Tango satánico
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Tango satánico

  1. 304 páginas
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En una remota región rural de Hungría azotada por el viento y la incesante lluvia, unos pocos miembros de una fallida cooperativa llevan una vida anodina en un pueblo ya casi fantasmal mientras aguardan impotentes a que un milagro les devuelva el futuro. Hasta que un día reciben la noticia de que, en la carretera que conduce a la aldea, se ha avistado al astuto y carismático Irimiás, desaparecido años atrás y al que daban por muerto. Su simple reaparición infundirá esperanzas en la pequeña comunidad de vecinos, pero también desencadenará acontecimientos desconcertantes y les revelará aspectos que tal vez habrían preferido ignorar. Paródica y mordaz, esta magnífica novela sobre los avatares de la esperanza y el valor de las promesas inspiró la película de culto de Béla Tarr y ya es hoy un clásico contemporáneo."Una distopía apocalíptica del húngaro más sombrío y crudo".La Nueva España"Una novela de una originalidad pasmosa y de una ambigüedad desafiante".The New York Times"Una novela monumental–rica, emocionante y magistralmente urdida–en la que descubrimos una mirada tan singular como cautivadora".The Guardian

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Información

Editorial
Acantilado
Año
2017
ISBN
9788416748792
Categoría
Literatura

PRIMERA PARTE

I

LA NOTICIA DE QUE LLEGAN

Una mañana de finales de octubre, poco antes de que las primeras gotas de un otoño largo e implacable cayeran sobre la tierra reseca y agrietada en la zona occidental de la explotación (para que luego un mar de barro hediondo volviera impracticables los caminos e inalcanzable la ciudad hasta la aparición de las primeras heladas), Futaki se despertó al oír unas campanadas. A unos cuatro kilómetros en dirección suroeste, en lo que fueron los antiguos terrenos de los Hochmeiss, se alzaba una ermita solitaria, pero ahí no quedaba campana alguna, es más, la torre se había derrumbado en la época de la guerra; y la ciudad se hallaba demasiado lejos para que de allí llegara sonido alguno. Además, esos sones triunfales, entre retumbantes y tintineantes, no semejaban los de una remota campana, sino que parecían venir de cerca («como si fuese del lado del molino…»), traídos por el viento. Futaki se acodó sobre la almohada para mirar por el ventanuco de la cocina, pero la explotación, sumida en los colores azulados del alba y en el ya menguante repiqueteo, permanecía en silencio e inmóvil al otro lado del cristal medio empañado: en aquellas casas alejadas la una de la otra, sólo la ventana del doctor velada por una cortina filtraba cierta luz, pues se daba la circunstancia de que su habitante llevaba años sin poder dormirse a oscuras. Contuvo la respiración para no perderse ni uno de aquellos toques que iban y venían como una marea, pues quería averiguar su procedencia («Seguro que estás dormido todavía, Futaki…») y para ello necesitaba cada sonido por muy tenue que fuese. Con sus ya legendarios pasos de suavidad felina, se acercó renqueando por el gélido suelo de mosaico de la cocina a la ventana («¿No hay nadie despierto? ¿Nadie lo oye? ¿Nadie salvo yo?)», la abrió y se asomó. Lo asaltó un aire húmedo y acre, y hasta tuvo que cerrar los ojos un instante; en medio del silencio intensificado por el canto de un gallo, por lejanos ladridos y por el aullido de un viento cortante y feroz que acababa de levantarse aguzó el oído, mas fue en vano, pues no oyó nada excepto los latidos opacos de su corazón, como si todo no hubiera sido más que el juego fantasmagórico de su duermevela, como