1. LA CORONA DE PAPEL
Margaret – marzo de 1998
Una lluvia helada salpicaba la ventanita cuadrada del Boeing cuando éste aterrizó, deslizándose por la pista hasta detenerse. Recuerdo que era marzo y que hacía frío. El 12 de marzo de 1998, cumpleaños 98 de mi madre. Yo tenía en el regazo dos docenas de rosas rojas, sus flores favoritas. La cabeza estaba a punto de estallarme, la nariz me goteaba, por una gripe de la que apenas me estaba reponiendo.
Afuera, el aire helado me azotó la cara. Se me hicieron gotitas de hielo en las pestañas. Yo vivía en Florida, donde siempre hace buen tiempo y la playa es blanca como la sabanita de un bebé.
–¿Taxi, señora? ¿Dónde están sus maletas?
–No tengo maletas –dije, mientras me acomodaba en el asiento trasero, con la esperanza de que la calefacción estuviera puesta. No lo estaba.
–¿Adónde la llevo?
–Al Asilo Armenio –le di un papel con la dirección.
–Sé dónde está. He sido taxista en este barrio desde hace cuarenta años. Tuvo suerte. Muchos de los nuevos ni conocen el barrio ni hablan inglés.
Era un viejo delgado de pelo gris, que mascaba chicle de una manera muy irritante. Olía a hot dog de Nathan y a colonia Aqua Velva. Tenía una sonrisa agradable.
En el tarjetón de identificación leí su nombre, Seymour Berman. Yo había adquirido el hábito de revisar el nombre de los choferes de taxi cuando vivía en Nueva York. Era a la vez una medida de seguridad y una forma de socializar. A veces, si un nombre me sonaba armenio, le preguntaba al taxista su ascendencia. Si atinaba, platicábamos de la música y la comida armenias, y de qué parte de la vieja patria provenía su familia.
En una ocasión un chofer cuyo nombre me había parecido armenio me dijo que era turco.
–¿Usted es armenia? –preguntó.
Yo oculté el temblor de las manos hundiéndolas en los bolsillos. Perlas de sudor me aparecieron en la frente y me resbalaron lentamente a lo largo de la nariz. Me aterraba decirle que era armenia.
–No, no lo soy. Pero tengo una amiga armenia que me dijo que el “ian” al final de un apellido significa que éste puede ser armenio.
¿Por qué negaba mi ascendencia? ¿Por qué me daba terror aquel chofer turco?
Me deshice del malestar con un gesto de la cabeza mientras el señor Berman se abría camino a través de las calles vecinales, rozando peatones, camiones de carga y carritos de verduras. Mucha gente llevaba grandes bolsas llenas de barras de pan y frutas: tomates rojos como las esferas navideñas, melones de piel rugosa. Hacía muchos años mamá llevaba la compra de la misma manera.
En mis recuerdos había una calle parecida a la que ahora atravesábamos. Por entonces yo vivía en el Bronx con mis padres, Ester y Albert Ajemian. Aunque tenía dos hermanas, Rose y Alice, yo me sentía hija única, pues ellas eran mucho mayores y teníamos poco en común.
Eso había sido en el decenio de 1940, época en que la compra de la comida era una tarea cotidiana. La carne de res y de pollo era fresca, no congelada. Las verduras se apilaban en los puestos, donde las amas de casa las inspeccionaban con detenimiento, a fin de elegir con su propia mano la mejor espinaca, verde y brillante, la calabaza de piel tensa y amarilla, los ejotes.
Docenas de pollos aleteaban dentro de corrales de alambre, ignorando la cercana ejecución. Un día mamá me pidió que eligiera yo el pollo para la cena. Un hombre robusto con el cabello negro, largo y tieso como el de un puercoespín, y con un delantal salpicado de sangre, se inclinó para atrapar el ave que yo había elegido. Agarrando con una mano la cabeza de mi pollo, la rebanó y la dejó caer al suelo cubierto de aserrín. Un chorro de sangre saltó del pescuezo del pollo. Esa noche no quise cenar. Jamás volví a elegir un pollo para la cena.
El taxi entró en la explanada circular de la que en el pasado había sido una mansión elegante. Ahora, en torno a ésta se alzaban altos edificios de departamentos. De las ventanas colgaban prendas recién lavadas de todos los colores, revoloteando en el fuerte viento como banderas. En su día esa mansión debió de haber sido espléndida, pero ahora la argamasa desmoronada entre los viejos ladrillos apenas se veía bajo la hiedra demasiado crecida. La pintura de los marcos de las ventanas estaba algo desconchada, pero las plantas del jardín mostraban el tierno cuidado de un jardinero que sabía su oficio. Un letrero a la entrada del edificio decía que era un asilo de ancianos. La puerta de madera estaba recién pintada. Dos columnas coloniales de color azul pálido encuadraban la pulcra puerta blanca.
