Las gafas de oro
eBook - ePub

Las gafas de oro

La novela de Ferrara. Libro segundo

  1. 128 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Las gafas de oro

La novela de Ferrara. Libro segundo

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

Este segundo volumen de 'La novela de Ferrara' tal vez constituya el relato más depurado de Bassani. Elegante y elegíaca, 'Las gafas de oro' narra la historia de Fadigati, un médico reputado que se instala felizmente en Ferrara hasta que el rechazo unánime de su homosexualidad lo condena al ostracismo en el mismo momento en que empieza la persecución de los judíos en Europa. La maestría estilística de Bassani transforma una sutil analogía en una metáfora de la deriva de la Italia fascista de los años treinta y de la inexorable barbarie humana."Una novelita deliciosa, quizá la más perfecta y depurada de Bassani".El Mundo"Uno de los intelectuales más destacados que ha dado Italia en el siglo XX".Victor Fernández, La Razón"Las gafas de oro me parece de veras una auténtica obra maestra, por encima de los románticos Finzi-Contini. Espléndida".Luis Antonio de Villena, El Mundo"La mejor muestra del empeño del escritor boloñés por decir la verdad sobre una generación entera de víctimas".Joaquín Torán, Ahora"Aquello que hace grande a Bassani es este latido emblemático de personajes y cosas que forman parte de una Historia inmutable, la nuestra, siempre absorta en su atrocidad".Narcís Comadira, Ara"Un monumento al respeto y a la diferencia".El Correo de Andalucía"A Giorgio Bassani, como a todos los grandes escritores, le gusta mostrar lo cercano, lo local, lo que hierve en la memoria, para que el lector vuele sin apenas darse cuenta hacia lo universal".Fulgencio Argüelles, El Comercio

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Las gafas de oro de Giorgio Bassani, Juan Antonio Méndez en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literature y Literature General. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Acantilado
Año
2017
ISBN
9788416748785
Categoría
Literature

