Epílogo: la justicia como utopía
Es el fin y paradero de las letras (y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco llevar y encaminar las almas al cielo, que a un fin tan sin fin como este ninguno otro se le puede igualar: hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justicia distributiva y dar a cada uno lo que es suyo) entender y hacer que las buenas leyes se guarden. Fin por cierto generoso y alto y digno de grande alabanza, pero no de tanta como merece aquel a que las armas atienden, las cuales tienen por objeto y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. Y, así, las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo y tuvieron los hombres fueron las que dieron los ángeles la noche que fue nuestro día, cuando cantaron en los aires: «Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad»; y a la salutación que el mejor maestro de la tierra y del cielo enseñó a sus allegados y favoridos fue decirles que cuando entrasen en alguna casa dijesen: «Paz sea en esta casa»; y otras muchas veces les dijo: «Mi paz os doy, mi paz os dejo; paz sea con vosotros», bien como joya y prenda dada y dejada de tal mano, joya que sin ella en la tierra ni en el cielo puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra, que lo mismo es decir armas que guerra. Prosupuesta, pues, esta verdad, que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las letras, vengamos ahora a los trabajos del cuerpo del letrado y a los del profesor de las armas, y véase cuáles son mayores.
MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA
Don Quijote de la Mancha (2008, I, 37, pp. 392-393)
Sí, ya lo sé, ya sé que es locura querer volver las aguas del río a su fuente, que es el vulgo el que busca la medicina de sus males en el pasado; pero también sé que todo el que pelea por un ideal cualquiera, aunque parezca del pasado, empuja el mundo al porvenir, y que los únicos reaccionarios son los que se encuentran bien en el presente. Toda supuesta restauración del pasado es hacer porvenir; y, si el pasado es un ensueño, algo mal conocido...
mejor que mejor. Como siempre, se marcha al porvenir; el que anda a él va, aunque marche de espaldas. ¡Y quién sabe si no es esto mejor...!
MIGUEL DE UNAMÜNO
Del sentimiento trágico de la vida
La justicia pura, como tantas otras construcciones de la razón o del anhelo, cuando llegamos realmente a asirlas, se nos van de las manos. La justicia encantadora, prometida por el humanismo, queda maltrecha y abollada por la nube de pedradas que los galeotes arrojan sobre su libertador. Hay cosas que no son para este mundo, no obstante no tener sentido sino dentro de este mundo. He ahí la tragedia cervantina.
AMÉRICO CASTRO
El pensamiento de Cervantes
HAY IDEAS TAN elevadas que, por ello mismo, nunca lograrán su plena revelación y realización. La justicia es una de ellas. Al igual que el sol que vemos en el horizonte al caer de la tarde, que sabemos que está tan lejos que nunca lo alcanzaremos, pero que nunca dejamos de contemplar y desear, la idea de justicia la percibimos a cada instante y quisiéramos atraparla, aunque sabemos que siempre está más allá de nuestro alcance; somos conscientes, eso sí, de que su estar «más allá» tiene un sentido: es la única forma posible de que ilumine todo lo que hacemos.
Y, puesto que esa justicia plena y total no se logrará nunca de forma completa, nos hacemos conscientes de que la idea de una justicia absoluta resulta un contrasentido. A cambio de ello, las injusticias nos rondan por todas partes: sentimos y sufrimos las desigualdades, el engaño, la mentira, el dolor, la enfermedad, la muerte. En todo ello percibimos un trazo de injusticia que nos esforzamos por enfrentar.
La justicia plena es inalcanzable, pero ser justos es algo posible para nosotros, y algo por lo que vale la pena luchar. El hombre justo no es, sin embargo, el que no incurre en injusticias. ¿Es que acaso alguien está a salvo de cometerlas? No, los hombres justos también cometen injusticias, al igual que los hombres injustos hacen actos dejusticia, pues la justicia como virtud es un hábito, y no algo que se pueda reducir a un cierto tipo de acciones y conductas: el hábito de procurar el bien ajeno como bien propio. La diferencia esencial entre el hombre justo y el injusto ya la percibió Sócrates: mientras el hombre injusto es el que no tiene ningún problema en cometer injusticias, y sí, en cambio, hace todo lo que esté a su alcance para no padecerlas, el hombre justo es aquel que vive a plenitud el precepto socrático: es preferible padecer la injusticia que cometerla.
