Intramuros
eBook - ePub

Intramuros

La novela de Ferrara. Libro primero

  1. 224 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

Intramuros

La novela de Ferrara. Libro primero

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

En este primer libro de 'La novela de Ferrara', obra magna de Bassani en seis volúmenes, el escritor italiano traza el vívido fresco de un mundo que se desvanece ante la mirada perpleja de sus personajes: Lida Mantovani, joven madre soltera que se casa con un hombre al que jamás consigue amar; Elia Corcos, médico judío enamorado de una campesina católica; Geo Josz, único superviviente de la comunidad israelita de Ferrara tras las deportaciones de 1943; Clelia Trotti, anciana militante socialista muerta en la cárcel durante la ocupación nazi; y Pino Barilari, testigo de la represalia de las Brigadas Negras contra los antifascistas. A través de los distintos microcosmos maravillosamente recreados, Bassani evoca de un modo sutil y conmovedor uno de los episodios más terribles de la historia reciente de Italia."Uno de los ciclos novelísticos más importantes del siglo XX. Este primer volumen, de una calidad imponente, contiene cinco magníficos relatos".Mercedes Monmany, ABC"'La novela de Ferrara'es una de las obras maestras del siglo XX, a la altura de Mann o Proust".Pedro G. Cuartango, El Mundo"Extraordinaria obra. Léanla, si quieren tocar el alma".Alejandro Gándara, El Mundo"Bassani dibuja con mano maestra cómo una ciudad, Ferrara, puede colaborar a la infamia histórica que significó el fascismo".J. Ernesto Ayala-Dip, El Correo"Y si no es fácil describir un ambiente, una atmósfera particular, un hecho concreto, todavía lo es menos describir el tiempo, el paso del tiempo, o cómo afecta éste a los hombres y mujeres, a sus motivaciones y comportamientos íntimos. Y eso es lo que hace magistralmente Bassani en estas cinco espléndidas novelas cortas. Magistral este primer volumen de "La novela de Ferrara", que nos deja con ganas de más".Manuel Arranz, Diario de Mallorca

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a Intramuros de Giorgio Bassani, Juan Antonio Méndez en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Editorial
Acantilado
Año
2017
ISBN
9788416748778
Categoría
Literatura