1

Con el tiempo, en Ferrara cada vez son menos, aunque aún no pueda decirse que son pocos, los que recuerdan al doctor Fadigati (Athos Fadigati, por supuesto—dicen al recordar—, el otorrinolaringólogo que tenía consulta y casa en via Gorgadello, a dos pasos de piazza delle Erbe, que acabó tan mal, el pobre, y tuvo un final tan trágico, precisamente él, que de joven vino a establecerse en nuestra ciudad desde su Venecia natal, y parecía destinado a la carrera más regular, más tranquila y, precisamente por eso, más envidiable…).
Fue en 1919, inmediatamente después de la otra guerra. Por razones de edad, yo, el que escribe, apenas puedo dar una imagen más bien vaga y confusa de la época. Los cafés del centro hervían de oficiales de uniforme. A lo largo de corso Giovecca y de corso Roma (hoy rebautizado con el nombre de Mártires de la Libertad) no dejaban de pasar camiones ondeando banderas rojas; sobre los andamios que cubrían la fachada en obras del edificio de Assicurazioni Generali, frente al lado norte del Castillo, habían desplegado un enorme cartel publicitario escarlata que invitaba a amigos y adversarios del socialismo a beber en buena armonía el APERITIVO LENIN; casi todos los días se armaban peleas entre campesinos y obreros radicales por un lado y ex combatientes por otro… Ese clima febril, de agitación, de distracción general en el que se desarrolló la primera infancia de todos aquellos que luego, en los veinte años siguientes, se convertirían en hombres, de alguna manera tuvo que favorecer al veneciano Fadigati. En una ciudad como la nuestra, en la que los jóvenes de buena familia, más que en cualquier otro sitio, al término de la guerra se mostraron renuentes a volver a las profesiones liberales, se entiende muy bien cómo pudo echar raíces sin casi hacerse notar. El caso es que en 1925, cuando las cosas empezaron a calmarse y el fascismo, organizándose en un gran partido nacional, fue capaz de ofrecer ventajosas colocaciones a todos los rezagados, Athos Fadigati ya estaba sólidamente instalado en Ferrara, era titular de una magnífica consulta privada y, además, director de la sección garganta-nariz-oído del nuevo hospital arzobispal Sant’Anna.
Como suele decirse, había caído en gracia. En absoluto jovencísimo y con todo el aspecto, ya por entonces, de no haberlo sido nunca, gustó que hubiera venido de Venecia (lo contó una vez él mismo) no tanto para hacer fortuna en una ciudad que no era la suya como para librarse de la angustiosa atmósfera de un enorme casón sobre el Gran Canal en el que ya había visto apagarse en pocos años a sus padres y a una amadísima hermana. Gustaron también sus maneras corteses, discretas, su evidente desinterés, así como su razonable espíritu caritativo en relación con los enfermos más pobres. Pero antes incluso de que pesaran todas estas razones, ya había sido aceptado por cómo era: por esas gafas de oro que tan simpáticamente brillaban sobre el color tierra de sus imberbes mejillas, por una cierta gordura, para nada desagradable, de su cuerpo de cardiópata congénito, milagrosamente sobrevivido a la crisis de la pubertad, y siempre envuelto, incluso en verano, en suaves lanas inglesas (durante la guerra, por motivos de salud, sólo pudo trabajar en el servicio de censura postal). En fin, sin ninguna duda, a primera vista, siempre hubo algo en él que de inmediato atrajo y dio seguridad.
Más tarde, la consulta de via Gorgadello, donde recibía todas las tardes de cuatro a siete, completó su éxito.
Se trataba de un consultorio realmente moderno, como hasta entonces no lo había tenido ningún médico en Ferrara. Provisto de una impecable sala de consulta que, en cuanto a limpieza, eficacia y hasta en amplitud, era sólo comparable a las del hospital Sant’Anna, disponía, además, de al menos otras ocho habitaciones más del antiguo piso privado, que utilizaba como otras tantas salitas de espera. Nuestros conciudadanos, en especial los socialmente dignos de consideración, quedaron deslumbrados. De repente, incapaces de soportar el desorden, pintoresco si se quiere, pero excesivamente familiar y en el fondo equívoco, en el que los tres o cuatro ancianos especialistas locales seguían recibiendo a sus respectivas clientelas, se conmovieron como si se tratara de una particular atención. ¿Dónde habían quedado—no se cansaban de repetir—las interminables esperas amontonados como ovejas, escuchando a través de los frágiles tabiques de separación voces más o menos remotas de familias casi siempre alegres y numerosas, mientras que a la apagada luz de una bombilla de veinte bujías la mirada no tenía otro sitio donde descansar que no fuera en algún NO ESCUPIR de mayólica, alguna caricatura de profesor universitario o colega, y eso por no hablar de otras imágenes todavía más melancólicas o directamente gafes, de pacientes sometidos a grandes enemas delante de todo un colegio médico, o de laparotomías de las que se encargaba, con malicioso gesto, la mismísima Muerte disfrazada de cirujano? ¿Cómo habían podido soportar hasta entonces, cómo, un trato medieval como ése?
Ir a la consulta del doctor Fadigati pronto llegó a ser, más que una moda, un recurso. Especialmente en las tardes de invierno, cuando el viento helado entraba silbando desde piazza Cattedrale por via Gorgadello abajo, el rico burgués, embutido en su capote de piel, por pura satisfacción, so pretexto del mínimo dolor de garganta, encontraba motivo para dirigirse a la puertecita entornada, subir el par de tramos de escalera y tocar el timbre de la puerta acristalada. Allí arriba, al otro lado de aquel mágico recuadro luminoso, de cuya apertura se encargaba una enfermera de bata blanca, siempre joven y siempre sonriente, allí arriba encontraba radiadores que funcionaban a todo vapor, no digo ya mejores que los de su propia casa, sino incluso que los del Círculo Mercantil o los de la Unión. Encontraba butacas y divanes en abundancia, mesitas siempre provistas de prensa perfectamente al día, abat-jours de los que se desprendía una luz blanca y generosa. Encontraba alfombras que, cuando uno se cansaba de estar allí, de dormitar al calorcito o de hojear las revistas ilustradas, le invitaban a pasar de una sala a otra, mirando los cuadros y grabados antiguos y modernos que cubrían densamente las paredes. Encontraba, finalmente, a un médico afable y conversador que, mientras le hacía pasar personalmente «por aquí» para examinarle la garganta, parecía sobre todo curioso por saber, como auténtico señor que también era, si su cliente había tenido ocasión de escuchar unos días antes, en el Municipal de Bolonia, a Aureliano Pertile en Lohengrin o, por poner el caso, si se había fijado en el De Chirico colgado en derminada pared de determinada sala o en el Casoratino o si le había gustado el De Pisis; y daba luego muestras del mayor de los asombros si, a propósito de este último, el cliente confesaba no sólo no conocer a De Pisis, sino ni siquiera saber, hasta ese momento, que Filippo de Pisis fuera un joven pintor ferrarés con gran futuro. Un ambiente agradable, cómodo, señorial y en definitiva hasta estimulante para el cerebro, donde el tiempo, el condenado tiempo que siempre ha sido el problema de la provincia, pasaba que era un placer.

