Govindo
eBook - ePub

Govindo

El regalo de Madre Teresa

  1. 192 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Govindo

El regalo de Madre Teresa

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

En 1996 Marina Ricci, periodista de una conocida televisión italiana, es enviada a Calcuta mientras Madre Teresa afronta una grave enfermedad. Muchos piensan que se aproxima el momento de su muerte. La periodista visita así el orfanato atendido por las religiosas de Madre Teresa, y allí conoce a Govindo. El pequeño está gravemente enfermo y ninguna familia quiere adoptarlo. Probablemente por eso Madre Teresa suele manifestarle una especial predilección. La autora decide acogerlo y convertirlo en uno más de su familia. Inicia así un camino que cambiará su vida, la de su marido y también la de sus hijos. Gogo, como todos lo llaman, sufre un proceso degenerativo, no camina y apenas crece, pero esto no le impide amar y ser amado, e ir dejando a su alrededor una huella realmente imborrable...

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Govindo de Marina Ricci en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literature y Literature General. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2017
ISBN
9788432148187
Edición
1
Categoría
Literature
GOVINDO.
EL REGALO DE MADRE TERESA
1.
NO TENÍA NINGUNA INTENCIÓN DE IR A CALCUTA. Cada vez que lo pienso, lo recuerdo de ese modo. Siempre ha sido así. Cuando me hablaban de hacer un viaje y me miraban entusiasmados, como diciendo: “Vaya, ¿estarás contenta, no?”, se mezclaban en mi interior un poco de rabia y un poco de preocupación. Al principio nunca me sentía contenta. Si acaso, sucedía durante el viaje, o después. Por lo demás, sé que he sido una periodista anómala. Más ama de casa que enviado especial, y por eso, siempre angustiada por los mil problemas de la casa y de los hijos, que debían arreglárselas solos; pensaba además en mi marido —también periodista—, a quien dejaba puntualmente en la estacada. Pero, en el fondo más profundo, arde una llama. Todavía me sigue sucediendo, ahora que estoy jubilada. Ya lo sé. ¿A quién no le gustaría este oficio? Partir y regresar, y luego volver a partir. Conocer lugares y personas siempre nuevos. Estar allí, en vez de enterarte de las cosas leyendo el periódico o viendo la televisión. Pero, de entrada, esa pasión no se manifestaba al exterior, sumergida en un sentimiento de culpa por el enésimo abandono del techo familiar y la enésima abdicación del papel de madre presente, de la que solo llegaba una simple “voz” desde una redacción o desde la otra punta del mundo, a través del teléfono.
Basta: debía marcharme, y además de inmediato. Todavía escucho la voz del director, la llama de la profesión en persona, la voz de quien se alimenta de pan y televisión y si te atreves a decir que hay algún problema te lo echa en cara, como si estuvieras siempre quejándote.
«¿Te viene bien ir a Calcuta?».
Y mi respuesta, conociéndolo: «¿Cuándo? ¿Ahora?». Me veía yendo al aeropuerto a la carrera (no sería la primera ni la última vez).
En cambio, esta vez él: «No, mañana por la mañana». Unas horas de respiro para intentar organizar al marido y los hijos. Y para empezar a tener un poco de miedo.
Cuando voy sola al extranjero, siempre hay dos cosas que me aterrorizan: el inglés, que no sé y lo hablo descaradamente solo outside, movida por un instinto de supervivencia; y los aeropuertos, donde estoy siempre convencida de perderme o de no llegar a tiempo a enlazar los vuelos.
Salí para Calcuta a finales de noviembre de 1996, echando en la maleta, aparte de la ropa, solo un libro sobre Madre Teresa. La anciana fundadora de la orden de las Misioneras de la Caridad, afectada desde hacía tiempo por problemas cardiacos, estaba ingresada en el Birla Hospital de esa ciudad india y se temía por su vida. Ese era el motivo de mi viaje. Nunca había estado en India, y en mi activo tenía solo la lectura de La ciudad de la alegría, de Dominique Lapierre, y algún otro libro sobre la experiencia de la “monja de los pobres”. Me fui resoplando, como siempre, confiando en que la familia fuese capaz de arreglárselas.
