Ascética meditada
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Ascética meditada

  1. 192 páginas
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Ascética meditada

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Información del libro

Este excelente libro de espiritualidad es una gran ayuda para todos los cristianos que quieran crecer en vida interior, dar vigor y profundidad a su fe, y tener una relación más íntima y amorosa con el Señor.Los comentarios y meditaciones ascéticas que lo componen abordan aspectos básicos de la vida cristiana, y, según expresa el propio autor - " Lo que estaba escribiendo lo tomé prestado"-, su mensaje está inspirado en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá de Balaguer: "¡Cuántas veces he pedido al Señor que fuera vida de mi vida, para que aprendiera a santificar todas mis ocupaciones! Eso pido ahora también para todos los lectores de estas meditaciones."

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Información

Año
2016
ISBN
9788432141164
Edición
1
Categoría
Religión

VIRTUDES VERDADERAS Y VIRTUDES FALSAS

«Sobre todo, a los que comienzan suele llevarlos el Señor —tal vez durante años— por esos mares menos borrascosos, para confirmarlos en su primera decisión, sin exigirles al principio lo que ellos aún no pueden dar, porque son quasi modo geniti infantes, como niños recién nacidos.»
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, 24-III-1931.
Cuando las almas dan los primeros pasos por el camino de la vida espiritual, les suele ocurrir como a aquel chiquillo que, habiendo sembrado en un ángulo del jardín de su casa, con las últimas luces de la tarde, una semilla de trigo o un huesecillo de albaricoque, corre al mismo lugar al día siguiente, muy temprano, ya con la esperanza de encontrar allí una espiga dorada o de poder gustar los maduros frutos del albaricoquero.
Y, entonces, cuando el niño se da cuenta de que la fecundidad de la tierra no ha podido satisfacer sus esperanzas, ni la urgencia de su capricho infantil, corre, desilusionado y dolorido junto a su madre, para revelarle, con los ojos llenos de lágrimas, la tragedia que en su alma ha provocado la crueldad de esa tierra que le niega el fruto de sus sudores. Y la madre sonríe con ternura.
Pues igual que el niño busca la espiga o pretende de la tierra el albaricoque, después de una noche de espera que le ha parecido un siglo, son muchos los que pretenden de su alma el fruto de una verdadera y sólida virtud, cuando apenas han echado en su corazón la semilla de los buenos propósitos y tan sólo se han limitado a alimentarlos con deseos de santidad y de fidelidad.
Estas almas se percatan muy pronto, frente a cualquier dificultad u obstáculo, de que su virtud no es tan fuerte ni tan exuberante como se habían hecho la ilusión de que fuera, y, entonces, se llenan de tristeza y de desaliento. Y Dios nuestro Señor, que ama a estas almas como una madre quiere a su chiquillo, sonríe ante el espectáculo de la infantilidad de su vida interior.
Es absolutamente necesario, amigo mío, que desde los primeros pasos de nuestra vida interior nos habituemos a buscar las verdaderas virtudes y aprendamos a evitar las falsas.
Es verdad que has empezado y que has empezado bien: es verdad que el nunc coepi —¡empieza ahora!— ha resonado generosamente en tu vida, pero también es verdad —y a veces lo olvidas— que las virtudes, hábitos operativos buenos, requieren para ser verdaderas tiempo y fatiga, lucha y esfuerzo.
Los buenos propósitos, los enardecidos deseos, no son suficientes para conferir solidez a tus virtudes y para hacerlas verdaderas. Ni tampoco tales ardores y tales propósitos modifican, por sí solos, tu naturaleza y tu carácter. Para que tus virtudes sean sólidas y para que tu naturaleza y tu carácter se transformen, es necesario que el esfuerzo y la lucha perseveren durante todo aquel tempus laboris et certaminis, durante todo aquel período de trabajo y de brega, que es tu vida.
Los ardores y los vehementes sentimientos de devoción sensible, que van siempre unidos, por providencial bondad divina, a los primeros pasos en el ejercicio de la vida interior, llevan a las almas que están todavía en la infancia de la vida espiritual, a creer que todo se ha realizado ya, que sus defectos y sus tendencias desordenadas han desaparecido, y que, de ahora en adelante, todo les va a ser fácil: la vida virtuosa no va a costarles ningún esfuerzo.
Pero la Providencia de Dios, al través de las mismas ricas experiencias de su vida, no tardará en abrir los ojos a estas almas, confiriéndoles el verdadero sentido de la vida espiritual y, con él, la madurez de la virtud.