LOS ÚLTIMOS AÑOS

DE CLELIA TROTTI

1

Si calificamos de bello el vasto complejo arquitectónico del Cementerio Municipal de Ferrara, tan bello como para resultar, además, consolador, se corre el riesgo, incluso entre nosotros, de provocar las habituales carcajadas, los inevitables gestos de conjuro, siempre listos en Italia para acoger cualquier discurso que piense que puede tratar de la muerte sin lamentarse. Todo ello a pesar de que, una vez llegados al final de via Borso d’Este, que no es más que un mero callejón de paso perfectamente rectilíneo, con sus tiendas de marmolistas y floristas reunidas todas al principio y al final, cubierto todo a lo largo por los ricos follajes enfrentados de dos grandes parques privados, la repentina vista de piazza della Certosa y del cementerio adyacente, da siempre, para qué negarlo, una impresión de alegría, casi de fiesta.
Para hacerse una idea de lo que es piazza de Certosa, piénsese en un prado abierto, casi vacío, extenso, lejos de los escasos monumentos fúnebres de los no católicos ilustres del siglo pasado, en fin, en una especie de plaza de armas. A la derecha, la tosca fachada sin terminar de la iglesia de San Cristoforo, así como, formando un amplio semicírculo hasta debajo de las murallas de la ciudad, un rojo conjunto porticado de principios del siglo XVI contra el que, algunas tardes, da de pleno el sol; a la izquierda, apenas unas casitas bajas de tipo medio rústico, sólo unas cuantas tapias separando los grandes huertos de los que todavía hoy abundan en esta zona del extremo norte de la ciudad. Casitas y tapias que, a diferencia de lo que tienen enfrente, no ofrecen el mínimo obstáculo a los largos rayos solares de primera hora de la tarde ni a los del atardecer. En el espacio comprendido entre esos límites hay bien poco, repito, que hable de la muerte. Hasta las dos parejas de ángeles de terracota que, erguidos en lo alto de los extremos de los soportales, aparecen representados en el momento de esperar del cielo la señal para soplar las largas trompetas de bronce que están embocando, en el fondo, no tienen nada de tremendo. Hinchan las mejillas rojas, impacientes por tocar, con ganas de jugar. Como los cuatro robustos jóvenes del campo ferrarés, en cuyos semblantes, sin duda, se inspiró el artista barroco.
Será por la serena dulzura del lugar y también, se entiende, por su casi perfecta y perpetua soledad, el hecho es que piazza della Certosa fue siempre meta de los encuentros de los enamorados. ¿Adónde va uno, todavía hoy, cuando desea hablar con alguien un poco a solas? En primer lugar a piazza della Certosa. Si la cosa va por buen camino, será cosa de nada llegarse luego hasta las murallas, donde hay tantos lugares como uno quiera al abrigo de los ojos indiscretos de las criadas, a la hora del crepúsculo bastante asiduas también ellas de piazza della Certosa, mientras que si, por el contrario, el idilio no progresa, resultará igualmente cómoda y al tiempo para nada comprometedora la vuelta en compañía hacia el centro de la ciudad. Se trata de una vieja costumbre, una especie de ritual, tan antiguo como la misma Ferrara. Estaba vigente antes de la guerra, lo está hoy y lo seguirá estando también mañana. Es verdad que el campanario de la iglesia de San Cristoforo, cortado a media altura por una granada inglesa en abril de 1945 y que, a modo de tocón sangriento, ha permanecido tal cual, está allí para recordar que cualquier garantía de eternidad es ilusoria y que, por eso, incluso el mensaje de esperanza que parece expresarse en el cálido flamear de los intactos soportales contra el sol no es más que un engaño, un truco, una mentira sin más. Sin duda, tarde o temprano también dejará de existir, de tranquilizar y engañar el ánimo de cuantos lo contemplan (del mismo modo que dejó de existir, cerca de allí, el campanario de la iglesia de San Cristoforo), la elegante hilera de arcos que, como dos brazos abiertos, se extienden hacia la luz. También esto terminará un día u otro. Como todo. Pero mientras tanto, a un paso de los miles y miles de ciudadanos muertos alineados en el cementerio de atrás y mientras perdura impertérrito sobre la vasta llanura de hierba, salpicada aquí y allá de estelas y cipos funerarios, el pacífico e indiferente forcejeo de la vida, completamente decidida, por su parte, a no cejar, a no rendirse, ¿qué profecía, sino la que asegura la inevitable nada final, parece condenada a ser desoída y a perderse en el aire inquietante de la noche que se aproxima?
La atmósfera de manifestación popular, casi deportiva, que se creó de golpe en piazza della Certosa con motivo de un cortejo fúnebre demasiado diferente de los habituales para no pasar inadvertido, cortejo que, una tarde de otoño de 1946, había desembocado desde via Borso con banda y todo a la cabeza y que no dejó de llamar de inmediato la atención de los habituales del lugar—en su mayor parte criadas, niños y parejas de enamorados—, induciendo a las primeras, sentadas en la hierba junto a los cochecitos, a levantar la estupefacta mirada del periódico o de la labor, a los segundos a dejar de perseguirse o de jugar con la pelota y a los últimos a soltar sus manos entrelazadas y separarse inmediatamente uno del otro.
