Position Paper
La reputación de las universidades
Víctor Pérez-Díaz y Juan Carlos Rodríguez
Analistas Socio-Políticos
1. El debate sobre la reputación de las universidades
En el debate público y en el académico, sobre todo en el mundo desarrollado, los últimos tres lustros han sido testigos de un renovado interés por la cuestión de la reputación de las instituciones de educación superior. Los gobiernos se preocupan por si las universidades de sus países se sitúan o no en puestos destacados de los rankings internacionales de reputación. Los académicos utilizan esas posiciones como indicio de calidad de los sistemas universitarios. Los dirigentes de las universidades incorporan la gestión de la imagen y la reputación de su universidad a sus quehaceres, ocupados en muchos países en una creciente competición por atraer estudiantes (y sus matrículas), profesores y recursos para la investigación. Los profesores con más ambición académica e investigadora aspiran a desempeñar su trabajo en las instituciones con más reputación.
Probablemente, los dos factores más importantes para entender la recuperación del concepto de reputación universitaria en la discusión pública son, por una parte, las transformaciones en que están inmersos muchos sistemas de educación superior, y que les conducen por la línea de una mayor competencia entre universidades. Y, por otra, la disponibilidad de unas herramientas de medida de la reputación que han despertado un consenso bastante amplio entre los partícipes en el debate público sobre la universidad, esto es, los rankings universitarios.
Mayor competencia entre las universidades
En bastantes países, comenzando por los anglosajones, una variedad de razones explica que las universidades hayan sentido la necesidad de competir entre sí por estudiantes, profesores y recursos financieros. Mencionaremos dos de las principales: la mayor escasez de fondos públicos y las reglas de la distribución de fondos para la investigación.
Probablemente, la fundamental sea la mayor escasez relativa de fondos públicos, derivada de las limitaciones fiscales que los estados de muchos países desarrollados han alcanzado en las últimas décadas. En muchos de esos lugares, la financiación pública de las universidades no crece como en el pasado o, incluso, decrece, de modo que las universidades se enfrentan a una nueva tesitura, que implica combinaciones variables, y no necesariamente estables, de las dos decisiones siguientes. Por una parte, pueden ajustar sus gastos a unos ingresos más limitados. Por otra, pueden recurrir más a fuentes de ingresos no públicas, es decir, en lo esencial, a las matrículas sufragadas por los estudiantes.
El problema es que no es tan fácil ajustar gastos si lo que se pretende es atraer a más estudiantes y/o que los que, en cualquier caso, se verían atraídos afronten precios más elevados de sus matrículas. Los gestores universitarios pueden intentar persuadir a esos estudiantes de que los costes de su formación son los que son, de que la financiación pública (en su caso) llega hasta donde llega, y de que, por tanto, si el estudiante quiere beneficiarse de esa formación, ha de sufragar por sí mismo una proporción mayor de esos costes. Pueden intentar convencerles, además, recordándoles que la mayor parte del beneficio que se consigue con una educación superior revertirá en sus ingresos o en su estatus social futuro, y solo una parte menor tendrá una cualidad de bien público, revirtiendo en el conjunto de la sociedad.
Pueden intentarlo y conseguirlo sin mayores dificultades, o pueden intentarlo y afrontar obstáculos de relieve. Tal ocurre en bastantes países europeos, en los que las resistencias y las movilizaciones del alumnado a lo que en España conocemos como “subida de tasas” pueden hacer que los gobiernos o las universidades de turno no se atrevan a llevar a cabo las subidas previstas.
Los gestores universitarios también pueden combinar el intento de persuasión con una oferta universitaria mejor o más vistosa, lo cual tiende a implicar un aumento de los gastos, complicándose de este modo la decisión de los ajustes. Algo así ha debido de ocurrir en el sistema universitario estadounidense, caracterizado por una gran inflación de precios universitarios en las últimas décadas, no necesariamente ligada a una mayor calidad de la oferta, y sí muchas veces asociada a elementos no centrales de la experiencia universitaria, y que no sería inapropiado calificar como “lujos” o “extras”. De todos modos, ni siquiera hay que referirse al crecimiento de estos gastos suntuarios para entender por qué una mejor oferta suele implicar más gastos: si se quiere contar con mejores profesores, hay que ofrecerles la suficiente remuneración.