si («… alguien hubiera querido asustarme»). Contempló con tristeza aquel cielo que no auguraba nada bueno, los restos abrasados del verano recorrido por bandadas de langostas, y de pronto vio desfilar en una misma rama de acacia la primavera, el verano, el otoño y el invierno, como si percibiera la totalidad del tiempo que jugueteaba en la esfera inmóvil de la eternidad mostrando una infernal línea recta, la cual daba la impresión de atravesar el paisaje escabroso del caos y, al crear así la altura, alimentaba a la vez la ilusión de que el vértigo era algo necesario… Y se vio a sí mismo en una cruz de madera formada por la cuna y el ataúd, se vio allí agitándose, atormentado hasta que finalmente una sentencia árida—que no conocía distintivos ni distinciones y sonaba como un chasquido—lo entregaba desnudo a los lavadores de cadáveres, a las risotadas de despellejadores afanados, en un lugar donde comprobaría sin piedad, fríamente, la verdadera medida de las cosas humanas, donde constataría que ni un solo sendero lo conducía de regreso, pues para entonces se habría enterado ya, además, de que había ido a parar a una partida cuyo resultado estaba decidido de antemano y en la que los tahúres lo despojarían incluso de la última arma que poseía: la esperanza de poder retornar algún día a casa. Volvió la cabeza hacia un lado, hacia los edificios situados en la zona oriental de la explotación, antaño abarrotados y ruidosos, ahora abandonados y amenazados de ruina, y observó con pesadumbre cómo los primeros rayos de un sol rojo e hinchado se abrían paso por la armadura del tejado de una casa rural ruinosa que se había quedado pelada, sin la cubierta. «Al final tendré que tomar una decisión. Aquí no puedo quedarme». Volvió a meterse bajo el edredón, apoyó la cabeza en el brazo, pero no consiguió cerrar los ojos: lo atemorizaban esas campanadas fantasmagóricas y más aún el repentino silencio, la mudez amenazante, pues le dio la sensación de que a partir de ese momento podría ocurrir cualquier cosa. Sin embargo, nada se movió; él, tumbado en el lecho, tampoco; hasta que de repente se inició un nervioso diálogo entre los objetos que habían permanecido callados (crujió el aparador, sonó una cacerola, se acomodó un plato de porcelana) y él se dio la vuelta, dio la espalda al sudor que emanaba la señora Schmidt, tanteó con una mano en busca del vaso de agua puesto al lado de la cama y se lo bebió de un trago. El gesto lo liberó de aquel miedo infantil; suspiró, se enjugó la frente y, como sabía que Schmidt y Kráner en esos momentos empezaban a reunir el ganado para llevarlo desde el Secadal a los establos situados al norte de la explotación donde por fin recibirían el dinero que les correspondía por los ocho duros meses de trabajo y que tardarían por tanto unas cuantas horas en llegar andando a casa, decidió intentar dormir un rato más. Cerró los ojos, se dio la vuelta, abrazó a la mujer y a punto estaba de dormirse cuando volvió a oír las campanas. «¡Por el amor de Dios!». Apartó el edredón, se incorporó, pero en el instante mismo en que sus pies descalzos y juanetudos tocaron el suelo de mosaico de la cocina el sonido se interrumpió de improviso, como si («alguien hubiera dado una señal»)… Encorvado, sentado en el borde de la cama, con las manos cruzadas sobre el regazo, posó la vista en el vaso de agua; tenía la garganta seca, le dolía la pierna derecha, y no se atrevía a volver a acostarse ni a levantarse. «Mañana como muy tarde me voy de aquí». Recorrió con la mirada los objetos todavía hasta cierto punto utilizables de la desolada cocina, vio la manteca rancia y seca, el fogón mugriento por los restos de comida, el cesto sin asas debajo, posó la vista en la mesa de patas enclenques y en la estampa cubierta de polvo colgada en la pared, hasta llegar a las ollas y sartenes amontonadas sin orden ni concierto en un rincón junto a la puerta; se volvió luego hacia la ventana ya clara, divisó las ramas peladas de la acacia, el tejado hundido y la chimenea inclinada de la casa de los Halics, reparó en el humo que salía y dijo: «¡Cogeré lo que me corresponde y esta misma noche!