CUARTA PARTE
1
Enseguida, justo al día siguiente, empecé a darme cuenta de que iba a resultarme difícil restablecer con Micòl las relaciones de antes.
Después de mucho dudar, hacia las diez intenté telefonear. Me contestó Circe que «los señoritos» estaban todavía en su habitación y que, por favor, fuese tan amable de volver a llamar «a eso del mediodía». Para engañar la espera me eché en la cama. Había tomado un libro al azar, Le Rouge et le Noir, pero, por mucho que lo intentaba no conseguía concentrarme. ¿Y si llegado el mediodía no la telefoneaba? En breve cambié de idea. De repente me pareció que ahora sólo deseaba una sola cosa de Micòl: su amistad. En vez de desaparecer—me decía—era mucho mejor que me comportara como si la noche anterior no hubiera ocurrido nada. Ella lo entendería. Sorprendida por mi tacto, completamente tranquilizada, no tardaría mucho en devolverme su entera confianza, su querida familiaridad de antaño.
A mediodía me armé de valor y marqué por segunda vez el número de los Finzi-Contini.
Me tocó esperar un buen rato, mucho más de lo habitual.
—Sí, hola—dije finalmente, con la voz rota por la emoción.
—Ah, ¿eres tú?—Era precisamente la voz de Micòl. Bostezó—. ¿Qué hay?
Desconcertado, sin argumentos, sólo se me ocurrió decir que ya había telefoneado una vez, dos horas antes. Había sido Dirce—añadí entre balbuceos—quien me había sugerido que llamase hacia mediodía.
Micòl se mantuvo a la escucha. Luego empezó a quejarse del día que le esperaba, con tantas cosas que arreglar después de tantos meses de ausencia, maletas que deshacer, ordenar la correspondencia de todo tipo, etcétera, con la perspectiva final, para ella no precisamente alentadora, de un segundo «ágape». Ése es el problema de viajar tanto—rezongó—, que luego, para volver a ponerse en marcha, para retomar el ritmo de siempre, uno tenía que hacer un esfuerzo mayor incluso que el que ya había tenido que afrontar para «quitarse de en medio».
Le pregunté si pasaría más tarde por el templo.
Contestó que no lo sabía. A lo mejor sí, pero a lo mejor no. Por el momento no se sentía capaz de garantizármelo.
Colgó sin invitarme a volver a su casa por la noche y sin concretar cómo y cuándo volveríamos a vernos.
Ese día evité volver a llamarla, incluso ir al templo. Pero hacia las siete, al pasar por via Mazzini y ver el Dilambda gris de los Finzi-Contini aparcado detrás de la esquina de via delle Scienze, por la parte de las piedras, y a Perotti con la gorra y el uniforme de chófer sentado al volante esperando, no resistí la tentación de apostarme en la salida de via della Vittoria y esperar. Esperé durante un buen rato en el frío punzante. Era la hora de mayor afluencia vespertina, la que precede a la cena. A lo largo de las dos aceras de via Mazzini, obstaculizados por montones de nieve sucia y medio derretida, la multitud se apresuraba en ambas direcciones. Finalmente obtuve mi recompensa. De pronto, aunque de lejos, la vi de improviso salir del portón del templo y quedarse un momento sola en la puerta. Llevaba puesta una chaquetilla corta de piel de leopardo, sujeta a la cintura por un cinturón de cuero. El cabello rubio resplandeciente a la luz de los escaparates, miraba a un lado y a otro como si estuviera buscando a alguien. ¿Me buscaba a mí? Estaba a punto de salir de la sombra y acercarme cuando su familia, que evidentemente la había seguido a distancia escaleras abajo, llegó en grupo a sus espaldas. Estaban todos, incluida la abuela Regina. Giré sobre mis talones y me alejé a paso rápido por via della Vittoria.
Al día siguiente y los sucesivos insistí en las llamadas de teléfono, sin conseguir, sin embargo, hablar con ella. Descolgaba el aparato cualquier otro, Alberto o el profesor Ermanno, Dirce o Perotti, los cuales, con la única excepción de Dirce, breve y pasiva como una telefonista, embarazosa y glacial precisamente por eso, me engatusaban en largas e inútiles conversaciones. A Perotti, en un momento determinado, lo interrumpía. Pero con Alberto y el profesor la cosa me resultaba algo más difícil. Los dejaba hablar. Esperaba que fueran ellos los primeros en nombrar a Micòl. No servía de nada. Como si se hubieran propuesto evitarlo, y hasta lo hubieran discutido juntos, era a mí a quien padre y hermano dejaban toda iniciativa al respecto. Con el resultado de que con frecuencia colgaba el auricular sin haber encontrado el valor de pedir que me pusieran con ella.
