Lo eterno sin disimulo
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Lo eterno sin disimulo

  1. 208 páginas
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Información del libro

Hablar de lo eterno, sin caretas, sin disimulos, sin trampas, esa es la tarea a la que se entrega Lewis en este libro sustancioso. Y para ello utiliza muy distintos medios: un coloquio, un debate, una conversación entre amigos, un artículo de prensa, una carta… Toda ocasión es buena para dar testimonio de la fe y la verdad intemporal, "para mostrar a todos una noticia inaudita de plenitudes", con un afán apostólico que nos interpela. Y Lewis lo aborda con su proverbial claridad, lucidez y agudeza.

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Información

Año
2017
ISBN
9788432148309
Edición
1
Categoría
Filosofía
X. CARTAS
AUNQUE AQUÍ SE REPRODUCEN solo cartas del propio Lewis, he intentado situarlas en su contexto, citando las cartas de las personas a las que Lewis respondía, o que le respondían a él. Esa es la razón de las subdivisiones (a), (b), (c), etc.
1. Las condiciones para una guerra justa
a) E. L. Mascall, “Los cristianos y la guerra inmediata”. Theology, Vol. XXXVIII (enero de 1939), pp. 53-58.
b) C. S. Lewis, “Condiciones para una guerra justa”, ibid. (mayo de 1939), pp. 373-4.
Señor:
En el número de enero, el señor Mascall menciona seis condiciones para una guerra justa, que han sido formuladas por los “teólogos”. Tengo una pregunta que hacer, y un conjunto de problemas que plantear, acerca de estas reglas. La pregunta es meramente histórica. ¿Quiénes son esos teólogos, y qué clase o grado de autoridad pueden alegar sobre los miembros de la Iglesia de Inglaterra? Los problemas son más difíciles. La condición 4 establece que “debe ser moralmente seguro que los daños para los beligerantes, el mundo y la religión no superarán las ventajas del triunfo”, y la 6 que “tiene que haber una alta posibilidad de vencer”.
Es evidente que personas igualmente sinceras puede disentir hasta cierto punto —y razonar eternamente— acerca de si una guerra declarada cumple estas condiciones o no. Por tanto, la cuestión práctica con la que nos enfrentamos es una cuestión de autoridad. ¿Quién tiene el deber de decidir cuándo se cumplen las condiciones, y el derecho de hacer cumplir su decisión? La explicación actual se inclina a dar por sentado, sin presentar argumentos, que la respuesta es esta: “la conciencia privada de los individuos”, y cualquier otra respuesta es inmoral y totalitaria. En cierto sentido es verdad que “no hay deber de obediencia que pueda justificar un pecado”, como dice el señor Mascall. Supuesto que la pena capital sea compatible con el cristianismo, un cristiano podría legalmente ser verdugo, pero no podría ahorcar a un hombre del que supiera que es inocente. Pero ¿hay alguien capaz de interpretar la afirmación anterior en el sentido de que el verdugo tiene el mismo deber que el juez de investigar la culpabilidad de un prisionero? Si así fuera, ningún poder ejecutivo podría trabajar y ningún estado cristiano sería posible, lo cual es absurdo. De aquí infiero que el verdugo cumple con su deber si realiza la cuota que le corresponde del deber general (deber que descansa por igual sobre todos los ciudadanos), con el fin de asegurar, en la medida en que dependa de él, que tenemos un sistema judicial justo. Si a pesar de todo esto, y sin él saberlo, ahorca a un inocente, es verdad que se ha cometido un pecado, pero no ha sido él quien lo ha cometido.
Esta analogía me sugiere la idea de que tiene que ser absurdo dar a los ciudadanos privados el mismo derecho —y exigir el mismo deber— que a los gobiernos para decidir si una guerra es justa, y supongo que las reglas para determinar qué guerras eran justas fueron originariamente reglas para asesorar a los príncipes, no a los súbditos. Esto no significa que las personas tengan que obedecer sin más a los gobiernos que les ordena hacer algo que ellas consideran que es pecado. Pero tal vez sí signifique (lo escribo con cierto disgusto) que la decisión última respecto a cuál es la situación en un momento dado en el muy complejo terreno de los asuntos internacionales, debe ser delegada.