Vuelo en la Thai hasta Bangkok, y comienzo a zambullirme en un ambiente exótico. Luego, seis horas de espera en el simpático aeropuerto tailandés. Rastreo y analizo el free shop hasta en sus mínimos detalles y aplaco un odio visceral inmotivado contra Tailandia, entre la somnolencia y una fuerte dosis de improperios interiores. Desde Bangkok, Air India. Azafatas en sari y bandeja de comida indigerible, como primera muestra del subcontinente. A veces lo pienso. Esa India fascinante de Salgari que, de hecho, nunca existió. Los relatos de la gente de mi generación en los rugientes años de la protesta estudiantil: meditación y Siddharta.
Quién sabe como se les ocurrió todo eso.
De todas las Indias que había leído o de las que había oído hablar, en el aeropuerto de Calcuta no quedaba ni una. Por decirlo todo, ni siquiera comparecieron el operador y el técnico de sonido que habíamos contratado desde Roma, que tendrían que haber venido a recogerme. A la salida solo vino a mi encuentro un chico de quince o dieciséis años. Con señales de una enfermedad que parecía lepra, tenía una mano ocupada en manejar el cartel sobre el que se apoyaba. Con la otra, agitaba un vaso de hojalata, haciendo sonar las pocas rupias recibidas como limosna hasta ese momento. A su espalda se veía un grupo de muchachitos prontos a rodear como nube de moscas a los recién llegados, y una fila de taxis antediluvianos, amarillos y negros, abollados, estacionados en un descampado polvoriento. La escena era desoladora, no sabía a qué santo encomendarme. Para animarme a subir al asiento de tapicería destrozada de un taxi acudió otro muchacho. Una especie de cazador de clientes que, con destreza, me liberó de los numerosos pretendientes taxistas. Le seguí, como una vaca conducida al matadero, convencida de que aquella vez ya no había esperanzas, y de que me encontrarían después de algunos días en avanzado estado de descomposición, dentro de alguna fosa india. En lugar de eso, atravesé indemne por primera vez ese gigantesco atasco que es el tráfico de Calcuta, y fui desembarcada en el Taj Bengal, uno de los hoteles más lujosos de la ciudad. Pero he de decir que pasé miedo durante todo el trayecto. Miedo, sobre todo, a tener un accidente. En Calcuta, donde se desconoce para qué sirven las flechas de la calzada que señalan el despla­zamiento de los vehículos, el tráfico es una danza pérfida y tambaleante, una competición donde todos se rozan continuamente y la salvación circula por los pocos milímetros de distancia entre un auto y otro. Si eres un ignorante e incauto viajero, solo te queda morirte de miedo, aplastado en un asiento normalmente sucio, encerrado en un maloliente habitáculo. Si a esto añades que no sabes a dónde te llevan, el cuadro de la desesperación queda ya completo. Esto basta para comprender que el encuentro en el hall del hotel con el operador indio —que tendría que haber venido a recogerme al aeropuerto y que, al llegar de Nueva Delhi, había ido a darse una ducha en el hotel— se resolvió refrenando mi instinto homicida. Había llegado, y eso era lo que contaba.
Sumergida en el lujo del Taj Bengal podía olvidarme ya de la aventura de la llegada, y prepararme para el día siguiente. Además de las informaciones diarias sobre la salud de Madre Teresa, el director quería reportajes sobre la actividad de las Misioneras de la Caridad. Con su memoria legendaria había repescado un artículo de 1986 sobre la visita de Juan Pablo II a Nirmal Hriday, la casa de los moribundos de Calcuta. Mi jefe, diez años después de que aquello sucediera, recordaba perfectamente el titular y el autor del relato, y también haber leído que, en aquel lugar donde las hermanas recuperaban a los desgraciados agonizantes recogidos en las calles, incluso el papa se había quedado en silencio. Junto a los datos esenciales, la memoria del director sentía aún curiosidad por el misterio que encerraba Nirmal Hriday, y ahora, después de tantos años, me tocaba a mí satisfacerla.
El problema, sin embargo, no parecía de fácil solución. Se sabía que las Misioneras de la Caridad no concedían fácilmente el permiso para tomar imágenes en sus casas. La única posibilidad era acudir a la mañana siguiente a la misa de las seis, celebrada en la casa madre de las hermanas en Bose Road, y confiar en la suerte y en la bondad de las sisters. Así me lo habían sugerido y así lo hice.