Ser justo no es, entonces, otra cosa que luchar contra la injusticia y, sobre todo, mantenerse alerta para no cometer injusticias, incluso cuando su lucha nos lleva a padecer esas mismas injusticias de las cuales buscamos a toda costa no participar. Y «lucha» es aquí el término apropiado, pues la justicia existe para los hombres bajo un único modo: el de la lucha contra toda forma de injusticia.
Hay una bella palabra en nuestra lengua que recoge muy bien el sentido de aquello que siempre buscamos, pero que nunca encontraremos plenamente, porque, por su misma naturaleza, no tiene lugar: utopía. Lo utópico es lo que aún no tiene lugar. No es que carezca de lugar, o que esté fuera de lugar; es que aún no tiene lugar. No por ello, sin embargo, está menos presente. Al contrario: lo que aún no tiene lugar está presente en nuestras vidas a cada instante y en todo lugar. No es efímero, sino constante, aunque sea temporal. No es quimérico ni banal, sino sustancial y definitivo. No es casual, sino voluntario y deliberado. La presencia de la utopía, de lo que aún no tiene lugar, imprime un dinamismo propio a nuestra existencia y convierte nuestra finitud en sed de inmortalidad.
La justicia es utopía, pues en este mundo aún no tiene lugar. Y la lucha por la justicia es siempre ambivalente: embellece la vida y la hace más digna de ser vivida; y, sin embargo, supone una cuota de tragedia y de dolor. El que lucha por la justicia se hace, por ello mismo, más susceptible de padecer las injusticias. Puesto que no está dispuesto a cometerlas, se sabe con disposición para padecerlas. Y la razón es muy sencilla (ya Sócrates la advirtió): el que comete injusticias daña a otro y se daña a sí mismo; el que padece la injusticia, aunque esta pueda dañarlo, no daña a otros. La lucha por la justicia se hace muchas veces a costa del propio bien.
Pero ahondemos un poco más en la idea de utopía. La utopía no es una mera creencia en un posible «deber ser», pues la creencia no es tampoco un simple contenido mental, sino, como bien lo sugirió William James, toda creencia auténtica es una disposición para actuar en una determinada dirección. La utopía de la justicia no consiste en «creer que» este mundo debería ser más justo (¿quién no creería en ello?), sino en disponerse para luchar por un mundo más justo habituándonos a actuar de un modo justo. Con respecto a la idea de utopía nos dice Adolfo Sánchez Vásquez:
La utopía es valiosa y deseable justamente por su contraste con lo real, cuyo valor se rechaza y, por consiguiente, se considera detestable. Toda utopía entraña, en consecuencia, una crítica de lo existente. Y solo porque se halla en relación con una realidad que, por detestable, es criticada, se hace necesaria.
La utopía no solo marca -con su rechazo y crítica- un distanciamiento de lo existente, sino también una alternativa imaginaria, que lo trasciende, a sus males y carencias.
La utopía no solo anticipa imaginariamente esa alternativa, sino que expresa también el deseo, aspiración o voluntad de realizarla. Lo cual significa a su vez que esa sociedad utópica que se desea, o aspira a realizar, se tiene por posible. (Sánchez Vásquez, 2008, pp. 7-8)
Pero, ¿dónde está, pues, la utopía? Ya lo dijimos: aún no tiene lugar; pero, entonces, hay que buscárselo. ¿Y en dónde lo haremos? En el tiempo. Unos la sitúan en un pasado remoto de inocencia y bondad originales, como lo han hecho casi todos los pensadores románticos. Otros, inspirados en una filosofía de la historia donde hay un lugar para el progreso y el mejoramiento continuo de la especie, sitúan la utopía en un futuro de mediano plazo que aliente la acción revolucionaria. Pero hay también utopías del presente, aunque estas últimas resulten menos ambiciosas y se satisfagan fácilmente. La utopía de la justicia solo es pensable en una perspectiva de futuro. Supone, sin embargo, una mirada amplia que vincule lo pasado con la situación presente y proyecte esta hacia un porvenir deseado. El hombre justo debe, por tanto, tener una mirada que abarque sus raíces históricas, debe tener bien puestos los pies sobre la tierra del presente y debe poseer un corazón ansioso de construir el porvenir.
Don Quijote es un pensador utópico, y los que creemos en lo elevado de sus ideales no podemos serlo menos. Su utopía, sin embargo, solo la comprenden adecuadamente los de corazón sencillo. No es extraño, por ello, que se la comunique a los cabreros, pues es entre la gente sencilla que espera que cale su ideal. En el capítulo 11 de la primera parte la describe en estos términos:
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por...