… Mañana como muy tarde. Sí, mañana a primera hora». «Ay, Dios mío», se despertó a su lado, sobresaltada, la señora Schmidt; aterrada, paseó la vista por la penumbra, su pecho subía y bajaba agitado, pero luego, al comprobar que todo le devolvía la mirada y le resultaba familiar, suspiró con alivio y volvió a recostar la cabeza en la almohada. «¿Qué pasa? ¿Una pesadilla?», preguntó Futaki. La señora Schmidt clavaba en el techo la vista, todavía con expresión de susto: «¡Por el amor de Dios! ¡Y tanto!—suspiró de nuevo y puso la mano sobre el corazón—. Pues sí… Imagínate… Estaba sentada en la habitación y… de pronto alguien llamaba a la ventana. Sin atreverme a abrirla, me acercaba y espiaba a través del cristal. Solamente le veía la espalda, porque ya estaba tironeando del picaporte… Y luego la boca, pues lo veía gritar, pero no entendía qué… Tenía barba de dos días y sus ojos parecían de vidrio… Terrorífico… Luego recordaba que por la noche sólo le había dado una vuelta a la llave, pero sabía que cuando yo llegara allí ya sería demasiado tarde… Cerraba rápidamente la puerta de la cocina, pero entonces me daba cuenta de que no tenía la llave… Quería gritar, pero no podía, las palabras se me quedaban atascadas en la garganta. Después…, no recuerdo ni por qué ni para qué…, de repente aparecía la señora Halics mirando por la ventana, sonriendo… ¿Sabes cómo es cuando sonríe?… Da igual, ella miraba hacia la cocina… Pero luego, no sé cómo, desaparecía… A todo esto, el otro pateaba la puerta, yo sabía que bastaba un minuto más para que la tirara abajo, entonces me acordaba del cuchillo de cortar el pan e iba corriendo hasta el aparador, pero el cajón estaba encallado, y yo tiraba de él… Creía que iba a morirme ahí mismo de miedo… Y entonces oía que la puerta cedía con estruendo y que alguien venía por el pasillo… Y yo sin poder abrir el cajón… El otro estaba ya en la cocina… Por fin conseguía abrir el cajón, cogía el cuchillo, el otro se me acercaba agitando los brazos… Y no sé… De repente estaba tumbado en el rincón, debajo de la ventana… Sí, con un montón de cacerolas rojas y azules alrededor, pues todas habían volado por la cocina… Y entonces notaba que el suelo se movía bajo mis pies e, imagínate, la cocina se ponía en marcha igual que un coche… Ahora no recuerdo qué sucedía…», concluyó, y soltó una risa de alivio. «¡Vaya panorama!—dijo Futaki, meneando la cabeza—. Y yo, imagínate, me despierto con el sonido de unas campanas…». «¿¡Qué dices!?—lo miró asombrada la mujer—. ¿Campanas? ¿Dónde?». «Yo qué sé. Para colmo han sonado dos veces, una tras otra…». La señora Schmidt también meneó la cabeza: «Al final me volveré loca». «A lo mejor sólo lo he soñado—farfulló inquieto Futaki—. Pero, ojo, hoy seguro que ocurrirá algo…». La mujer, enfadada, le dio la espalda: «Siempre dices lo mismo, a ver si lo dejas de una vez, de verdad». En eso, oyeron de pronto que el portón de atrás chirriaba. Se miraron asustados. «¡Es él, fijo que es él!