Razón, política y pasión
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Razón, política y pasión

3 defectos del liberalismo

  1. 100 páginas
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Razón, política y pasión

3 defectos del liberalismo

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"Razón, política y pasión" lleva a cabo una crítica del liberalismo desde el interior del liberalismo mismo, pues, tal como indica su autor, parte del supuesto de que es necesaria una teoría que pueda explicar y apoyar la movilización y la solidaridad democráticas, y tal teoría, si es que es posible, ha de ser una teoría liberal.Walzer analiza la desigualdad alojada, por así decirlo, en las asociaciones involuntarias, cuya importancia rara vez reconocen las teorías liberales, la experiencia real de la desigualdad y la "energía apasionada" sin la que no es posible oponerse a las estructuras sociales y los órdenes políticos que sostienen la desigualdad.

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Información

1

Asociaciones involuntarias

Todas las personas que conozco están formando asociaciones continuamente. La libertad para juntarse a su arbitrio con personas de toda condición goza entre ellos de la mayor estima. Con buenas razones, por supuesto: la libertad de asociación es un valor central, un requisito fundamental de la sociedad liberal y de la democracia política. El error llega, sin embargo, cuando se pretende generalizar este valor y crear –ya sea en la teoría o en la praxis– un mundo en el que todas las asociaciones sean voluntarias, una unidad social formada, en su totalidad, por unidades sociales fundadas libremente. La imagen ideal de individuos autónomos que eligen sus vínculos libremente, o que incluso eligen no tener ningún tipo de vínculos, es un buen ejemplo de mal utopismo. Los sociólogos nunca le han visto ningún sentido, y dentro de la filosofía moral y política debería producir el mismo escepticismo. Ninguna sociedad humana podría vivir si no tuviera otro tipo de vínculos. Ahora bien, ¿cómo se puede justificar ese otro tipo de vínculos frente a hombres y mujeres que proclaman ser libres? ¿No exige la libertad que rompamos todas las ataduras que no hayamos elegido ni estemos eligiendo ahora? Las asociaciones que no son voluntarias, los sentimientos que esas asociaciones provocan, los valores que inoculan, ¿no representan ya, de por sí, una amenaza para la sociedad liberal?
Voy a defender la tesis de que nada necesita la libertad con más urgencia que la posibilidad de sacudirse los vínculos forzosos; pero que, sin embargo, no toda disolución efectiva de esos vínculos es buena, ni tenemos que tomárnosla siempre a la ligera. Hay muchos grupos muy valiosos de los que no nos hacemos miembros voluntariamente, hay muchas obligaciones vinculantes que no son de ningún modo resultado de nuestra aprobación, y muchos sentimientos gozosos e ideas de provecho entran en nuestra vida sin ser resultado de nuestra elección. Podemos imaginarnos una vida humana tal, y las múltiples vidas humanas habituales en las que está insertada, como «construcciones sociales» en las que como individuos, hacemos nuestra mezcla. No podemos imaginarnos de modo verosímil una vida que hubiéramos creado nosotros íntegramente. Nos sumamos a un grupo, formamos asociaciones, organizamos y somos organizados en el marco de constricciones más complejas. Estas constricciones adoptan formas diferentes, de las cuales al menos algunas tienen su propio valor y son legítimas. Recordemos las célebres frases de Rousseau en el primer capítulo del Contrato social: «El hombre ha nacido libre, y por doquiera está encadenado [...] ¿Cómo se ha producido este cambio? Lo ignoro. ¿Qué es lo que puede hacerlo legítimo? Creo poder resolver esta cuestión»1. Pues bien: la primera frase es falsa; no hemos nacido libres.
Y como no hemos nacido libres, tampoco hemos nacido iguales (cosa que es quizá más evidente). La asociación involuntaria es la razón más inmediata de la desigualdad, pues ata a los hombres a lugar determinado, o a una serie de lugares en la jerarquía social. La autonomía liberal se presenta con la promesa de que va ha romper esas ataduras, permitiendo a los individuos hacer sus elecciones o, al menos, aspirar a ocupar los lugares que deseen. Pretende que, de este modo, no sólo hará más libre y móvil a una sociedad, sino también irá haciendo cada vez más iguales a los hombres y las mujeres. Pero ésta es una promesa falsa. Pues la jerarquía social sólo puede llegar a ser puesta realmente en cuestión cuando reconocemos la realidad de las asociaciones involuntarias y operamos sobre ella. Es una estupidez negarla, y es imposible eliminarla. La asociación involuntaria ha sido y será siempre uno de los rasgos fundamentales de la existencia social, y quienes se manifiestan en favor de la igualdad son tan ineludiblemente criaturas suyas como quienes luchan por ser libres.
II
Voy a tratar más de cerca cuatro tipos de constricciones sobre las que no podemos disponer. Las cuatro se presentan ya muy temprano en nuestras vidas. Nos obligan, incluso nos fuerzan a participar en asociaciones de diverso tipo. Y restringen también nuestro derecho a abandonarlas, aunque en una sociedad liberal no pueden eliminar del todo ese derecho. Sobre las dos primeras han escrito los sociólogos, mientras que los filósofos que se han ocupado de teoría política y moral tendrían algo que decirnos acerca de las dos últimas. Creo que será útil considerar en qué consiste la constricción de cada una.

