí estaba ocurriendo ni de por qué los habían empujado de un sitio a otro, sino que, además, se quedaron de bastante mala gana en medio de la taberna, desprovistos del apoyo de la multitud, mirando al vacío sin comprender nada de nada y luchando, en vez de prestar atención a la introducción general de Valuska, no contra el entusiasmo fervoroso que irradiaba—y que ellos de todos modos no podían seguir—, sino contra una creciente presión sobre los párpados, que se cerraban una y otra vez, ya que, sumidos como estaban en las crecientes tinieblas de la noche y del alcohol, sentían un mareo terrorífico, cuyo caos voraginoso nada tenía que ver, desde luego, con la impresionante órbita de los cuerpos celestes que habían de representar. Pero a Valuska, que acababa de concluir su habitual prólogo, presentado siempre a trompicones, sobre el «modesto papel del hombre en el universo» y se acercaba hacia sus tambaleantes asistentes, todo esto no le preocupaba en exceso, porque, a decir verdad, apenas veía ya a sus tres compañeros; pues contrariamente a sus «queridos amigos», cuya imaginación dormida difícilmente podía sobreponerse al letargo sin la ayuda de los tres elegidos (suponiendo que, en general, pudiese ponerse a funcionar), él no necesitaba nada para transportarse; de hecho, ni siquiera le hacía falta transportarse para pasar de aquí, de la aridez devoradora de esta minúscula población terrenal, al «océano inconmensurable del firmamento», ya que en la imaginación y en el pensamiento, que en su caso nunca se separaban, llevaba treinta y cinco años navegando por el mágico silencio del cielo estrellado. De hecho, no poseía nada—toda su propiedad se resumía en un abrigo de cartero y en los demás elementos del equipo, un bolso con la correa para colgárselo del hombro, una gorra y unas botas—, de modo que podía medir todo cuanto tenía con las vertiginosas distancias de la cúpula ilimitada; y así como se movía con total libertad, como en casa, por aquel espacio inmenso e inabarcable, no encontraba, prisionero de su libertad, su lugar aquí abajo, en la estrechez de esta «aridez devoradora» que no podía compararse con el cosmos sin límites, y clavaba la mirada radiante en los rostros amables, pero también oscuros y atontados, como hizo también esta vez, al plantarse ante el estirado cochero para repartir los bien conocidos papeles. «Usted es el Sol», le dijo en voz baja a la oreja, y ni siquiera se le pasó por la cabeza que no fuera del gusto del hombre, que no quisiera ser confundido con otro, precisamente él que no podía oponerse, ocupado como estaba en los párpados que se le cerraban y en la noche amenazadora. «Usted es la Luna», señaló luego Valuska, volviéndose hacia atrás, hacia el robusto cargador, el cual, sin pensar, se encogió de hombros, dando a entender que le daba igual, y acto seguido empezó a girar y a bracear desenfrenadamente, tratando de recuperar el equilibrio perdido por causa de aquel movimiento imprudente. «Y yo soy entonces la Tierra», se adelantó luego el pintor, asintiendo con la cabeza, mirando a Valuska y cogiendo luego a «Serguei», que se tambaleaba con movimientos convulsos; lo plantó en el centro del círculo, lo volvió hacia el cochero, que se había ensombrecido del todo por los embates del implacable crepúsculo, y, diligente como era, enseguida se puso detrás de ellos, como quien sabe lo que hace. A todo esto, ora bostezando ostensiblemente, ora haciendo chocar los vasos y abriendo y cerrando con estrépito diversos compartimientos detrás del mostrador, el señor Hagelmayer, totalmente oculto por los hombres que rodeaban como un anillo a los cuatro, llamaba la atención sobre el paso inexorable del tiempo a sus huéspedes, que daban la espalda a la barra; Valuska, en cambio, prometía una explicación nítida y comprensible para todos, un resquicio por el cual, decía, «nosotros, las personas sencillas, podemos comprender algo de la inmortalidad», para lo cual sólo pedía que saliesen con él al espacio ilimitado, donde la «eternidad, la paz y el vacío que sustenta la amplitud eran amo y señor» e imaginasen que allí, en ese silencio inconcebible, interminable y retumbante, estaban por doquier las impenetrables tinieblas. A estas alturas, la injustificada solemnidad de dichas palabras, conocidas hasta la saciedad, ya dejaban del todo indiferente al público del «Péfeffer», contrariamente a los tiempos pasados, cuando el asunto habría sido recibido con sonoras carcajadas; aun así, no les resultó en absoluto difícil obedecer al llamamiento, ya que, por qué negarlo, por el momento no veían más que oscuridad «impenetrable» a su alrededor. Sin embargo, tampoco faltó la diversión acostumbrada, puesto que, a pesar de su lamentable estado, no pudieron renunciar a algunos bufidos de alegría cuando Valuska les comunicó que el cochero bizco y totalmente apagado por el vino era, en esa «noche interminable», la «fuente de toda vida y calor