—susurró la señora Schmidt—. Lo percibo». Futaki se incorporó, nervioso: «Pero… ¡eso es imposible! No pueden haber vuelto aún». «Yo qué sé… Vete, ¡vete ya!». Futaki se levantó de la cama de un salto, cogió su ropa, entornó rápidamente la puerta que daba a la habitación y se vistió. «El bastón. He dejado fuera mi bastón». Los Schmidt no utilizaban esa habitación desde la primavera. Al principio el moho cubrió las paredes, la ropa, las toallas y las sábanas se enmohecieron en el armario viejo y desgastado, pero hasta entonces siempre limpio como una patena; al cabo de unas semanas se oxidaron los cubiertos guardados para las ocasiones solemnes, se estropearon las patas de la mesa grande vestida con un mantel de encajes, y más adelante, cuando las cortinas se tornaron amarillas y dejó de funcionar la luz eléctrica, se trasladaron definitivamente a la cocina y dejaron la habitación en poder de los ratones y de las arañas, cuyo avance no podían frenar. Futaki se apoyó en la jamba de la puerta, pensando en cómo salir sin ser visto; la situación parecía desesperada, ya que para escabullirse debía hacerlo necesariamente a través de la cocina, y se sentía demasiado viejo para escapar por la ventana, aparte de que la señora Kráner o la señora Halics sin duda lo verían, ya que estaban siempre escrutando lo que ocurría allá fuera. Para colmo, si Schmidt descubría su bastón, llegaría a la conclusión de que se encontraba en la casa, lo cual podía acarrear como consecuencia que no recibiera el dinero que le correspondía, pues sabía que Schmidt no estaba para bromas en estos casos, y entonces él tendría que marcharse tal como había llegado hacía siete años—poco después de la campaña de propaganda, el segundo mes tras la inauguración—, con un pantalón astroso, una chaqueta desteñida, los bolsillos vacíos y, para colmo, hambriento. La señora Schmidt salió corriendo al pasillo, mientras él apoyaba la oreja en la puerta. «¡Y nada de quejas, cariño!—oyó decir con voz ronca a Schmidt—. Harás lo que yo te diga. ¿Está claro?». A Futaki le dio un sofoco. «Mi dinero». Sentía que le habían tendido una trampa. Sin embargo, no había tiempo para pensar, de manera que decidió escapar por la ventana, porque «tengo que actuar ahora mismo». Estaba a punto de abrirla cuando oyó a Schmidt recorrer el pasillo. «¡Éste se va a mear!». Volvió, pues, de puntillas a la puerta, contuvo la respiración y aguzó el oído. Cuando la puerta que daba al patio trasero se cerró tras Schmidt, se dirigió con cautela a la cocina, miró de arriba abajo a la señora Schmidt que, nerviosa, agitaba los brazos, enfiló sin decir palabra hacia la salida, abandonó la casa y tras asegurarse de que su amigo había salido del retrete, llamó a la puerta con insistencia, como quien acaba de llegar. «¿Qué pasa? ¿No hay nadie en casa? ¡Schmidt, amigo!—gritó con voz estridente, y cuando Schmidt salió de la cocina con el objeto de escurrirse por la puerta de atrás, él enseguida le cerró el paso—. ¡Vaya, vaya!—empezó con tono de burla—. ¿Por qué tanta prisa, amigo?—Schmidt no era capaz ni de abrir la boca—. ¡Pues ya te lo diré yo! ¡Ya te ayudaré yo, te ayudaré, seguro!—continuó con expresión sombría—. ¡Porque querías largarte con el dinero! ¿No es así? ¿Lo he adivinado?—Luego, al ver que Schmidt pestañeaba sin decir nada, meneó la cabeza—: Vaya, amigo, esto no me lo habría imaginado». Regresaron a la cocina y se sentaron a la mesa, el uno frente al otro. La señora Schmidt, tensa, trajinaba junto al fogón. «Escúchame, amigo…—empezó farfullando Schmidt—, ahora mismo te lo explico…». Futaki hizo un ademán de desprecio: «No hace falta. Lo entiendo de todos modos. Dime, ¿Kráner está en el ajo?». Schmidt asintió de mala gana: «A medias». «¡Caramba!