1. La primera constricción es de naturaleza familiar y social. Nacemos ya como miembros de un grupo de parentesco, de una nación o un país y de una clase social; y nacemos con un sexo. Tomados conjuntamente, los cuatro elementos de la constricción ejercen una amplia influencia en el tipo de personas con las que nos uniremos el resto de nuestra vida (incluso si no podemos soportar a nuestros parientes, si el amor a la patria nos parece sentimentalismo barato y si no llegamos a tener nunca conciencia de pertenecer a una clase o ser de un sexo). A la mayor parte de nosotros también se nos bautiza o se nos circuncida muy temprano, siendo todavía lactantes, y pasamos en la adolescencia por la confirmación o el bar-mitzvah, con lo que se nos introduce en uno u otro tipo de asociación religiosa. Se trata de un ingreso concreto y no voluntario del que resultan, como se suele enseñar a los niños, derechos y obligaciones. Pero los padres inician también a los hijos en la vida de un modo más indirecto que la socialización religiosa y política fuera de casa y que la experiencia cotidiana de la pertenencia a una clase o un sexo. –Todo ello crea presupuestos biográficos que luego, en la edad adulta, favorecen determinadas asociaciones, y no otras. En los últimos años se escribe mucho acerca del fracaso de la familia, pero la verdad es que la mayor parte de los padres tienen un éxito notable en educar a sus hijos de manera que luego se parezcan mucho a ellos. Por desgracia, eso es muchas veces un signo de su fracaso, como cuando, por ejemplo, los padres de clase baja no son capaces de abrirles a sus hijos el camino hacia la sociedad de gente bien o la clase media. De todos modos, la mayor parte de los padres no quiere que su prole se aleje mucho de ellos, sino que prefieren unos hijos a los que puedan mirar como propios. En la mayor parte de los casos, lo consiguen. También es verdad que no lo logran por sí mismos, sino que encuentran en su entorno apoyos para ello.
Los jóvenes pueden romper con su medio, pueden liberarse de los vínculos familiares y de las relaciones sociales, pueden vivir fuera de las convenciones sexuales de la sociedad. Pero sólo a un precio que la mayor parte de ellos no está dispuesto a pagar. Por eso, los vínculos de los padres son, con mucho, los mejores indicadores de los vínculos que ellos mismos establecerán más adelante, tal como llevan mucho tiempo constatando los politólogos al investigar la militancia política y el comportamiento electoral. Aunque la cultura política de América le asigna un elevado valor a la «independencia», la mayoría de los hijos están dispuestos a seguir el modelo de los padres. Y, del mismo modo que los electores demócratas o republicanos son, con toda probabilidad, hijos de padres que votaban, respectivamente, a los demócratas o los republicanos, también los electores independientes tenían, con muy alta probabilidad, padres que votaban a los independientes2. A la hora de elegir religión puede esperarse todavía con mayor seguridad que la pertenencia de los padres a una comunidad religiosa les predetermine aún con más fuerza. Incluso podría afirmarse que, en el caso de la religión, «elección» no es, seguramente, la palabra más adecuada. Resulta notable lo efectivos que son los rituales en la edad temprana para asentar los vínculos religiosos. Por eso, para la mayor parte de las personas sería más exacto describir la filiación religiosa como una herencia. Es verdad que algunas prácticas protestantes como el bautismo de adultos o el llamado renacimiento en el evangelio se proponen romper ese modelo, y hasta cierto punto, lo consiguen. Desde un punto de vista histórico, estas formas han resultado muy útiles para la práctica de la asociación voluntaria3. Sería interesante, sin embargo, averiguar qué porcentaje de los cristianos renacidos son hijos de sus padres espiritual y físicamente: nacieron de ellos y renacieron de ellos también.
Los hombres y las mujeres se integran en asociaciones que confirman su identidad, no en las que la ponen en cuestión. Y sus identidades son, casi siempre, algo recibido de su padres y de los amigos de sus padres. En tanto que individuos, pueden desprenderse de ellas y someterse a un arduo proceso de autoformación, como hizo el Abraham bíblico, el cual, según una leyenda postbíblica, destruyó los ídolos de su padre. O como el peregrino Christian de John Bunyans en el texto clásico del protestantismo inglés, Pilgrim Progress, el cual abandonó a su mujer y sus hijos, tapándose los oídos para no escuchar su gritos, decidido a buscar el solo la meta de su redención. Si no hubiera personas como estas, el cambio social sería inimaginable, pero si todo el mundo fuera así, tampoco sería pensable la sociedad misma. El propio Abraham no animó a su amado hijo, Isaac, a comportarse con una rebeldía semejante. A diferencia de su padre, Isaac perteneció desde su nacimiento a la alianza con Yahvé; lo cual le hacía, quizá, menos admirable que Abraham, pero muchísimo más de fiar. Y los lectores de Bunyan acabaron por obligarle, en una continuación del Pilgrim Progress, a llevar a la mujer y los hijos de Christian por el camino que había llegado a a ser el peregrinaje estereotípico a entrar en la comunidad de los santos4. La única ruptura con el mundo paterno que la mayoría de los padres están dispuestos a apoyar es –al menos en las sociedades modernas– la movilidad social, o bien, dicho de otro modo, el ascenso en las jerarquías establecidas. A pesar de lo cual, la mayor parte de los hijos tiene una movilidad más bien moderada (hacia arriba o hacia abajo). Al igual que la vinculación política o religiosa, la posición de clase también se mantiene a través de las generaciones. La causa de ello debe buscarse, en parte, en la pervivencia de obstáculos externos a la movilidad social, que, con buenas razones, nos gustaría erradicar en favor de la «igualdad de oportunidades». Pues, aunque las estructuras de subordinación tienden a reproducirse, es posible ponerlas en cuestión y transformarlas. Pero también hay obstáculos internos o inhibiciones que se oponen a la movilidad social y que tienen que ver con la renuencia de los hijos a olvidar la solidaridad de clase y a romper con su entorno social. Se explica con ello su propensión a organizar libremente su vida en una sociedad y en una cultura que es la suya. Desde luego, esta propensión no se da en todas las personas, pero sí está muy claramente marcada en la mayoría de ellas.
Las asociaciones formadas, o a las que uno se suma, a partir de un trasfondo dado pueden aún describirse como voluntarias. Concedamos, sin embargo, que esta descripción es, en el fondo, particular e incompleta. Así nos lo parecerá cuando hayamos reflexionado sobre el punto siguiente de mi lista.