–Su madre está en el solárium –me dijo la recepcionista–. No le dijimos que usted iba a venir.
–¿Por qué no?
–A veces los familiares dicen que vendrán a verlos y no llegan. Cuando eso sucede algunos de los residentes se ponen a llorar.
Me indicó con la mano el rumbo del solárium y se fue dejando detrás de sí un aroma de talco White Shoulders. Atravesé la primera habitación tras el área de recepción, y observé a varias ancianas y un anciano. Estaban sentados en sillones de madera, mirando fijamente al frente como si no esperaran nada. Yo sentí que necesitaba respirar aire fresco. Volví a salir.
Las ramas deshojadas de los robles del jardín estaban cubiertas con un delgado velo de escarcha blanca, se entretejían y retorcían. Parecían una masa de brazos y piernas torcidos y huesudos. Me recordaron los montones de cadáveres que había visto en las fotografías del genocidio armenio de 1915.
Sobre el jardín pesaba una densa atmósfera gris. El aire tenía un olor dulce y fresco, como sucede a veces antes de una nevada. Me pregunté si estaría a punto de nevar. ¿Cuántos centímetros de nieve caerían? ¿Nevaría en esos momentos en Amasia, la población de Turquía donde nació mi madre? Tengo que controlarme.
Volví a entrar. Rodeé el vestíbulo, entré al solárium y me detuve en el centro, dejando que el fulgor difuminado del sol del atardecer bañara mi cuerpo. Junto a las paredes se alineaban viejos sillones de cuero verde. Un barniz fresco le daba suave brillo a los viejos y gastados mosaicos del piso. Largas mesas de banquete y grupitos de cuatro o seis sillas de madera se hallaban aquí y allá en la amplia habitación.
Justo del lado derecho de la entrada había un altar que a cualquier iglesia le daría orgullo poseer. Un bien almidonado mantel tejido a gancho se extendía pulcramente sobre la mesa. Dispuestos con esmero, encima había dos candelabros, un incensario, una gran Biblia con una cruz de oro grabada en la cubierta de cuero, y un cáliz cubierto con una servilleta de lino blanco. Todos los domingos se celebraba misa para los residentes.
Vi a mamá. Estaba sentada junto a una dama delgada de cabello blanco a un lado de la habitación, lejos de los demás residentes. El cabello de mamá era corto y lacio. Había desaparecido el pelo suavemente ondeado sobre las orejas. A ella no le gustaba peinarse así. Me acerqué y quise decirle, ¿quién te cortó el pelo? ¿Por qué permitiste que te lo dejaran tan corto?
Pero no se lo dije.
–Margaret, ¿eres tú? ¡Sí, sí, eres tú! Miren todos, mi hija Margaret ha venido a verme –dijo en armenio, batiendo palmas como una niña–. Ha venido desde Florida para verme.
Luego, como si se le ocurriera en ese momento, se volvió hacia mí.
–¿O viniste en coche desde Pennsylvania? Mi hija tiene dos casas –les presumió a todas las señoras a su alrededor–. Me hace tan feliz verte.
Mamá le hablaba en armenio a todo el mundo. Durante la mayor parte de su vida había hablado inglés, pero aquí en el asilo armenio para ancianos había retornado a su lengua natal. Mamá camaleón. Era capaz de pasar de un idioma al otro en cualquier momento, de acuerdo con las circunstancias.
Allí está la clave, pensé. Es así como pudo sobrevivir. Supo adaptarse. Viviendo su vida siempre en el momento presente pudo asumir situaciones imposibles y reaccionar adecuadamente ante ellas. Ése era su don. Muchas veces me había dicho: “Lo importante no es lo que te suceda en la vida, sino cómo reaccionas ante las cosas. Debes tomar lo bueno con lo malo y jamás mirar atrás”.
Mamá me pareció tan pequeña, tan frágil. Aunque los ojos le brillaban de entusiasmo, su cutis se veía marchito. Era como si los huesos estuvieran cubiertos con pergamino. Su frágil pecho palpitaba con la respiración. Tomé suavemente su mano entre las mías, una mano huesuda, cerúlea. La piel estaba más arrugada de lo que yo recordaba. Le rodeé los dedos con los míos.
–Ay… ¡Me haces daño! –dijo mamá. Le solt...