La vida misma les enseñará —te lo repito— que todos aquellos defectos y aquellas tendencias no estaban muertos, sino adormecidos, y que hará falta un esfuerzo perseverante y una lucha llena de fe, para lograr que mueran de veras.
Cuando Dios nuestro Señor hace pasar a estas almas que desean seguirle de cerca, desde la devoción sensible a la devoción árida, y desde ésta a la verdadera devoción espiritual, es cuando comprenden ellas los designios de Dios y sus divinas estratagemas para hacerlos adquirir las verdaderas virtudes y una sólida formación.
Toda esta delicada acción divina requiere tiempo: el tiempo es así el gran aliado de Dios en la obra de la santificación de las almas, la cual es siempre la obra de toda una vida. Y el tiempo, amigo mío, es un gentilhombre; no lo olvides.
Recuerdo que con alegría aprendí, de boca de un santo religioso, este proverbio, tan sencillo como luminoso: juvenes videntur sancti sed non sunt: senes non videntur sed sunt, los jóvenes parecen santos, pero no lo son; los viejos no lo parecen, pero lo son. Los ardores de la juventud que empieza a seguir de cerca a Jesús son flores, son promesas; pero el trabajo sereno, profundo e intenso de las almas en el servicio de Dios es fruto maduro y sazonado, es eficacísima realidad.
Querer una santidad sin esfuerzo, buscar una virtud sin pruebas y sin luchas, sin batallas ni derrotas, es un sueño de juventud que no resiste a la experiencia consumada de una verdadera vida espiritual.
Hay, en cambio, virtudes que se afirman en medio de las dificultades; virtudes que, con esfuerzo y merced al paso del tiempo, llegan a reinar; virtudes que, después de muchas luchas y victorias, adquieren la prontitud, la facilidad y la constancia propias de las verdaderas virtudes. Todas estas características, unidas a un gusto espiritual por el ejercicio de los actos virtuosos, son las pruebas y el sello que hace reconocer por verdadera una virtud.
Y es precisamente para que tú, hermano mío, alcances esta meta por lo que Dios nuestro Señor pone a prueba tu oración, con esas arideces; tu apostolado, con esa aparente esterilidad; tu humildad, con las humillaciones; tu fe y tu confianza, con las dificultades; tu paciencia, con las tribulaciones; tu caridad, con los defectos y las miserias de los demás, y, también, con la contradicción de los buenos.
De todas estas dificultades, de tu esfuerzo convencido y prolongado en el tiempo, y de tu serena paciencia, han de nacer y de fortificarse las verdaderas virtudes. Permíteme que insista: in patientia vestra possidebitis animas vestras, con vuestra paciencia, poseeréis vuestras almas; a costa de vuestra paciencia adquiriréis la santidad.
Dios nuestro Señor no quiere que tus virtudes sean flores de estufa: serían falsas virtudes. Todas las consideraciones que hemos meditado juntos nos enseñan el camino que conduce a las verdaderas virtudes y nos enseñan, también, que las virtudes, cuando son verdaderas, poseen una intrínseca solidez, que no depende de estímulos o de apoyos exteriores.
Las virtudes verdaderas se ambientan en el mundo, sin confundirse con él, y se confirman en el mundo y en medio de las dificultades, como los rayos del sol que hieren el barro y lo secan sin mancharse.
Las virtudes dan unidad a la vida de las personas que las ejercitan. Las falsas virtudes conducen a esa separación, que es tan temible, entre las prácticas de piedad y la vida de cada día; las falsas virtudes forman compartimentos estancos en la conducta cotidiana y no pueden así regar, por falta de fecundidad, toda la vida de una persona. Hay personas que son aparentemente buenas en algunas circunstancias o en algunos momentos del día o de la semana, por costumbre, por comodidad, por debilidad.
Las falsas virtudes son fango dorado que, visto desde lejos, parece oro, pero que cuando se coge en la mano se ve inmediatamente, por falta de peso, que ese oro es falso y basta con un ligero arañazo para poner al descubierto el fango que se oculta tras el ligerísimo velo de oro.
En cambio, las verdaderas virtudes son oro, oro puro, sin escorias, aunque algunas veces este oro puro esté manchado por alguna salpicadura de fango. Oro sucio de fango. Pero el Señor coge entre sus manos este oro puro y quita esas manchas con sus manos divinas, para que brille el precioso metal en todo su esplendor.
¡Que la Virgen María, Reina de las virtudes, nos enseñe a desear y a practicar las verdaderas virtudes!