2. La segunda constricción consiste en el hecho de que las formas de asociación disponibles están determinadas culturalmente. Los miembros de las asociaciones pueden elegirse entre ellos, pero rara vez pueden tener alguna influencia cuando se trata de la estructura y el estilo de su asociación. Buen ejemplo de esto es el matrimonio. Que dos personas decidan casarse puede significar que se han encontrado de verdad íntimamente; pero el significado del matrimonio no está definido por esas dos almas que se encuentran. El matrimonio es una práctica cultural. Los cónyuges aceptan su significado y las obligaciones que lleva consigo en el momento en que se toman uno a otro como marido y mujer. Los acuerdos y pactos que hayan realizado antes del matrimonio sólo tocan los detalles. Del mismo modo, los hombres y las mujeres que funden un club, un partido o un sindicato, pueden realizar libremente asambleas y elaborar sus propias directrices. Pero su asociación se parecerá extraordinariamente a las de sus conciudadanos de la calle o del barrio de al lado: habitualmente, los estatutos de una asociación se redactan según un modelo estándar5.
Es claro que, en épocas de crisis y cambio cultural, los individuos con un carácter creativo llegan a desarrollar nuevas formas de asociación, bien que sólo después de muchos errores iniciales e intentos fallidos. También ocurre con frecuencia que se critican y se transforman desde dentro las desigualdades estructurales de las formas más antiguas. Pero lleva su tiempo superarlas. E incluso después de ese largo período de cambio es más bien improbable que se de una realización completa de la visión crítica que había detrás de ese esfuerzo. Además, la transformación puede tener lugar en una dirección distinta. La regla, no obstante, es la de la continuidad –por imitación o repetición– interrumpida periódicamente por intentos de reforma que las asociaciones más diversas quieren atribuir a sus principios supremos. Y en cuanto a los principios mismos, son objeto de lealtad antes de convertirse en objeto de elección6.
Lo mismo ocurre con la capacidad de asociarse. Es una capacidad que se admira y se imita, pero no resulta de una elección previa. No somos nosotros quienes decidimos aprender las cualificaciones sociales y políticas que hacen posible la asociación. Al igual que las directrices y los principios, esta cualificación es un talento cultural. El padre, o la madre, o los mayores, poseen esa cualificación y la transmiten sin necesidad de aplicar esfuerzo alguno. Mi primera asociación fue un pequeño grupo de niños de ocho años, los «Cuatro Amigos Para Siempre», una asociación que duró diez meses y de la que aprendí mucho para la siguiente. En una cultura que valora positivamente el espíritu de asociación y la competencia que lo pone en práctica, el que un grupo se deshaga produce más estímulo que desilusión.
Así, pues, nuestra vida en asociaciones está determinada desde la base por cosas de las que no podemos disponer. La gente se reúne con un fin concreto, descubre que tiene un interés común, se pone más o menos de acuerdo sobre una línea de argumentación y funda una organización. Como tal organización, es muy parecida a las otras, y sólo por eso sabemos lo que estamos haciendo. Por eso, también, los otros grupos que ya existen registran cómo llevamos a cabo nuestro proyecto y se enteran muy pronto de si somos posibles competidores o aliados, o ningu...

Índice

  1. Índice
  2. Introducción
  3. 1. Asociaciones involuntarias
  4. 2. Algo más que deliberar, ¿no?
  5. 3. Pasión y política
  6. Agradecimientos