2

No hay nada que excite tanto el indiscreto interés de las pequeñas comunidades respetables que la honesta pretensión de mantener separado en la propia vida lo que es público de lo que es privado. ¿Qué pasaba con Athos Fadigati después de que la enfermera cerrara la puerta de cristal del ambulatorio tras la espalda del último cliente? El poco claro o, cuando menos, anormal empleo que el doctor hacía de sus noches no dejaba de estimular continuamente la curiosidad en relación con él. Y sí, por supuesto, en Fadigati había algo que no resultaba perfectamente comprensible. Pero, en él, hasta eso gustaba, hasta eso resultaba atractivo.
Todo el mundo sabía cómo pasaba las mañanas. Y sobre las mañanas nadie tenía nada que decir.
A las nueve ya estaba en el hospital y entre visitas y operaciones quirúrgicas (porque también operaba, no había día en que no le cayeran un par de amígdalas que extirpar o un mastoides que raspar) no paraba hasta la una. Después, entre la una y las dos, no era raro tropezarse con él subiendo de nuevo por corso Giovecca, con el paquete de atún en aceite o de embutido colgando del meñique y el Corriere della Sera saliéndole del bolsillo del abrigo. Luego comía en casa. Y como no tenía cocinera y la asistenta a media jornada que se ocupaba de limpiar la casa y la consulta no llegaba hasta cerca de las tres, una hora antes que la enfermera, tenía que ser él mismo, cosa en el fondo ya bastante extraña, quien se preparara el indispensable plato de pasta.
También para la cena podían esperarle en vano en los únicos restaurantes de la ciudad que, por entonces, podían considerarse medianamente decorosos: el Vincenzo, la Sandrina y el Tre Galletti; tampoco en el Roveraro, en el callejón del Granchio, cuya cocina casera atraía a tantos solteros de edad madura. Pero esto no significaba que, como al mediodía, cenara en casa. Por la noche no solía quedarse nunca en casa. Quien, hacia las ocho, ocho y cuarto, pasara por via Gorgadello podía verle sin problema, precisamente, en el momento de salir. Dudaba un instante en el umbral, mirando hacia arriba, a la derecha, a la izquierda, como para asegurarse del tiempo y de la dirección que tomar. Finalmente echaba a andar, mezclándose con el río de gente que, lo mismo en verano que en invierno, a aquella hora paseaba despacio delante de los escaparates iluminados de via Bersaglieri del Po, como si fueran mercerie venecianas.
¿Adónde iba? A dar una vuelta, por aquí, por allá, aparentemente sin meta fija.
Evidentemente, después de una intensa jornada de trabajo, le gustaba confundirse entre la multitud: la multitud alegre, ruidosa, anónima. Alto, grueso, con sombrero de ala, guantes amarillos y, en invierno, el abrigo forrado de zarigüeya y el bastón colgado por el mango del bolsillo derecho, entre las ocho y las nueve se le podía ver en cualquier parte de la ciudad. De vez en cuando uno podía llevarse la sorpresa de verle parado, frente al escaparate de cualquier tienda de via Mazzini y de via Saraceno, mirando atento por encima del hombro de quien estaba delante. Con frecuencia se detenía junto a los puestos de quincalla y de dulces que llenaban por decenas el lado sur de la catedral o piazza Travaglio, o en via Garibaldi mirando fijamente, sin decir palabra, la humilde mercancía expuesta. En cualquier caso, las estrechas y atestadas aceras de via San Romano eran las que a Fadigati más le gustaba recorrer. Al cruzarse con él en aquellos soportales bajos, donde se había instalado un acre olor a pescado frito, chacina, vinos y estambres baratos, pero sobre todo estaban llenos de gente, jovencitas, soldados, muchachos, campesinos con capa, etcétera, llamaba la atención su mirada viva, alegre, satisfecha, la vaga sonrisa extendida por el rostro.
«¡Buenas noches, doctor!», le gritaba alguien. Y era un milagro si lo oía, si, empujado lejos por la corriente, se giraba a devolver el saludo.