o, para expresarlo con otras palabras, la luz». Ni que decir tiene que, en contraposición a las dimensiones inconcebibles del cosmos, había poquísimo espacio en aquel lugar, de modo que, cuando por fin llegó el momento de iniciar el movimiento celestial, Valuska renunció a todo maximalismo en su deseo de representar las cosas de forma fiel a la realidad, y ni siquiera intentó hacer girar al cochero asustado y desamparado, situado con la cabeza gacha en el centro del círculo; antes bien, se centró, con las instrucciones de siempre, en «Serguei» y en el cada vez más espabilado pintor. Aun así, al principio las cosas no funcionaron demasiado bien: contrariamente a la Tierra, que sonreía hipócritamente a los espectadores cada vez más despiertos y que resolvía el doble giro alrededor de sí misma y del estirado Sol con una liviandad y una habilidad que habrían avergonzado a cualquier acróbata, la Luna cayó derribada por el primer ligero toque de Valuska como si acabara de recibir una noticia espantosa, y dado que, a pesar de las buenas intenciones y de toda la delicadeza puesta en su ejecución, los siguientes intentos no mejoraron el triste resultado, de modo que hubo que ponerla en pie una y otra vez, hasta Valuska, que corría de un sitio a otro lleno de entusiasmo e interrumpía continuamente sus sublimes explicaciones («... aquí... por el momento... sólo vamos a... experimentar... el movimiento... general...»), llegó a la conclusión de que quizá fuese preferible buscar a un ayudante más adecuado que ese cargador sumido en el más lamentable de los estados. Pero entonces la Luna se concentró de nuevo inesperadamente en medio de las crecientes risas del público y, como si hubiese encontrado un medicamento eficaz para combatir los terribles mareos de su organismo, empezó a girar intrépidamente, apoyando las robustas piernas formando un ángulo agudo cada vez que realizaba medio giro; rotaba, eso sí, en dirección contraria a lo indicado, y le cogió el truco hasta tal punto que no sólo demostró aguante en este movimiento planetario—parecido más que nada a los pasos del popular csárdás—, sino que incluso recuperó, hasta cierto punto («¡queque... tete... cocorrcort... elpescucue...!»), la capacidad de hablar. Estaba, pues, todo en orden, y—después de enjugarse la frente y apartarse un instante, para no obstaculizar ni por asomo la vista a nadie y para que todos, sin excepción, pudiesen maravillarse sin molestias de la armonía divina inherente al funcionamiento perfectamente organizado de la Tierra, la Luna y el Sol—Valuska fue al grano; se levantó por un momento la gorra para atusarse el cabello que le caía sobre la frente y le tapaba los ojos, atrajo la atención, según él ya tensa, de los espectadores con un ademán violento y levantó hacia el cielo el rostro ya colorado por el fervor interno. «Al principio, por así decirlo... ni siquiera nos damos cuenta de los extraordinarios acontecimientos de que somos testigos—dijo en voz muy baja, casi susurrando, de modo que de pronto se hizo un silencio absoluto en la taberna, en la esperanza de una carcajada posterior tanto más vehemente—. La luz radiante del Sol...—prosiguió, y señaló con un amplio gesto al cochero que, rechinando los dientes, luchaba contra todos los males que se le venían encima y luego al pintor que, extasiado, daba vueltas alrededor del otro—inunda de calor... y de luminosidad la cara... de la Tierra que mira hacia él—. Detuvo con suavidad a la Tierra, que guiñaba el ojo maliciosamente hacia el público, la giró hacia el Sol, a continuación se puso detrás, se apoyó en ella y la abrazó, al tiempo que, pestañeando debido a la «luz cegadora», miraba por encima de su hombro al tambaleante cochero, como si sólo fuese el médium de los otros, la mirada exclusiva de todos ellos. Nos encontramos inundados por este... resplandor. Luego, de pronto... sólo vemos que el disco de la Luna...—a lo cual cogió a «Serguei», que giraba con obstinados pasos de csárdás alrededor del pintor, y lo empujó entre el Sol y la Tierra—... que el disco de la Luna... provoca una abolladura... una oscura abolladura en la esfera llameante del Sol... Y esta oscura abolladura crece y crece... ¿Lo veis?