También pueden, efectivamente, aplicar una política de ajuste de gastos, y, por ejemplo, reducir los costes salariales del profesorado. En Estados Unidos ello ha implicado una creciente contratación de profesores a tiempo parcial, con salarios bajos, con pocas o ninguna perspectivas de alcanzar la estabilidad (tenure), etc., y encargarles la enseñanza de los undergraduates, reservando a los profesores de más categoría la investigación y la enseñanza de los estudiantes de postgrado. El problema es que gran parte de los fondos a los que pueden acceder las universidades privadas y públicas en Estados Unidos dependen de mantener flujos suficientes de undergraduates, a quienes difícilmente puede atraerse, a la larga, ofreciéndoles una experiencia universitaria de segundo nivel.
Obviamente, en contra de una política de ajuste a fondos limitados también juegan los intereses del profesorado, que, como regla general, tenderá a resistirse a menguas en sus ingresos o a pérdidas en su poder adquisitivo.
En definitiva, la mayor escasez de fondos públicos aboca a las universidades a contar más con los fondos provistos por los estudiantes y sus familias, y, por tanto, a competir más por ellos. No olvidemos, por otro lado, que buena parte de la financiación pública está cada vez más ligada, precisamente, al número de estudiantes que se consigue atraer. Asimismo, el reparto de los fondos públicos (y privados) para la investigación que llevan a cabo las universidades en sus distintas encarnaciones (investigadores individuales, equipos o redes de investigación, institutos de investigación, etc.) adopta cada vez más la forma de una asignación competitiva. Al menos, cabe recordar dos de sus formas. Por una parte, la remuneración de los profesores o de los departamentos, según los países, está más vinculada a sus resultados investigadores, es decir, en última instancia, a sus publicaciones científicas en las revistas del prestigio adecuado. Por otra, instituciones nacionales (como la National Science Foundation estadounidense) o internacionales (como el European Institute of Technology and Innovation) financian proyectos individuales (o redes de innovación, en el caso de la institución europea) de manera competitiva, normalmente incluyendo procedimientos de revisión por pares. De este modo, las universidades, en la medida en que pretendan desempeñar tareas de investigación de cierto nivel, han de competir entre sí, por así decirlo, por el talento investigador, esto es, por contar con profesores e investigadores de la calidad suficiente como para conseguir, de un modo u otro, los suficientes fondos de investigación.
En última instancia, si las universidades han de competir más entre sí, no tienen más remedio que entender cómo son percibidas por los distintos públicos relevantes en esa competición, esto es, el alumnado, el profesorado, los financiadores públicos o privados, y el resto de las universidades. Es decir, no tienen más remedio que preocuparse por su reputación, y ocuparse de ella.
El instrumento de medida: los rankings
Más adelante nos ocuparemos con más detalle de los rankings universitarios. Aquí tan solo tratamos de su relevancia en el resurgimiento del debate sobre reputación universitaria. Lo fundamental es que, en el entorno más competitivo que acabamos de describir someramente, han proporcionado indicadores de reputación útiles para muchos de los partícipes en la discusión.
Los que han acabado teniendo más relevancia en la discusión pública internacional sobre la capacidad de innovación de los países, sobre la calidad de sus sistemas universitarios, sobre la competición internacional por el talento, etc., son, obviamente, los rankings internacionales, en los que se evalúa a universidades de muchos países. Su facilidad de adopción como medida de reputación probablemente ha tenido que ver con su relativa simplicidad, no ya en su metodología (que puede no ser tan simple) cuanto en el producto final: la calidad universitaria resumida en una única puntuación que se publica en años sucesivos. Ello tiene dos ventajas. Por una parte, permite ordenar a centenares de universidades de mayor a menor calidad, de modo que cada universidad percibe con relativa facilidad su posición en el ranking y los observadores pueden emitir juicios sobre los sistemas universitarios de cada país calculando la posición media de sus universidades o, simplemente, comprobando cuántas de ellas están en posiciones de privilegio. Por otra parte, permite observar la evolución de esas posiciones a lo largo del tiempo, convirtiéndose, de este modo, la publicación de los rankings en una suerte de acontecimiento anual no solo en los debates académicos y públicos antedichos, sino, incluso, en la discusión pública en general. Se trata de ventajas o efectos similares, salvando las distancias, a los que tiene la publicación de los datos de PISA relativos a la educación general.
Los rankings internacionales han servido, de este modo, como input en las consideraciones sobre reputación universitaria que unos y otros hacen, pero también como medida de esa misma reputación. A este respecto, cabe citar el muy reciente Times Higher Education World Reputation Ranking, dedicado específicamente a medirla desde el año 2011.