LA SERENIDAD

«Lucha ascética, poniendo en ejercicio, a lo largo del día, las virtudes teologales, que antes que para teorizar son virtudes para vivir: la fe, la esperanza, la caridad. Y así tendréis serenidad. Serenidad que es un modo laical de llamar a un fruto de la fortaleza, de la templanza, de la justicia, de la prudencia: de las virtudes cardinales.»
J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, 31-V-1954.
De pequeño, según costumbre de todos los niños, construía yo castillitos de barro con piedras y trozos de madera; y si alguien, sin darse cuenta, pasaba por encima y me los destruía... ¡Qué disgusto el mío! ¡Qué tragedia!
Cuando ahora pienso en aquellos juegos de niño, me divierto; y si revivo en la memoria todas aquellas tragedias infantiles, no puedo por menos de sonreír.
Pues, juegos de niños y tragedias infantiles son, si sabemos mirarlas sobrenaturalmente, tantas y tantas preocupaciones de personas de años muy mayores y de juicio muy maduro.
La virtud de la serenidad es una rara virtud que nos enseña a ver las cosas en su verdadera luz y a apreciarlas en su justo valor: el que real y objetivamente tienen, que nos es revelado por el equilibrio y por el buen sentido; y el valor sobrenatural que deben conseguir, al cual nos lleva el espíritu de fe.
Nos falta esta serenidad cuando deformamos la realidad, cuando hacemos de un grano de arena una montaña; cuando nos afligen con su peso cosas que no deberían turbarnos; todas y cada una de las veces que no tenemos en cuenta, en nuestros juicios, a la Providencia Divina y la luz de las verdades eternas.
¿Qué quedaría en nuestra vida, amigo mío, de tantas preocupaciones, inquietudes y sobresaltos, si en ella entrase esta virtud cristiana de la serenidad?
Nada, o casi nada.
Mira, si no, cómo el simple transcurso del tiempo nos da, casi siempre, la serenidad del pasado; y, en cambio, tan sólo la virtud puede garantizarnos la serenidad del presente y del futuro.
Y es que el tiempo, al pasar, deja cada cosa en su sitio: aquella cosa o aquel acontecimiento que tanto nos preocupó y aquella otra que tanto nos alteró, ahora que todo ha pasado, son apenas una sombra, un claroscuro en el cuadro general de nuestra vida.
Pues de esta serenidad del presente y del futuro quiero hablarte. Necesitamos de la serenidad de la mente, para no ser esclavos de nuestros nervios o víctimas de nuestra imaginación, necesitamos de la serenidad del corazón, para no vernos consumidos por la ansiedad ni por la angustia; necesitamos también de la serenidad en nuestra acción, para evitar oscurecimientos superficiales e inútiles derroches de nuestras fuerzas.
La mente serena da firmeza y pulso para el mando: la mente serena encuentra la palabra justa y oportuna que ilumina y consuela; y sabe ver en profundidad y con sentido de la perspectiva, sin olvidarse de los detalles y de las circunstancias, que han de resaltar en una visión de conjunto.
Creo que te debo repetir, amigo mío, que la virtud de la serenidad es una rara virtud, porque la vida de muchas personas está dominada por los nervios; porque no pocas existencias se consumen en imaginaciones y fantasías; y porque hay caracteres que todo lo convierten en tragedia o melodrama.
