1. Realismo e idealismo: entre Laputa y Lagado
a) ¿Qué es un hombre cabal?
Es probable que volvamos siempre sobre las mismas preguntas. La razón no es solo que participemos cada uno de la misma esencia humana (somos quienes somos y, en consecuencia, a pesar del paso del tiempo, todos resultamos más o menos iguales). Hay otro motivo: cada generación se encuentra cara a cara con las mismas preguntas y –a pesar de las tradiciones, o de que sus mayores se encuentren ya acomodados en una determinada visión del mundo– debe cada una ponerse a buscar respuestas.
Si existe un tema clásico es el del sentido y método de la educación. Platón se lo propuso en serio al redactar La República, así como Aristóteles en su Ética a Nicómaco o Séneca sirviéndose de las Epístolas a Lucilio. ¿Qué es un hombre cabal?, ¿qué un buen ciudadano? ¿Cómo lograr que aquellos que nos guían y gobiernan sean realmente personas de peso, con fondo, y no ligeros sofistas que se adaptan a las corrientes del deseo de la masa o de los clamores del mundo?
Platón y Aristóteles, se dice, proponen lo que el hombre debería ser: un ideal, el del hombre clásico, que ha quedado enmarcado bajo el nombre de paideia y bajo la figura del magnánimo. Sin embargo el tiempo ha pasado, y cada vez que se nombran estos grandes ideales nos resulta difícil que no venga a la memoria aquel famoso texto de Maquiavelo, que tanto rebaja las pretensiones de los pensadores griegos: «Muchos han imaginado principados o repúblicas que no se han visto jamás, ni se ha conocido ser verdaderos, porque hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debiera vivir, que aquel que deja lo que se hace por lo que se debiera hacer, antes se procura su ruina que su conservación».
El ‘realismo’ maquiavélico contrasta con el ‘idealismo’ de los antiguos. Podría decirse que, si bien el ideal en principio es positivo, se da el hecho de la imposibilidad de su realización: no hay lugar para él a causa del modo de hacerse las cosas en este mundo. Algo que, aunque resulte máximamente deseable, no puede tener lugar entre nosotros es lo que, desde Santo Tomás Moro, recibe el nombre de utopía.
Es quizá el sueño de cómo debería ser la universidad (a fin de cuentas, una república dentro de la República) una de las realidades utópicas más firmes. Con eso juega Hutchins: lo que propone en su texto sabe que no puede darse. Él mismo –para cuando escribe las páginas de La Universidad de Utopía– ya ha fracasado rotundamente en sus pretensiones. Otra cosa es si eso implica que las utopías no deban ser pensadas, o que no deban ser propuestas. «Los caballeros solo defienden las causas perdidas», dicen que dijo Borges.
El escrito de Moro, la ‘idea de universidad’ de Newman («el libro más sobrevalorado en el canon Occidental», escribe H. H. Gray, que ocupó el cargo de presidente de Chicago University, al igual que Hutchins), o las mismas propuestas de nuestro autor, tienen por lo menos la virtud de elevar nuestras miras por encima de la estrechez de lo cotidiano. Aunque quizá lamentarse por lo idílicas que eran las cosas cuando uno estudiaba, el deseo de que el lugar nunca cambie, el miedo a que efectivamente haya cambiado, además de ser algo ilusorio, resultan modos de mostrar la propia falta de adaptación a nuestro mundo en movimiento. ¿No serán estos utópicos los únicos que se niegan a aceptar la cruda realidad, el ‘cómo se vive’, persistiendo en vivir en los únicos paraísos posibles, a saber, los perdidos?
Y, sin embargo, ¿no resultan más bien modelos de fidelidad a la esencia, a la definición de lo que significa educar, de lo que tiene que ser la educación superior, del ideal al que hay que aspirar aunque el esfuerzo por alcanzarlo sea siempre vano? También resulta irrealizable el sueño de plasmar la belleza, y no por eso se deja de insistir una y otra vez en poemas, películas, canciones, dibujos, para llegar más lejos, para quedar más cerca de ese ideal que tan solo se intuye. El hecho de que algo no pueda hacerse no significa que no se deba intentar. «Es indigno de un varón no buscar la ciencia a él proporcionada», aunque en realidad sea esto solo apto para los dioses.
b) Los viajes (académicos) de Swift: Laputa
Pero quizá hace ya tiempo que el ideal dejó de intentarse. La confusión entre los hombres –con la aparición del relativismo cultural y religioso, con el afán pragmático nacido con la Revolución Industrial y la sociedad de consumo– era ya patente hace tres siglos. Jonathan Swift lo refleja en esa obra maestra del humor y del análisis político –lamentablemente reducida a lectura infantil en el contexto hispano– llamada Gulliver’s Travels. En la tercera parte de la obra el atribulado viajero viaja a la isla de Laputa. Se trata de una superficie flotante en la que habita una raza especial de hombres con un ojo hacia adentro y el otro hacia arriba. Visten con trajes decorados por astros e instrumentos musicales. Se encuentran tan intensamente concentrados en sus tareas individuales que no pueden hablar o atender a los discursos de otros. Siempre abstraídos, caerían al suelo si sus criados no les dieran golpes con vejigas rellenas de guisantes que portan en las manos con la finalidad de despertarles.
A pesar de ser un extranjero, de poder aportar noticias frescas de mundos y culturas distintas, Gulliver experimenta cómo le olvidan constantemente. Cuando va a tratar de su fortuna con el Rey, este le ignora, concentrado como se encuentra en problemas matemáticos. A pesar del amor de estos hombres a la exactitud, frecuentemente cometen errores al chocar con la realidad: el traje que el sastre prepara para Gulliver está mal hecho por un error de cálculo. Casi querrían que fuera el viajero quien debiera cambiar de forma para adaptarse al vestido. También les engañan sus mujeres, que prefieren escapar de la isla y vivir entregadas en brazos de porqueros a esa existencia fría y distante de todo afecto sensible.
Las casas están mal construidas, los muros carecen de ángulos rectos porque consideran vulgar la geometría práctica y porque no se rebajan a charlar con los obreros debido a su gran refinamiento intelectual. Aunque manejen complicados instrumentos, no aciertan con las cosas de la vida. Sus concepciones sobre lo que no es matemática o música resultan penosas: razonan mal, con vehemencia, sin saber discutir. Carecen de imaginación y de gracia y les faltan palabras en su idioma para aquello que no tenga que ver con la matemática o la música.
¿Se tratará de una descripción del ‘sabio platónico’? Metidos en el mundo de las ideas, atendiendo a la melodía de las ...