Retomé entonces las visitas. Tanto por la mañana, con la excusa de la tesis, como por la tarde, para ver a Alberto. Nunca hacía nada para dar señales de mi presencia a Micòl en casa. Estaba seguro de que lo sabía y que, un día u otro, sería ella quien se dejaría ver.
La tesis, en realidad, ya la había acabado, me faltaba todavía pasarla a limpio. De modo que llevaba conmigo la máquina de escribir, cuyo repiqueteo, apenas rompió por primera vez el silencio del salón de billar, obligó inmediatamente a salir al profesor Ermanno al umbral de su estudio.
—¿Qué haces? ¿Ya estás pasándola a limpio?—gritó alegre.
Se llegó hasta mí y quiso ver la máquina. Se trataba de una portátil italiana, una Littoria, que mi padre me había regalado unos años antes, cuando pasé el examen de reválida. El nombre de la marca no provocó en él ninguna sonrisa, tal como me había temido. Más aún. Al constatar que «también» en Italia se producían máquinas de escribir que, como la mía, tenían todo el aspecto de funcionar a la perfección, pareció complacido. Ellos, en casa, tenían tres—dijo—, una que usaba Alberto, otra Micòl y otra él. Las tres americanas, marca Underwood. Las de los chicos eran, sin duda alguna, muy resistentes, pero, desde luego, no tan ligeras como ésta (decía mientras la sopesaba con una mano). En cambio, la suya era de tipo normal, de oficina, digamos. Pero…
Tuvo una especie de pequeño sobresalto.
¿Sabía cuántas copias, si uno quisiera, podían hacerse de una sola vez?, añadió mientras hacía un guiño cómplice. Hasta siete.
Me llevó a su estudio y me lo mostró, levantando con no poco esfuerzo un negro y lúgubre estuche quizá metálico de cuya existencia no me había dado cuenta hasta entonces. Ante una pieza de museo como ésa, con toda evidencia escasamente utilizada incluso cuando era nueva, negué con la cabeza. No, gracias, dije. Con mi Littoria no lograría hacer más de tres copias, dos de las cuales en papel de copia. A pesar de todo, yo prefería seguir así.
Tecleaba capítulo tras capítulo, pero tenía la mente en otro sitio. Y a otro sitio me escapaba también cuando, por la tarde, iba al estudio de Alberto. Malnate había vuelto de Milán una semana después de Pascua, lleno de indignación por lo que estaba pasando esos días (la caída de Madrid: ah, pero no se acababan ahí las cosas; la conquista de Albania: ¡qué vergüenza, qué payasada!). En relación con este último acontecimiento, contaba todo lo que le habían dicho algunos de sus amigos milaneses, comunes a él y a Alberto. Más que por el «Duce»—contaba—la empresa de Albania la había querido «Ciano Galeazzo», quien, celoso de Von Ribbentrop, con aquel asqueroso acto de cobardía había intentado demostrar al mundo no ser menos que el alemán en materia de diplomacia relámpago. ¿Podíamos creerlo? Parecía que incluso el cardenal Schuster se había expresado al respecto deplorando y amonestando, y si bien era cierto que lo había hablado entre los íntimos, lo había terminado sabiendo luego toda la ciudad. El Giampi contaba, además, otras cosas de Milán: hablaba de una representación en la Scala del Don Giovanni de Mozart, a la que afortunadamente no había faltado; de una exposición de pintura de un grupo nuevo en via Bagutta, y de la Gladys, con quien precisamente se había encontrado por casualidad en la Galería, toda cubierta de visón y del brazo de un conocido industrial del acero. Gladys, como siempre simpatiquísima, al cruzarse con él le había hecho una breve seña con el dedo queriendo decir sin ninguna duda «Telefonéame» o «Te telefonearé». Qué lastima que él tuviera que entrar enseguida «en la fábrica». Con mucho gusto le hubiera puesto un par de cuernos al conocido industrial del acero, «próximo» explotador de guerra… Hablaba, hablaba, generalmente dirigiéndose a mí, pero en el fondo algo menos didáctico y perentorio que en los meses anteriores, como si su escapada a Milán para volver a abrazar a la familia y a los amigos le hubiera dado una nueva disposición para la indulgencia con los demás y sus opiniones.