—se indignó Futaki—. Queríais estafarme. —Agachó la cabeza. Se quedó pensando—. ¿Y ahora qué? ¿Qué vamos a hacer?», preguntó luego. Schmidt abrió los brazos, irritado: «¿Pues qué crees? Tú también estás implicado, amigo». «¿Qué quieres decir?», inquirió Futaki, quien entretanto iba haciendo cuentas mentalmente. «Que lo dividimos todo por tres—respondió sin ningún entusiasmo Schmidt—. Pero, ojo, no te vayas de la lengua». «Pierde cuidado». La señora Schmidt, que seguía junto al fogón, soltó un suspiro: «Os habéis vuelto locos. ¿Creéis que podréis salir indemnes de esto?». Schmidt, como si no la hubiera escuchado, clavó los ojos en el rostro de Futaki: «A ver… No me digas que no hemos aclarado el asunto. Pero quiero decirte algo más, amigo. ¡No me lleves a la ruina!». «Nos hemos puesto de acuerdo, ¿no?». «Claro, sin la menor duda—continuó Schmidt, mientras su voz se volvía quejumbrosa—. Yo sólo te pido que…, que me prestes tu parte por un breve tiempo. ¡Sólo por un año! Hasta que podamos instalarnos en algún sitio…». Futaki se enfureció: «¿Y qué más, amigo? ¿Que te lama el culo?». Schmidt se inclinó hacia adelante, aferrando la mesa con la mano izquierda: «No te lo pediría si tú mismo no hubieras dicho el otro día que de aquí ya no te ibas a ninguna parte. ¿Para qué quieres entonces el dinero? Sólo por un año… ¡Por un año!… Nosotros lo necesitamos, entiéndeme, lo necesitamos. Con estos veinte mil pavos que tenemos no puedo ir a ningún sitio, no me da ni para una granja. ¡Venga, dame al menos diez!». «Ése, la verdad, no es mi problema—respondió Futaki irritado—. Meimportaun carajo. ¡Yo tampoco quiero palmarla aquí!». Schmidt negó con la cabeza enfadado, estaba a punto de echarse a llorar de rabia, y luego comenzó de nuevo, de forma obstinada y cada vez más impotente, acodado en la mesa que se balanceaba a cada uno de sus movimientos como si también lo apoyara en su esfuerzo por «ablandarle por fin el corazón» al amigo, por que éste cediera a sus ruegos, y Futaki estaba en un tris de rendirse cuando su mirada empezó a vagar, se quedó clavada en los millones de motas de polvo que vibraban en el rayo de luz que entraba por la ventana, y aspiró el olor viciado de la cocina. De repente percibió un regusto amargo en la lengua y lo interpretó como una señal de la muerte. Desde que se desmanteló la explotación, desde que la gente se dispersó a la misma velocidad y con el mismo ímpetu con que en su día se presentó, y él se quedó allí varado—igual que algunas familias, el médico y el director de la escuela, quienes tampoco tenían a donde ir—, examinaba todos los días el sabor de las comidas, pues consideraba que lo primero que hacía la muerte era instalarse en las sopas, en las carnes, en las paredes; muchas vueltas les daba a los bocados entre la lengua y el paladar antes de tragarlos, sorbía poco a poco el agua o el escaso vino que a veces le llegaba, y en ocasiones sentía un deseo irrefrenable de arrancarle un trozo al salitroso revoque en la sala de bombas de la nave de maquinaria, donde vivía, y probarlo para reconocer por ciertas irregularidades en el orden de los aromas y sabores la Señal, confiado en que la muerte fuera algo así como una advertencia y no lo desesperantemente definitivo. «No lo pido como un regalo—continuó un tanto apagado Schmidt—, lo pido prestado. ¿Entiendes, amigo? Prestado. Dentro de un año exactamente te devolveré hasta el último céntimo». Estaban sentados a la mesa, desanimados, a Schmidt le ardían los ojos por el cansancio, mientras Futaki clavaba la mirada en el misterioso dibujo del suelo de mosaico para que no se le notara su miedo, el cual, además, le resultaba inexplicable. «Dime, ¿cuántas veces fui en solitario al Secadal en medio de la canícula, cuando no se atrevía uno a respirar siquiera por temor a arder por dentro? ¿Quién conseguía la leña? ¿Quién construyó el aprisco? ¡Me esforcé tanto como tú o Kráner o Halics! Y ahora me pides, amigo, que te preste dinero. ¿Y cuándo te volveré a ver, eh?». «Así que no te fías de mí», dijo Schmidt, ofendido. «¡Pues no!