Reaparecía sólo más tarde, después de las diez, en alguno de los cuatro cines de la ciudad: el Excelsior, el Salvini, el Rex y el Diana. Pero también aquí prefería las últimas filas del patio de butacas al anfiteatro, que era donde solían encontrarse, como si estuvieran en un salón, las personas distinguidas. ¡Y qué apuro para esas personas verle allí abajo, tan bien vestido, confundido entre lo peor de la «chusma del pueblo»! ¿Era realmente de buen gusto—suspiraban volviendo la mirada afligida hacia otro lado—hacer ostentación hasta ese punto de su espíritu bohème?*
De manera que resulta comprensible que, hacia 1930, cuando Fadigati ya había cumplido los cuarenta años, no pocos empezaran a pensar que le hacía falta casarse lo antes posible. Lo susurraban sus pacientes entre las butacas que estaban juntas, en las mismas salitas del consultorio de via Gorgadello, mientras esperaban que el doctor, ajeno a todo, se asomase a la puertecilla reservada para sus esporádicas apariciones y les invitase a pasar «por aquí». A todo esto se referían más tarde, durante la cena, maridos y mujeres, cuidando de que la prole, con la nariz en la sopa y las orejas alerta, no alcanzara a descubrir de quién estaban hablando. Y más tarde todavía, en la cama—hablando ya sin ninguna contención—, el asunto ocupaba habitualmente cinco o diez minutos de aquella preciada media hora dedicada a las confidencias y a los bostezos más o menos prolongados que en general preceden al intercambio de besos y «buenas noches» conyugales.
Tanto a los maridos como a sus mujeres les parecía absurdo que un hombre de ese valor no pensara de una vez por todas en fundar una familia.
Al margen de sus aires un poco «de artista», pero en conjunto tan serios y tranquilos, ¿qué otro licenciado ferrarés de menos de cincuenta años podía presumir de una posición como la suya? A todos les caía bien; era rico (¡sí, rico: ganar, ganaba ya todo lo que quería!); socio de los dos mejores círculos de la ciudad y por esa razón aceptado tanto por la media y pequeña burguesía profesional y del comercio como por la aristocracia, con o sin blasón, de la tierra y del patrimonio; tenía, incluso, el carnet del Fascio que el secretario federal en persona quiso darle a toda costa, a pesar de que Fadigati se hubiera declarado humildemente «apolítico por naturaleza». ¿Qué es lo que le faltaba ahora sino una esposa guapa a la que llevar los domingos por la mañana a San Carlo o a la catedral, por la tarde al cine, enfundada en un abrigo de piel y enjoyada como Dios manda? ¿Y por qué no buscaba un poco a su alrededor para encontrar una? Quizá, sí, eso iba a ser, quizá estaba absorbido por una relación inconfesable con alguna señorita, una modista, por ejemplo, un ama de llaves, una criada, etcétera. Como les pasa a muchos médicos, a lo mejor sólo le gustaban las enfermeras. Y precisamente por eso, quién sabe si no era ésa la razón de que fueran tan guapas, tan atractivas, las que, de año en año, pasaban por su consulta. Pero, incluso admitiendo que las cosas estuvieran realmente planteadas en esos términos (y, por otro lado, no dejaba de resultar curioso que nunca se hubiese filtrado nada sobre el asunto), ¿por qué no se casaba? ¿Quería acaso acabar igual que, en su momento, acabó el doctor Corcos, el octogenario director del hospital, el más ilustre de los médicos ferrareses, el cual, a tenor de lo que se contaba, después de haber enamoriscado durante años a una joven enfermera, llegó un momento en que la familia de ella le obligó a quedársela para toda la vida?
Y bullía la ciudad buscando a la muchacha realmente digna de convertirse en la señora Fadigati (ésta no convencía por una razón, aquélla por otra: ninguna parecía suficientemente adecuada para el solitario que se iba directo a casa, al que algunas noches, al salir juntos del Excelsior o del Salvini en piazza delle Erbe, podían ver de repente allí abajo, al fondo del Listone, un momento antes de que desapareciera en el interior de la oscura calleja lateral de via Bersaglieri del Po…) cuando, mira por dónde, de pronto, sin que nadie supiera quién los había puesto en circulación, empezaron a oírse comentarios extraños, mejor dicho, extrañísimos.
«¿Sabes qué? Me parece a mí que el doctor Fadigati es…». «Escucha la última. ¿Conoces al doctor Fadigati, el que vive en Gorgadello, casi en la esquina con Bersaglieri del Po? Pues mira, me han dicho a mí que es…».