—preguntó, emergiendo de detrás del pintor y empujando con suavidad al cargador que por este motivo se enfureció definitivamente, pero que aun así no pudo hacer nada—... así pues... ¿veis?... al cabo de un rato, como la Luna lo tapa cada vez más... sólo vemos del Sol... una hoz angosta... y cegadora... en el cielo. Y en el instante siguiente—susurró Valuska con voz ahogada por la emoción, mientras paseaba la mirada entre el cochero, el cargador y el pintor, los tres puestos en línea—... supongamos que es la una del mediodía... y de golpe nos convertimos en testigos de un vuelco dramático... Porque... en cuestión de minutos... inesperadamente... se enfría el aire alrededor... ¿lo sienten?... se cubre el cielo... y luego... ¡todo se oscurece! ¡Los perros guardianes aúllan! ¡La liebre se agazapa asustada! ¡La manada de ciervos huye aterrada! Y en este horripilante e incomprensible crepúsculo... hasta los pájaros («¡Los pájaros!», gritó Valuska y levantó las manos, animado por la consternación, de tal modo que los amplios faldones de su abrigo de cartero se desplegaron como las alas de un murciélago)... hasta los pájaros se confunden y vuelan a sus nidos... Y se hace... el silencio. Y... todo lo viviente enmudece. Y... se nos atasca la palabra en la garganta... ¿Se pondrán las montañas en movimiento? ¿Se precipitará sobre nosotros... el cielo? ¿Se abrirá la tierra bajo nuestros pies? No lo sabemos. Se ha producido el eclipse solar total.» Estas últimas frases, aunque pronunciadas como las anteriores en el orden de siempre y con la misma inspiración profética de los últimos años, y sin apartarse ni un ápice del tono de voz acostumbrado (de modo que, de hecho, no podían provocar ninguna sorpresa), estas palabras de una fuerza particular, así como la forma en que los miró después de pronunciarlas, agotado y despeinado, arreglándose la correa del bolso de cartero que no cesaba de resbalarle del hombro, todo esto tuvo un efecto imprevisible y desconcertante sobre los presentes, ya que durante medio minuto no se oyó ni un suspiro en la taberna atestada de parroquianos, y los clientes fijos, que sin duda habían vuelto en sí, pero que tornaban a sentirse turbados y por eso miraban a Valuska con expresión vacua, se detuvieron, por así decirlo, confusos, ante sus sentimientos, ansiosos de un final agradable, como si hubiera para ellos algo decididamente inquietante en el hecho de que, mientras el «loco de János» no podía volver a esta «aridez devoradora» porque nunca había dejado aquel «océano celestial», ellos, peces del desierto vistos en el espejo de sus jarras talladas, jamás se hubieran movido de aquí.
¿Se había vuelto de golpe demasiado estrecha la taberna?
¿O era el mundo demasiado ancho?
En vano habían escuchado innumerables veces
estas palabras,
el campanilleo feroz
del «cielo que se oscurece»,
de la «tierra que se hunde»,
de los «pájaros que buscan su nido»,
¿volvía a mitigar
algo en ellos,
de cuyo cosquilleo ardiente
no podían tomar conciencia hasta entonces?
Difícilmente. Antes bien, como suele decirse, «dejaron abierta la puerta» por un instante o simplemente no se percataron del final, precisamente por esperarlo. Sea como fuere, cuando el silencio que pesaba sobre el «Péfeffer» se alargó demasiado, todos recuperaron de pronto la conciencia, y así como quien cree volar por el mero hecho de observar las suaves ondulaciones del vuelo de un pájaro, se recobra al reencontrar de pronto sus pasos arraigados en la tierra, así un repentino despertar barrió, al ver el humo de los cigarrillos que flotaba con parsimonia, la lámpara de latón que se mecía sobre ellos, las jarras de vino que tenían agarradas y a Hagelmayer que se abotonaba el abrigo detrás de la barra, así barrió el despertar, pues, aquel sentimiento informe, borroso, fugaz e indefinible. En el bullicio que se armó mientras rodeaban con sarcásticas ovaciones y palmaditas en el hombro al pintor, que irradiaba orgullo, y a los dos confusos cuerpos celestes, que ya definitivamente no entendían nada de nada, Valuska recibió su vino y se quedó solo por un momento. Con torpes movimientos se apartó del montón de chaquetas de piel y abrigos enguatados agolpados junto a la barra, para retirarse a un rincón más aireado, y como ese día tampoco podía contar con los demás, él continuaba siendo el único que prorrogaba, como fiel y entusiasta observador, la pasmosa historia del encuentro de los tres cuerpos celestes, pues luego, recordando el espectáculo y regocijado por el bullicio, que tomaba por gritos de júbilo, seguía solo, en estado de éxtasis, el recorrido de la Luna que se alejaba poco a poco de la esfera ardiente del Sol... Porque quería ver y veía, en efecto, la luminosidad que retornaba a la Tierra, quería percibir y percibía, en efecto, el calor que la inundaba de nuevo, y quería vivir y vivía, en efecto, la profunda emoción que uno siente al comprobar que se ha liberado del peso terrible de la angustia provocada por una oscuridad aterradora, gélida, parecida a una condena. Sin embargo, no había nadie a quien pudiese comunicar todo esto, nadie con quien hablar siquiera, pues el público, fiel a su costumbre, ya no estaba interesado en la «cháchara vacía», consideraba concluida la conferencia con la aparición del crepúsculo espectral y asediaba al tabernero con el fin de conseguir un último vino con sifón. ¿El retorno de la luz? ¿El calor que inundaba? ¿Emoción y liberación? En ese momento, Hagelmayer intervino, coincidiendo sin querer con los pensa...

Índice

  1. INICIO
  2. MELANCOLIA DE LA RESISTENCIA
  3. CIRCUNSTANCIAS EXTRAORDINARIAS
  4. LAS ARMONÍAS DE WERCKMEISTER
  5. SERMO SUPER SEPULCRUM
  6. ©