—soltó Futaki—. Te alías con Kráner, os proponéis fugaros antes del alba con todo el dinero, ¿y luego he de fiarme de ti? ¿Por quién me tomas? ¿Por un idiota?». Permanecían sentados, en silencio. La mujer trajinaba con la vajilla delante del fogón; Schmidt parecía desilusionado; él, en cambio, se lió un cigarrillo con mano temblorosa, se levantó, se dirigió renqueando hasta la ventana y, aferrando con la mano izquierda el bastón, observó la lluvia que caía en oleadas sobre los tejados, los árboles que se inclinaban obedeciendo al viento, los amenazantes arcos que dibujaban las ramas peladas; pensó en las raíces, en el lodo vivificante luego convertido en tierra y en el silencio, en esa plenitud insonora que tanto lo estremecía. «A ver…—dijo con voz insegura—. ¿Para qué habéis vuelto si…?». «¡Para qué, para qué!—gruñó Schmidt—. Porque lo pensamos por el camino, mientras regresábamos a casa. Y cuando lo decidimos ya estábamos aquí, delante de la explotación… Y, además, la mujer… ¿La iba a dejar aquí?». Futaki asintió con la cabeza. «¿Y qué pasa con Kráner?—preguntó—. ¿Cómo habéis quedado?». «Ellos también están en casa, alicaídos. Quieren ir al norte, la señora Kráner se ha enterado de que hay allí un aserradero desmantelado o algo por el estilo. Nos encontraremos junto a la cruz después del anochecer, eso acordamos al despedirnos». Futaki suspiró: «El día es largo. ¿Qué harán los demás? ¿Halics, el director…?». Schmidt, desanimado, se frotaba los dedos. «¿Yo qué sé? Supongo que Halics, claro, se pasará el día durmiendo, porque ayer hubo juerga en casa de los Horgos. Y en cuanto al director, ¡que se vaya al carajo! Si tenemos algún problema por su culpa, lo mando a criar malvas con su estúpida madre, así que tranquilo, amigo, tranquilo». Decidieron esperar la noche en la cocina. Futaki acercó la silla a la ventana para vigilar las casas de enfrente; a Schmidt lo venció el sueño, comenzó a roncar con la cabeza apoyada sobre la mesa, mientras su mujer sacaba un baúl con chapas de metal de detrás del aparador, le quitaba el polvo, lo limpiaba también por dentro y en silencio se ponía a llenarlo con sus pertenencias. «Llueve», dijo Futaki. «Ya lo oigo», respondió la mujer. La tenue luz del sol apenas atravesaba el remolino de nubes que se dirigía hacia el este; una penumbra casi crepuscular inundó la cocina, no podía saberse a ciencia cierta si las manchas que se dibujaban y vibraban sobre la pared eran tan sólo sombras o los signos de mal agüero de la desesperación latente tras la esperanza que abrigaban sus pensamientos. «Me iré al sur—anunció Futaki contemplando la lluvia—. Allí el invierno es más corto. Alquilaré una granja cerca de alguna ciudad próspera y pasaré el día con los pies en una palangana con agua caliente…». Las gotas de lluvia bajaban suavemente por un reguero que se había formado por dentro en la ventana, desde un resquicio de un dedo de ancho arriba hasta la esquina donde se tocaban la jamba y el alféizar; el hilo de agua iba llenando poco a poco hasta las grietas más pequeñas y se abría paso hacia el alféizar, donde volvía a convertirse en gotas y caía sobre el regazo de Futaki, quien entretanto, sin percatarse de ello, pues resultaba difícil volver así sin más de los parajes por los que divagaba, se había meado encima en silencio. «O me conseguiré un empleo de vigilante en una fábrica de chocolate… O quizá de bedel en un colegio de