No olvidemos, en todo caso, que los rankings internacionales fueron los segundos en entrar en escena. Sus antecesores son de carácter nacional, y se empezaron a publicar en Estados Unidos en la década de los ochenta del siglo pasado. El origen del fenómeno de los rankings es el “America’s best colleges report” de la revista U.S. News & World Report, publicado por primera vez en 1983 y publicado anualmente desde 1985. Lo traemos aquí a colación porque, por una parte, uno de sus productos es, efectivamente, un ranking de universidades (colleges), pero también porque no se limita a ofrecer esa clasificación, sino que proporciona una información bastante más rica, que utilizan los estudiantes en su elección de universidad. Esa riqueza de información, heredera de la tradición de las guías comparativas de universidades que todavía siguen publicándose, y que los estudiantes la tengan en cuenta en sus decisiones apela a una idea de la reputación universitaria más compleja que la que han acabado por transmitir los rankings, y que es la que pretendemos desarrollar en este trabajo.
2. Relevancia del concepto de reputación
Con el tiempo, la discusión sobre la reputación universitaria podría acabar desapareciendo como una moda pasajera, como una temática propia de tiempos financieramente agitados, o como mera respuesta a la existencia de unos datos (los rankings) que reclaman una toma de postura de los actores interesados. Sin embargo, no es probable, pues la reputación de las universidades (como tales, o de sus escuelas o facultades, o de sus investigadores y profesores), como la reputación en otros ámbitos de la vida, es un fenómeno social de mucho más calado.
El reverdecer de la discusión sobre reputación podría no dar mucho más de sí, pero ello no sería óbice para que la reputación de las universidades no siguiera siendo relevante, como lo ha sido siempre, en mayor o menor medida. Más adelante aclaramos lo que entendemos por reputación en general y por reputación universitaria. Baste ahora un apunte somero que nos sirva para discutir su relevancia. En última instancia hablar de reputación de una institución o de un individuo remite a lo que los demás piensan de ella o de él, lo cual, obviamente, nunca ha podido dejar de tener efectos.
La reputación es, en última instancia, una de las monedas de curso corriente principales en lo que podríamos denominar “mercados universitarios”.
Pensemos, sin ir más lejos, en el mercado de la elección de centro por parte de los estudiantes, que probablemente ha adoptado su forma más plena en Estados Unidos. ¿Qué factores intervienen en la elección de un college? Por lo pronto, influyen las preferencias del estudiante por un tipo de college u otro, uno de dos años o uno de cuatro años, uno más orientado a futuros estudios de postgrado u otro más orientado al mercado de trabajo, etc., todo esto, claro está, dentro de un marco de preferencias por un ámbito del saber o de las profesiones más o menos determinado. En segundo lugar, hay que tener en cuenta los condicionantes económicos, vinculados estrechamente, incluso en Estados Unidos (uno de los países con más movilidad geográfica del mundo), a la conveniencia de trasladarse a otra ciudad o no hacerlo. En tercer lugar, influyen consideraciones de calidad, algo difícil de medir, pero en lo que los estudiantes americanos cuentan con la ayuda de guías comparativas y rankings como el de U.S. News & World Report. En cuarto lugar, influyen los consejos de profesores y familiares. Por último, y sin ánimo de ser exhaustivos, pueden influir consideraciones relativas a la reputación de los centros que ofrecen los estudios que se quiere cursar, de la cual se tiene noticia, sobre todo, por el puesto del centro en el ranking correspondiente (Bowman y Bastedo 2009), pero no se limita a ello, por dos razones. Primera, porque el juicio de reputación que se hace el estudiante no se limita a reaccionar a la información provista por esos informes, sino que tiene en cuenta la que puede obtener en múltiples conversaciones e indagaciones con otras instituciones y/o personas. Segunda, porque los aspectos de la reputación (y de la calidad, claro) que pueda tener en cuenta ese estudiante, y los pesos relativos que tengan dichos aspectos en su juicio, no tienen por qué coincidir con los estimados por esas publicaciones.
Lo anterior, con las modulaciones nacionales y locales correspondientes, se aplica a la elección que efectúan los estudiantes en otros países. Incluso puede ocurrir que, en ausencia de los ricos indicadores que proporcionan las guías o los rankings, los estudiantes presten todavía más atención a la reputación de unos u otros centros, es decir, a lo que se dice o, más bien (en ausencia de información comparada), se rumorea de ellos en los círculos de referencia de esos estudiantes (sus familias, sus co...