Es indudable que debemos hacer todos los esfuerzos que permita la constitución para garantizar un buen gobierno, e influir en la opinión pública, pero, a la larga, la nación como tal tiene que actuar, y solo puede hacerlo por medio de su gobierno. (Es preciso recordar que existen riesgos en ambas direcciones: si la guerra es legítima siempre, la paz es pecaminosa algunas veces). ¿Cuál es la alternativa? ¿Deben unos individuos ignorantes en historia y en estrategia decidir por sí mismos si la condición 6 (“una alta posibilidad de victoria”) se cumple o no? ¿Deben todos los ciudadanos, dejando al margen su vocación y sin tener en cuenta su capacidad, convertirse en expertos en todos los problemas relevantes, que a menudo son problemas técnicos?
El que la conciencia privada de los cristianos decidiera, a la luz de las seis reglas del señor Mascall, dividiría a los cristianos, y no daría al mundo pagano que nos rodea un claro testimonio cristiano. No obstante, se puede dar un testimonio cristiano claro de otra forma. Si todos los cristianos consintieran en servir como soldados al mando del Presidente de la nación, y si todos, después de eso, se negaran a obedecer órdenes anticristianas, ¿no obtendríamos un buen resultado? Un hombre está mucho más seguro de que no debe asesinar a los prisioneros, ni arrojar bombas sobre la población civil, de lo que pueda estarlo jamás acerca de si una guerra es justa o no. Tal vez sea aquí donde “la objeción de conciencia” deba comenzar. Estoy seguro de que un soldado cristiano de la Fuerza Aérea, fusilado por negarse a bombardear a civiles del bando enemigo, sería un mártir mucho más efectivo (en el sentido etimológico de la palabra) que cientos de cristianos en prisión por negarse a alistarse en el ejército.
El cristianismo ha hecho un doble esfuerzo para tratar con el mal de la guerra: la caballerosidad y el pacifismo. Ninguno ha tenido éxito. Pero dudo que la caballerosidad iguale el récord de fracasos —no superado— del pacifismo.
La cuestión es muy oscura, y recibiría con igual satisfacción una refutación, o un desarrollo, de lo que he dicho.
2. El conflicto de la teología anglicana
a) Oliver C. Quick, “El conflicto de la teología anglicana”, Theology, Vol. LXI (octubre 1949), pp. 234-7.
b) C. S. Lewis, ibid. (noviembre de 1940), p. 304.
Señor:
En una carta admirable, aparecida en el número de octubre, Canon Quick observa que: “los modernos, de cualquier clase, tienen una característica en común: odian el liberalismo”. ¿No sería igualmente cierto —y más breve— decir que “los modernos tienen una característica en común: odian”? El asunto merece seguramente más atención de la que ha recibido.
3. Milagros
a) Peter May, “Milagros”, The Guardian (9 de octubre de 1942), p. 323.
b) C. S. Lewis, ibid. (16 de octubre de 1942), p. 331.
Señor:
En respuesta a la pregunta del señor May, contesto que tanto si el nacimiento de San Juan Bautista fue un milagro como si no lo fue, en todo caso no fue la misma clase de milagro que el nacimiento de nuestro Señor[108]. Lo anómalo en el embarazo de Santa Isabel consiste en que era una mujer (casada) de edad avanzada y hasta entonces estéril. Que Zacarías fue el padre de San Juan está indicado en el texto evangélico (“Y tu mujer Isabel te dará un hijo”, Lc 1,13).
Lo que dije acerca de la conversión natural del agua en vino fue lo siguiente: “Dios crea la vid y le enseña a aspirar agua por las raíces y, con la ayuda del sol, a convertir el agua en un jugo que fermentará y adquirirá determinadas cualidades”[109]. Para completar la idea, tendría que haber añadido, sin duda, “con la ayuda de la tierra”, y tal vez otras cosas. Pero, desde mi punto de vista, esto no habría alterado sustancialmente lo que dije. Mi respuesta a la pregunta del señor May —de dónde venían las demás materias primas...

Índice

  1. Presentación
  2. Prefacio
  3. I. Apologética cristiana (1945)
  4. II. Respuestas a preguntas sobre el Cristianismo (1944)
  5. III. ¿Por qué no soy pacifista?
  6. IV. El dolor de los animales. Un problema teológico (1950)
  7. V. Fundación del Club Socrático de Oxford (1943)
  8. VI. Religión sin dogma (1946)
  9. VII. ¿Es importante el teísmo? (1952)
  10. VIII. Réplica al doctor Pittenger (1958)
  11. IX. Esclavos voluntarios del Estado del bienestar (1958)
  12. X. Cartas