3

Bastaba un gesto, una mueca.
Bastaba incluso con decir que Fadigati era un poco «así», que era uno «de ésos».
Pero a veces, como suele ocurrir cuando se habla de temas indecorosos y especialmente de los invertidos sexuales, había quien recurría, con un guiño cómplice, a alguna palabra en dialecto que, también entre nosotros, ha sido siempre más perverso que la lengua de las clases superiores. Para añadir luego no sin melancolía: «¡Claro! Pero en el fondo, es un buen tipo. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes?».
Sin embargo, en general, casi ni se apenaron por haber tardado tanto en darse cuenta del vicio de Fadigati (¡imagínate, habían tardado más de diez años en confirmarlo!), todo lo contrario, ya absolutamente tranquilos, en general sonreían.
En el fondo—exclamaban alzándose de hombros—, ¿por qué motivo no iban a reconocer, incluso en la más vergonzosa de las irregularidades, el estilo del hombre?
Lo que fundamentalmente les convertía en proclives a la indulgencia en relación con Fadigati y, una vez pasado el primer momento de alarmada sorpresa, casi a la admiración era precisamente su estilo, entendiendo por estilo, en primer lugar, una cosa: su carácter reservado, el evidente empeño que había puesto siempre y seguía poniendo, a pesar de todo, en disimular sus gustos, en no provocar un escándalo. Sí—decían—, ahora que su secreto ya no era un secreto, ahora que todo estaba claro, habían comprendido cómo comportarse con él. Por el día, a la luz del sol, mucho quitarse el sombrero. Por la noche, incluso en caso de tropezarse de cara con él entre el gentío de via San Romano, hacer como si no se le conociera. Como Fredric March en el papel de doctor Jekyll, el doctor Fadigati tenía dos vidas. Pero ¿quién no las tiene?
Saber equivalía a comprender, dejar a un lado la curiosidad, «dejar de preocuparse».
Hasta entonces, cuando entraban en un cine, lo que más les había preocupado—recordaban—era comprobar si él estaba, como era lo habitual, en las últimas butacas. Sabían de sus costumbres, sabían que no se sentaba nunca. Escrutando con la mi...

Índice

  1. Inicio
  2. Las gafas de oro
  3. 1
  4. 2
  5. 3
  6. 4
  7. 5
  8. 6
  9. 7
  10. 8
  11. 9
  12. 10
  13. 11
  14. 12
  15. 13
  16. 14
  17. 15
  18. 16
  19. 17
  20. 18
  21. ©