La persona meticulosa —¡cominera!— sólo ve los detalles y asfixia con su insistencia; el teórico no ve más que los problemas generales y se aparta de la vida: tan sólo la persona serena sabe ver el conjunto y el detalle y deducir de todo ello una eficaz y concreta síntesis.
El hombre rígido no es sereno, porque su rigidez le hace traspasar los límites de lo que es justo y razonable, de lo que es proporcionado a las circunstancias de la persona, del tiempo y del lugar. La falta de serenidad del hombre rígido turba y oprime a los demás.
Pero tampoco es sereno el hombre débil, porque se para antes de llegar al límite y, con su debilidad, se perjudica a sí mismo y a los demás. El débil no perturba ni oprime, pero tampoco gobierna, y su acción nunca será eficaz: es una víctima de la corriente.
Objetividad y concreción; análisis y síntesis, suavidad y energía; freno y espuela, visión de conjunto y abundancia de detalles; todas estas cosas y muchas otras abarca, en síntesis armónica, la virtud cristiana de la serenidad.
Pero ni tú, ni yo, ni nadie, podemos ser serenos sin una previa lucha: las pasiones son una realidad en todas las personas; la imaginación puede turbar todas las mentes; los nervios existen en todos los organismos; las impresiones hacen vibrar todas las sensibilidades; la ignorancia, el error y la exageración son patrimonio de todas las inteligencias, y el temor y el temblor hallan también cobijo en todos los corazones.
El dominio de nuestro propio ser, el equilibrio en los juicios, la reflexión ponderada y serena, el cultivo de la propia inteligencia, el control de los nervios y de la imaginación, exigen lucha y firmeza, y también perseverancia en el esfuerzo. Y éste es el precio de la serenidad.
La serenidad debe ser una virtud connatural para el cristiano: porque ningún cristiano puede ignorar que el don de la fe es un principio de serenidad y de armonía.
Sobre el campo que acabamos de considerar y que habrá sido desbrozado y convenientemente preparado por el conjunto de las virtudes humanas que llevan al equilibrio, a la objetividad, al realismo y al buen sentido, ha de levantarse, como el sol sobre un campo rico de promesas, la virtud de la fe, verdadero sol del alma, que nos dará una visión de la vida y de sus alternativas, llena de serenidad, amplia de horizonte y rica de detalles.
En esta serena visión el corazón se aquietará, el alma hallará calma y la inteligencia comprenderá, a la luz de Dios, el porqué de m...

Índice

  1. AL LECTOR
  2. JESÚS, COMO AMIGO
  3. NUESTRA VOCACIÓN CRISTIANA
  4. UN IDEAL PARA TODA LA VIDA
  5. VIDA INTERIOR
  6. GUARDA DEL CORAZÓN
  7. EL CAMINO REAL
  8. LA ESPERANZA CRISTIANA
  9. HUMILDAD
  10. MANSEDUMBRE
  11. LAS HUMILLACIONES
  12. LA RUTA DEL ORGULLO
  13. CELIBATO Y CASTIDAD
  14. VIRTUDES VERDADERAS Y VIRTUDES FALSAS
  15. LA CRÍTICA
  16. TENTACIONES
  17. LA IMAGINACIÓN
  18. EXAMEN DE CONCIENCIA
  19. EN PRESENCIA DEL PADRE
  20. EL PAN DE VIDA
  21. YO ESTARÉ CON VOSOTROS SIEMPRE...
  22. LA MUERTE Y LA VIDA
  23. LA CORRECCIÓN FRATERNA
  24. EL PELIGRO DE LAS COSAS BUENAS
  25. LA CIZAÑA Y EL BUEN TRIGO
  26. EN LA LUZ DE BELÉN