Capítulo 1
De los jesuitas y J. P. Morgan
Después de vivir siete años con los jesuitas como seminarista y practicar los votos de pobreza, castidad y obediencia al padre general de la Compañía en Roma, sufrí una metamorfosis y pasé a ser funcionario de una empresa. Un viernes por la tarde mi modelo de imitación era el fundador de los jesuitas, San Ignacio de Loyola, cuyos escritos nos recordaban a los seminaristas que “la pobreza debe amarse, como fuerte muralla de la vida religiosa”. El lunes siguiente me trajo una carrera nueva en la banca de inversión... y nuevos modelos que imitar. Un director administrativo atraía a los posibles candidatos con la seductora perspectiva de llegar a ser “ricos como cerdos gruñidores”. Nunca entendí esa imagen pero sí capté la idea.
Al principio me mantuve en una posición muy discreta. La cabeza me daba vueltas y hasta la charla más casual me dejaba la penosa sensación de que mis antecedentes eran, para decir lo menos, algo distintos de los de mis nuevos compañeros. Mientras otros jóvenes recién contratados hacían gala de sus hazañas amorosas durante el verano, ¿de qué les podía hablar yo? ¿De mi último retiro de silencio durante una semana, o de haber comprado mi primer traje que no fuera negro?
Fue gran fortuna mía y gran privilegio haber salido de la mejor compañía en un “negocio” para caer en la mejor compañía en otro: J.P. Morgan, que encabezó la lista de las empresas bancarias más admiradas que prepara la revista Fortune todos los años, menos en dos de los diecisiete que trabajé allí... dos hechos que (me apresuro a agregar) guardan una relación más casual que causal.
Un reto de liderazgo
Por poderosa que fuera la Casa de Morgan, luchábamos con una larga lista de retos que no eran exclusivos suyos ni del negocio de banca de inversión. Una cuestión fundamental surgía una y otra vez: cómo hacer que nuestros equipos desarrollaran un liderazgo capaz de mantener a J.P. Morgan a la cabeza de una industria sumamente competitiva. Yo serví a la empresa como director administrativo en Tokio, Singapur, Londres y Nueva York, y descubrí que nuestro reto de liderazgo no tenía fronteras geográficas. También tuve la suerte de servir sucesivamente en los comités gerenciales de banca de inversión que la firma tenía en el Extremo Oriente y en Europa, en los cuales mis colegas, que se habían preparado en las mejores facultades de administración de empresas del mundo y yo, que había hecho mi aprendizaje en un seminario, nos enfrentamos al mismo reto de contratar y formar equipos ganadores.
Contratábamos a ese tipo de individuos superinteligentes, ambiciosos y de voluntad recia a quienes Tom Wolfe califica de “amos del universo” en The Bonfire of the Vanities, y quienes, al igual que el protagonista, con frecuencia sufrían caídas estrepitosas. La sola inteligencia y la sola ambición no siempre se traducen en éxito perdurable. Algunos que mucho prometían trazaban una trayectoria meteórica en los cielos de Morgan, brillando primero en las tareas de moler números que se confían a los jóvenes “carne de cañón”, y luego estallaban al tener que enfrentarse a las tareas para “gente madura” que son parte integrante del liderazgo de una empresa. Algunos se aterraban al tener que tomar graves decisiones; otros aterrorizaban a quien se atreviera a tomar una decisión sin contar con ellos. Unos eran espléndidos administradores mientras solo tuvieran que manejar números, pero su repertorio gerencial les fallaba cuando se trataba de dirigir seres humanos pensantes y sensibles, que no son tan fáciles de manipular como los cuadros de proyecciones. Es una ironía que muchos se sintieran incómodos con el cambio y la innovación, cuando el incentivo que los había llevado a ese negocio había sido precisamente el ritmo acelerado de un banco de inversión, además, por supuesto, del señuelo de hacerse “ricos como cerdos gruñidores”. No solo era esta industria muy cíclica sino que a la vez la agitaba una ola avasalladora de realineación: cuando yo me retiré de Morgan, los diez bancos más grandes de los Estados Unidos habían pasado por alguna fusión transformadora.
Era evidente que solo unos pocos bancos saldrían como ganadores en nuestra cambiante industria de consolidaciones y los ganadores probablemente serían aquellos cuyos empleados pudieran asumir riesgos e innovar, trabajar armónicamente en equipo y motivar a sus colegas, y no solo quienes fueran capaces de hacer frente al cambio sino que lo impulsaran. En otros términos, el liderazgo separaría a los ganadores de los perdedores.