chicas… E intentaré olvidarlo todo, sólo una palangana con agua caliente por las noches, y no hacer nada, nada de nada, únicamente mirar cómo va pasando esta puñetera vida…». La lluvia que hasta entonces había caído quedamente comenzó a descargar de pronto con fuerza, inundó la tierra ya de por sí asfixiada como si se hubiera desbordado el río, abrió canales estrechos y serpenteantes hacia los terrenos situados más abajo, y si bien Futaki no veía ya nada a través de la ventana, no se dio la vuelta, sino que siguió contemplando el marco carcomido, el yeso descascarillado, y de repente vio aparecer una forma desdibujada en el vidrio; poco a poco se configuró un rostro humano, que al principio no supo identificar, hasta que se perfilaron unos ojos de expresión asustada; y entonces reconoció su «propia mirada desgastada», la reconoció asombrado y dolorido, pues le dio la sensación de que el tiempo acabaría erosionando sus rasgos igual que éstos se veían ahora desvaídos en el vidrio; una gran, una extraña pobreza se reflejaba en esa imagen que lo irradiaba, capas de vergüenza, de orgullo, de miedo que se iban superponiendo. De pronto volvió a sentir un regusto amargo en la boca, recordó las campanadas del amanecer, el vaso, la cama, esa cama de madera de acacia, el suelo de mosaico frío de la cocina, y sus labios dibujaron un mohín de amargura: «¡Una palangana con agua caliente!… ¡Qué diablos!… Si todos los días pongo a enjuagar los pies…—Detrás de él, un sollozo contenido le llegó a los oídos—. ¿Y a ti qué te ha dado?—La señora Schmidt, sin embargo, no respondió, se volvió avergonzada, el llanto le sacudía los hombros—. ¿Me oyes? ¿Qué te pasa?—La mujer lo miró, pero luego, como quien no le ve ningún sentido a hablar, se sentó sin decir palabra en el taburete junto al fogón y se sonó la nariz—. ¿Y ahora por qué callas?—insistió Futaki—. ¿Qué mosca te ha picado?». «¿Adónde vamos a ir?—estalló ella desesperada—. ¡En la primera ciudad nos pillará la policía! ¿No lo entiendes? ¡Ni siquiera nos preguntarán el nombre!». «Pero ¿qué tonterías dices?—la acalló Futaki, enfurecido—. Te sale el dinero por los bolsillos y tú…». «Pues de eso mismo estoy hablando—lo interrumpió la mujer—. ¡Del dinero! ¡A ver si a ti te queda un poco de cerebro! Largarse… Arrastrando ese maldito baúl… Como una panda de mendigos…». Futaki la reprendió enfadado: «Ya basta. Tú no te metas en esto. No te incumbe en absoluto. Lo que te toca es callar». La señora Schmidt estalló: «¿Qué dices? ¿Qué me toca?». «No he dicho nada—respondió Futaki en voz baja—. Y habla más bajo, que si no se va a despertar». Las horas transcurrían lentamente; por fortuna para ellos, el despertador llevaba tiempo sin funcionar y, por tanto, su tictac no les indicaba su paso; aun así, la mujer miraba las agujas inmóviles mientras removía la carne con salsa de páprika que se iba cocinando a fuego lento. Luego se sentaron con mirada apática ante los platos humeantes, a pesar de la continua presión de la señora Schmidt («¿A qué esperáis? ¿Vais a comer por la noche, calados hasta los huesos?»), no probaron bocado. No encendieron la luz, y eso que en la torturante espera comenzaron a desdibujarse los objetos que tenían delante, los santos cobraron vida en las paredes, a veces hasta daba la impresión de que alguien yacía en la cama, y para librarse de esas visiones de vez en cuando se miraban de reojo, si bien la expresión de los tres sólo reflejaba impotencia; sabían que no podían ponerse en marcha antes de caer la noche (pues estaban seguros de que o la señora Halics o el directo...

Índice

  1. INICIO
  2. TANGO SATÁNICO
  3. PRIMERA PARTE
  4. SEGUNDA PARTE
  5. ©