A las cinco y media de la mañana siguiente a mi llegada, ya traqueteábamos en el coche. Al grupo —el operador, de quien no recuerdo el nombre, el de sonido, cuyo nombre nunca supe, el conductor ídem— se había unido Shakil, mi productor local. Recuerdo bien a Shakil, sobre todo por su curioso papel de “intérprete”, y porque lo volví a ver un año después en Calcuta, en los funerales de Madre Teresa. Yo hablaba mal inglés, y entendía aún menos. Cuando tenía problemas (a menudo) dirigía una mirada interrogativa a Shakil que, con mucho sosiego, repetía exactamente las mismas frases inglesas incomprensibles, con el mismo terrorífico acento indio de mis interlocutores (más bien “chirriante”). Pero yo —¡milagro!— comprendía. Probablemente el sosiego de Shakil ralentizaba la pronunciación de las palabras, y me hacía más fácil, gracias a Dios, su comprensión.
2.
EN EL CAMINO DESDE EL TAJ BENGAL a la Bose Road, comenzaba poco a poco a descubrir Calcuta. A percibir su olor, a respirar el polvo. Muchos, más valientes que yo, han descrito la increíble ciudad, pero ningún relato puede reproducir el impacto devastador que recibe quien llega por primera vez desde un país occidental. Lo que te asalta, te satura y te aplasta no es solo la miseria en cantidad industrial, sino el aire mismo lleno de miasmas, la suciedad y el asco, la irrefrenable necesidad de no tocar nada, que ni siquiera nada te roce. Es una sensación violenta que, con el pasar de los días, se atenúa lentamente y nos acostumbra poco a poco incluso a Calcuta, gigantesca letrina humana, llena de hombres y mujeres en la miseria, de quienes no se acuerda nadie. Fantasmas de la “ciudad terrible” que vive ignorándolos. Después te cuentan que hay también ricos, tantos y tanto, y que Calcuta, ex capital de la India británica, ha sido también el centro de la cultura y la cinematografía india, al menos hasta la llegada de Bollywood. Pero el primer día, cuando vas del Taj Bengal a la Bose Road, no ves nada y no sabes nada, sino la suciedad y las personas tiradas por tierra para dormir o morir, lavándose en una fuente o agachadas cocinando, en medio de la acera, una comida que no tragarías ni a cambio de una fortuna.
Llegamos a la Bose Road poco antes de las seis. Mientras me afanaba pidiendo información en inglés a todas las hermanas que encontraba en mi recorrido desde la entrada de la casa al primer piso, llegó ella. Parecía una viejecita de los cuentos, buena y a la vez irónica, ciertamente sabia y tremendamente parecida al actor británico Alec Guinness. Naturalmente, como todas las buenas hadas, ¡hablaba italiano! Sister Frederick, este es su nombre, era sin sombra de duda mi ángel, aunque a la petición de un permiso para grabar imágenes en las casas de las Misioneras de la Caridad respondió expeditivamente y sin vacilar que no.
«Sister», le supliqué, «veo que tiene prisa. La misa está a punto de comenzar. Por favor, no me diga ya que no. Tengo tiempo y puedo esperar. Vaya a misa, rece por mí, piénselo y luego me dará su respuesta».
Era un claro intento de engatusar a una pobre hermana buscando abrir brecha con mi sensibilidad religiosa. En mi disculpa puedo decir que lo hice únicamente con fines periodísticos, y que fue una forma de legítima defensa preventiva, ante la ira funesta de mi jefe, si me hubiera quedado con las manos vacías.
No sé si la sister rezó por mí o no. Claro que, al salir de misa, al verme puso un poco cara de sorpresa, como dando a entender que, en realidad, la media hora de oración había bastado para olvidarme y aumentar el estupor de verme todavía allí dispuesta a darle la lata. Desde detrás de sus gafas, sister Frederick me miró unos segundos y luego rompió a reír. Se dirigió hacia un banco y sentándose me llamó con la mano.
«Venga a sentarse aquí —rio—, he comprendido que de este encuentro debe salir un buen fruto».
Exactamente como de Calcuta, se puede decir mucho de sister Frederick, pero nada equivale al original. El rasgo que la distingue es su capacidad, del todo natural, para reducirte a la raspa de un pez hervido. Cuatro palabras y una risa me habían desconcertado por completo. También porque no conseguía huir de la transparencia de sus ojos. Cubiertos por las gafas, pero capaces de desnudar los pensamientos más ocultos. No recuerdo haber encontrado nunca antes de aquel momento personas capaces de hurgarte en el alma con una mirada y sacar afuera, sin ningún esfuerzo, lo que no dirías ni a tu marido ni al confesor. Vuelvo a pensar a menudo en aquel primer encuentro y, a pesar de la imagen cínica y escéptica que se pueda...

Índice

  1. PORTADA
  2. PORTADA INTERIOR
  3. CRÉDITOS
  4. DEDICATORIA
  5. ÍNDICE
  6. PRESENTACIÓN DEL PADRE BRIAN KOLODIEJCHUK
  7. INTRODUCCIÓN DE ENRICO MENTANA
  8. GOVINDO. EL REGALO DE MADRE TERESA
  9. APÉNDICE. TRES HERMANAS Y UN HERMANO
  10. MARINA RICCI