Otoño de 1946. La guerra ya era cosa pasada. Sin embargo, observando el funeral que en ese momento hacía su entrada en piazza della Certosa, la primera impresión era la de haber vuelto a mayo o junio del año anterior, al agitado tiempo de la Liberación. Con un repentino sobresalto del corazón y de la sangre parecía que hubieran llamado una vez más a asistir a uno de esos exámenes de conciencia colectivos, tan frecuentes en la época, mediante los cuales una sociedad vieja y culpable intentaba desesperadamente renovarse a sí misma. Y efectivamente, en cuanto uno se fijaba en la selva de banderas rojas que acompañaban al féretro, mezcladas con decenas y decenas de pancartas en las que se leía GLORIA ETERNA A CLELIA TROTTI, o también HONOR A CLELIA TROTTI, MÁRTIR DEL SOCIALISMO, o VIVA CLELIA TROTTI, GUÍA HEROICA DE LA CLASE OBRERA, etcétera, así como en los barbudos partisanos que las empuñaban y, sobre todo, en la ausencia delante del coche fúnebre de curas y monaguillos, la mirada se iba hacia delante, hasta llegar a la meta hacia la que se dirigía el cortejo: una fosa abierta en la zona del prado justo frente a la puerta de entrada de la iglesia de San Cristoforo donde, aparte de un protestante inglés muerto de malaria en 1917, no se había enterrado a nadie en los últimos cincuenta años.
Pero volviendo atrás, al cortejo fúnebre cuya cabecera ya se encontraba a una decena de metros de la humilde y laica fosa en espera (entretanto, otra multitud continuaba saliendo ininterrumpidamente de via Borso), un ojo medianamente ejercitado se habría dado cuenta de inmediato, a partir de una infinidad de detalles, de lo engañosa que era esa primera impresión de una mágica vuelta al ambiente de 1945.
Tomemos, por ejemplo, la banda de música, que, conviene precisarlo, avanzaba separada delante del coche y tocaba a ritmo lento la marcha fúnebre de Chopin. Los recién estrenados uniformes de sus componentes, orgullo de la administración comunista recién instalada en la alcaldía, habrían encantado, sin ninguna duda, al forastero, al ignorante, pero no a quien por debajo de las amplias gorras de visera brillante, tipo los de la policía estadounidense, hubiera sido capaz de rastrear una por una las fisonomías bonachonas y humilladas de los celosos antiguos miembros del Orfeón, dispersados, pobres diablos, en los tiempos de emboscadas y tiroteos que siguieron a la ruptura del frente y a la insurrección popular. Pero la cuidadosa puesta en escena, tan ajena al caos genial de toda revolución, resultaba más evidente, si cabe, en la compacta fila de una quincena de auténticas arzdóre de la Bassa, las cuales, llevando por parejas grandes coronas de claveles y de rosas, rodeaban el coche fúnebre a modo de escolta de honor. Habrían bastado los rostros térreos, claramente marcados por el cansancio, de esas maduras matronas, coetáneas todas, más o menos, de Clelia Trotti, para adivinar de dónde venían y cómo habían llegado. Convocadas desde los pueblos más lejanos de la costa adriática, en Ferrara, por supuesto, habían encontrado quien les proporcionara un buen plato de pasta, un trozo de carne asada y un vaso de vino, pero no el necesario descanso. La misma mente burocrática que había proporcionado una mesa adornada con banderitas rojas de papel se había mostrado implacable al disponer que, inmediatamente después de la comida, las ancianas amas de casa se quitaran como pudiesen el polvo del viaje y finalmente se pusieran encima de los vestidos de diario una especie de túnica extraña, roja, por supuesto, y cubierta, además, de una serie de minúsculas hoces y martillos. Así vestidas, ahora figuraban como se había dispuesto que figurasen: casi como sacerdotisas del socialismo. Pero su pesado y perdido paso, las miradas hurañas que lanzaban a su alrededor, las ponían en evidencia, y te llevaban a pensar que la fatigosa odisea que habían protagonizado desde el principio del día estaba todavía, por desgracia, lejos de haber llegado a su fin. Despojadas en pocas horas de aquellas túnicas, montadas otra vez en los mismos tres o cuatro coches que las habían llevado a la ciudad, hasta bien entrada la noche no serían devueltas a sus casuchas. Y quién sabe si antes de hacerlas regresar se acordarían de sentarlas otra vez en torno a la mesa con banderitas.
Inmediatamente después del coche fúnebre, alineadas en varias filas en el breve espacio abierto entre el coche y la indistinta multitud de los portadores de pancartas y banderas, seguían las autoridades.
Eran socialistas, comunistas, católicos, liberales, del Partito d’Azione, republicanos históricos, en fin, todo el antiguo Directorio al completo del último Comité de Liberación Nacional clandestino, reconstruido para la ocasión con casi todos sus miembros. Añadida y mezclada con el grupo podía verse alguna que otra personalidad no estrictamente política, como por ejemplo el ingeniero Cohen, presidente de la comunidad israelita, y la recién nombrada alcaldesa, la doctora Bettitoni.