Con Micòl, ya lo he dicho, no tenía más que escasas charlas por teléfono, durante las cuales uno y otro evitábamos aludir a nada excesivamente íntimo. Pero algunos días después de la espera durante más de una hora en la entrada del templo, fui incapaz de resistirme a la tentación de quejarme de su frialdad.
—¿Sabes?—le dije—, la segunda tarde de Pascua te vi.
—Ah, ¿sí? ¿Estabas también tú en el templo?
—No. Pasaba por via Mazzini y vi vuestro coche, pero preferí esperar fuera.
—¡Vaya idea!
—Ibas muy elegante. ¿Quieres que te cuente cómo ibas vestida?
—Te creo, te creo. Me basta tu palabra. ¿Dónde estabas estacionado?
—En la acera de enfrente, en la esquina con via della Vittoria. Hubo un momento en que te pusiste a mirar hacia mí. Dime la verdad, ¿me reconociste?
—¡Y dale! ¿Por qué razón iba a decirte una cosa por otra? Pero tú, no acabo de entender por qué…, por qué no te acercaste tú, perdona.
—Estuve a punto. Luego, cuando me di cuenta de que no estabas sola, lo dejé.
—¡Vaya descubrimiento! ¡Que no estaba sola! Mira que eres raro. Podías haberte acercado tú a saludarme, digo yo.
—La verdad es que sí, pensándolo bien. El problema es que uno no siempre consigue pensar bien. Y, además, ¿te hubiera gustado?
—¡Ay, Dios, cuántas historias!—suspiró.
No logré hablar con ella hasta, al menos, una docena de días más tarde; me dijo que estaba enferma, que tenía un buen resfriado y algo de fiebre. ¡Qué aburrimiento! ¿Por qué no iba a verla nunca? Me había olvidado de ella.
—¿Estás…, estás en la cama?—balbuceé desconcertado, sintiéndome víctima de una injusticia enorme.
—¡Pues claro! Y además debajo de las sábanas. Confiesa: te niegas a venir por miedo a la gripe.
—¡No, no, Micòl!—respondí con amargura—. No me hagas más miedica de lo que soy. Sólo me sorprende que me acuses de haberte olvidado, cuando la verdad es que… No sé si te acuerdas—continué con la voz áspera—, pero antes de que te fueras a Venecia era facilísimo telefonearte, mientras que ahora, tienes que admitirlo, se ha convertido en una especie de hazaña. ¿Sabes que estos días he estado varias veces en tu casa? ¿No te lo han dicho?
—Sí.
—¿Entonces? Si querías verme sabías perfectamente dónde encontrarme. Por la mañana en la sala de billar y por la tarde abajo, con tu hermano. La verdad es que no tenías ningunas ganas.
—¡Qué estupidez! Nunca me ha gustado ir a la habitación de Alberto, sobre todo cuando está con sus amigos. En cuanto a verte por la mañana, ¿no estás trabajando? Si hay algo que detesto es precisamente molestar a la gente cuando está trabajando. De todas maneras, si es lo que quieres, mañana o pasado pasaré un momento a saludarte.
A la mañana siguiente no vino, pero por la tarde, mientras estaba con Alberto (serían las siete, Malnate se había despedido bruscamente unos minutos antes), entró Perotti con un mensaje suyo. La «señorita» agradecería que subiese un momento, anunció impasible, pero me pareció de mal humor. Pedía disculpas. Seguía en la cama, si no hubiera bajado ella misma. ¿Qué prefería, subir ahora mismo o quedarme a cenar y salir después? La señorita prefería que subiera ahora mismo, puesto que le dolía un poco la cabeza y quería apagar la luz muy pronto. En caso de que decidiera quedarme…
—No, por caridad—dije mirando a Alberto—, voy inmediatamente.
Me levanté dispuesto a seguir a Perotti.
—Sin cumplidos, por favor—decía entre tanto Alberto, y me acompañó solícito hacia la puerta—. Creo que esta noche papá y yo estaremos solos para cenar. La abuela está también en la cama con gripe y mamá no se separa de su habitación ni un minuto. De modo que si te apetece tomar algo con nosotros y subir luego a ver a Micòl… Harías feliz a papá.
Contesté que no podía, que a las nueve tenía que estar «ya en la calle» con una «persona», y corrí detrás de Perotti, que estaba ya al final del pasillo.
Sin intercambiar una sola palabra no tardamos en llegar al pie de la larga escalera helicoidal qu...