En Morgan tomábamos todas las iniciativas posibles para generar la actitud mental y la conducta que necesitábamos. En el curso de una de esas iniciativas yo experimenté una pequeña revelación. J.P. Morgan estaba instalando la “retroalimentación de 360 grados”, a la sazón una práctica de avanzada, en la cual se incorporaba en las evaluaciones anuales del desempeño no solo el aporte del jefe directo del empleado sino también el de sus subalternos y sus pares. Nos enorgullecíamos de ser una de las primeras compañías que aplicaban esta práctica a gran escala.
¿Era así?
¿No había visto yo esto antes en alguna parte? Recordé vagamente un tiempo remoto, en alguna galaxia muy distante, cuando yo vestía generalmente de negro y amaba la pobreza “como fuerte muralla de la vida religiosa”. La Compañía de Jesús también tenía algo así como la retroalimentación de 360 grados. En efecto, había lanzado su técnica 435 años antes de que la adoptara el banco más admirado de Fortune y el resto del mundo de los negocios de los Estados Unidos.
Una compañía multicentenaria
Viéndolo bien, los jesuitas también lucharon a brazo partido –y con mucho éxito– con otros problemas vitales que ha tenido que afrontar J.P. Morgan y que todavía ponen a prueba a las grandes compañías: la organización de equipos multinacionales que trabajen en armonía, la motivación de un desempeño ejemplar y el permanecer “listos para el cambio” y estratégicamente adaptables.
Es más: la Compañía de Jesús se lanzó en un ambiente que, aunque distante más de cuatro siglos de nosotros, guardaba notables analogías con el nuestro. Los viajes de descubrimiento abrían nuevos mercados mundiales y establecían vínculos permanentes de Europa con América y Asia. Se desarrollaba la tecnología de las comunicaciones: la prensa de imprimir de Gutenberg transformó el libro, que había sido un artículo de lujo, en un medio de información al alcance de todos. Se cuestionaron o se descartaron los métodos tradicionales y los sistemas de creencias cuando los reformadores protestantes organizaron la primera “competencia” amplia y permanente con la Iglesia católica y romana. Como la Compañía de Jesús se lanzó en ese ambiente tan complejo y siempre cambiante, no es extraño que sus arquitectos apreciaran la misma actitud mental y los mismos comportamientos que aprecian hoy las compañías modernas en ambientes igualmente turbulentos: la capacidad de innovar, de permanecer flexibles y adaptables, de fijar metas ambiciosas, de pensar globalmente, de actuar con rapidez, de asumir riesgos.
Cuando empecé a ver más allá del hecho obvio de que un banco de inversión tiene una misión distinta de la de una orden religiosa, pude visualizar estos no menos obvios paralelos y viendo bajo esta luz a Ignacio de Loyola y a sus primeros colegas, me convencí de que su manera de proceder para la formación de pensadores globales, innovadores, de grandes aspiraciones, capaces de afrontar riesgos y flexibles sí daba resultados. En cierto modo –me atrevo a decirlo– funcionaba mejor que los esfuerzos de muchas corporaciones modernas por hacer lo mismo.
La revelación me suministró el ímpetu para escribir este libro. Inicié el proyecto fascinado por el paralelo entre dos momentos muy distintos de la historia. Me intrigaba el reto de explorar lo que pudieran enseñarnos los sacerdotes del siglo xvi a los sofisticados hombres del siglo xxi sobre liderazgo y cómo hacer frente a un ambiente complejo y cambiante. Terminé el proyecto completamente convencido del valor y la actualidad de lo que nos ofrecen los primeros jesuitas.
Liderazgo revolucionario
Investigaciones recientes están validando algunos aspectos de las técnicas jesuíticas; por ejemplo, el vínculo entre el conocimiento de sí mismo y el liderazgo. Con seguridad a Loyola le complacería que al fin la investigación esté llegando al nivel de sus intuiciones, aun cuando todavía no estemos completamente identificados con él, ya que algunos aspectos del liderazgo de estilo jesuita suenan a cosa extravagante o de chiflados, como suenan a veces las nuevas ideas. Por ejemplo, Loyola y sus colegas estaban convencidos de que el hombre da su mejor rendimiento en ambientes estimulantes, de carga positiva (hasta aquí muy bien), de manera qu...