Y si bien es cierto que después de las últimas elecciones administrativas ganadas por los comunistas con aplastante mayoría ya no se podía decir del diputado Mauro Bottecchiari, conocido normalmente en Ferrara como «el príncipe de nuestro Foro», que fuese la figura más representativa de nuestra ciudad, en él, en su alborotada melena de plata, en el encendido color de su rostro abierto, leal, convergían las miradas de todos. Sí, desde luego. En este momento, desde el punto de vista de la auténtica política, ya no contaba casi nada («Un reformista de los de Turati», habían empezado a calificarle irónicamente los comunistas). Sin embargo, ¿qué pintaban, en comparación con el viejo león, el resto de los componentes del antiguo Directorio del último Comité de Liberación Nacional clandestino? Aparte del doctor Herzen, el así llamado prefecto de la liberación, recién emigrado a Palestina, no faltaba nadie. Estaba el abogado Galassi-Tarabini, democristiano, que, preocupado por verse allí, en el séquito de un funeral civil (ése era el motivo de que no dejase de darle vueltas a sus ojos azules, algo pálidos, que parecían siempre a punto de llenársele de lágrimas), se mantenía al lado del padre Bodogni, de Azione Cattolica, el cual, por el contrario, con boina y pantalones, incluso en esa circunstancia se esforzaba por exhibir el brillante desparpajo, la desenvoltura moderna y despreocupada que en la posguerra habían hecho de él uno de los personajes públicos más famosos de toda la Emilia. Estaba el ingeniero Sears, del Partito d’Azione, que habitualmente caminaba un poco separado y, con las pequeñas manos cruzadas a la espalda, sonreía un poco para sí mismo. Estaba el grupito de los republicanos históricos—el farmacéutico Ricobboni, el sastre Squarcia, el dentista Canella—, más bien incómodos, era evidente, pero muy atentos a llevar el paso. Estaba, finalmente, Alfio Mori, secretario comunista responsable de Ferrara, pequeño, oscuro, con gafas, con un esbozo de sonrisa que apenas si dejaba ver los incisivos superiores grandes y blanquísimos, avanzando mientras hablaba tranquilamente con Nino Bottecchiari, el joven y prometedor secretario provincial de la Asociación Nacional de Partisanos. Pues bien, encogidos y algo desastrados como iban, reducidos a una especie de pequeño equipo de nulidades, el diputado Bottecchiari tenía garantizada frente a ellos la más cómoda de las victorias. Sacándoles a todos una buena cabeza y dirigiendo a todos lados ese mismo rostro rojo de cólera ante el cual hasta el mismísimo Sciagura, el tristemente célebre Sciagura, que fue el encargado de agredirle en pleno corso Giovecca en el ya lejano 1922 y tuvo que batirse ignominiosamente en retirada, nadie dudaba de que había vuelto otra vez, el abogado y diputado Mauro Bottecchiari, poco importaba si sólo por un día, el reconocido e indiscutible jefe del antifascismo de la ciudad. Nada por lo tanto más natural, una vez el coche fúnebre se detuvo junto a la fosa y las arzdóre del Delta sacaron el féretro de zinc de Clelia Trotti, que fuera precisamente él, el honorable Bottecchiari, el primero en dirigirse al féretro. El solemne traslado del cadáver de Clelia Trotti, muerta en la cárcel de Codigoro tres años antes, durante la ocupación alemana, desde el cementerio de Codigoro al Cementerio Municipal de Ferrara, para nada podría eximirlo de desempeñar el importantísimo papel que le correspondía. Al más antiguo compañero de luchas socialistas de Clelia Trotti le tocaba abrir la serie de discursos conmemorativos.
—¡Compañeros!—gritó el diputado Bottecchiari. Un grito ronco, imperioso, que retumbó largamente bajo los soportales del camposanto—. Compañeras—añadió con tono más bajo tras una pausa, como si se preparase para tomar impulso.
Y empezó a hablar gesticulando. Y sus palabras habrían llegado, sin duda, hasta los rincones más alejados de piazza della Certosa (en el esfuerzo, el rostro del honorable se puso morado) si, precisamente en ese momento, no hubiera irrumpido estrepitosamente una motocicleta, una de las primeras Vespas que pudieron verse circulando por la ciudad justo al final de la guerra. El tubo de escape de la Vespa no tenía silenciador. Más aun, un vistoso cacharro de metal cromado que sobresalía de la parte de abajo, al lado izquierdo del escúter, en lugar de mitigar las explosiones del motor servía evidentemente para lo contrario, es decir, para hacerlas más secas y ruidosas, más aptas para responder a la inquieta mano adolescente que trataba continuamente de provocarlas.
Interrumpido en su arranque oratorio, el diputado Bottecchiari calló. Frunciendo sus blancas y pobladas cejas, dirigió su mirada hacia el fondo de la plaza. Era corto de vista y, como no veía muy bien, se quitó el minúsculo pincenez con un gesto nervioso de la gruesa mano que siempre le temblaba. La lejana imagen de una muchacha en Vespa, que saliendo de via Borso, pero disminuyendo ahora la velocidad, corría a lo largo de los soportales del cementerio de espaldas a la gente reunida en semicírculo, apareció de pronto enfocada. Vaya, tenía que tratarse de una muchacha muy joven, de buena familia—expresaron los labios del diputado Bottecchiari plegándose en una mueca de tristeza—. ¿Quién podía ser? ¿Hija de quién?—decía también con el rostro receloso e irritado, como si estuviera repasando uno por uno, mientras observaba el bronceado de aquellas robustas piernas de quinceañera, resultado de cómo mínimo un par de meses de baños en Rímini, Riccione, etcétera (la burguesía, claro, pasada la borrasca de la guerra retomaba pronto todas sus viejas costumbres), los nombres de las mejores familias burguesas de la ciudad, entre las cuales nunca faltaron los Bottecchiari.
—¡Qué indecencia—protestó entonces en voz alta, con la amargura de quien se siente herido, incomprendido—. Me pregunto—añadió, señalando con la mano a la jovencísima motorista, erguida sobre el sillín, allá abajo, el flaco torso, casi masculino, cubierto con una ajustada camiseta negra y una cinta roja en la cabeza—, ¡me pregunto si cabe peor falta de educación que ésta!
Y la multitud, centenares de rostros escandalizados, gi...

Índice

  1. INICIO
  2. INTRAMUROS
  3. LIDA MANTOVANI
  4. PASEO ANTES DE CENAR
  5. UNA LÁPIDA EN VIA MAZZINI
  6. LOS ÚLTIMOS AÑOS DE CLELIA TROTTI
  7. UNA NOCHE DE 1943
  8. ©