Julián Marías. Retrato de un filósofo enamorado
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Julián Marías. Retrato de un filósofo enamorado

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Julián Marías. Retrato de un filósofo enamorado

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El filósofo y escritor Julián Marías (1914-2005) tuvo una vida excepcionalmente intensa. Discípulo y amigo de Ortega y Gasset, Zubiri, García Morente y Gaos, formó parte de la Universidad de Madrid durante la Segunda República. Durante la guerra civil colaboró con Besteiro en la búsqueda de la paz. Concluida la contienda conoció la cárcel por la falsa acusación de su mejor amigo. Participó activamente en la transición democrática española, y fue consejero de Juan Pablo II.Mas si algo caracterizó a Julián Marías fue su capacidad de amar. Amó la cultura, la libertad, España, América, a sus amigos… y, sobre todo, amó a una mujer, Lolita. Esta es su historia; el retrato de un filósofo enamorado.

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Información

Año
2011
ISBN
9788432138775
1. EL FILÓSOFO
«De pequeña me decían: ¿Por qué no vas a jugar en vez de hacer preguntas más grandes que tú? Pero yo quería la verdad. Quería la verdad de mi vida y en mi vida. Quería la verdad que me hiciese comprender también la verdad de todas las demás vidas. Después, cuando crecí, me dijeron que la verdad no existía o, mejor dicho, que existían tantas como hombres hay en el mundo, y que buscar la verdad era una pretensión infantil, ingenua e inútil».
SUSANNA TAMARO
«¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela».
ANTONIO MACHADO
«Dos cosas me llenan de admiración;
el cielo estrellado fuera de mí,
y el orden moral dentro de mí».
IMMANUEL KANT

Dos niños y una promesa

El calendario pende de la pared. Bien visible el año: 1920. Reina una calma cuyo discurrir señala el acompasado tic-tac del reloj del comedor.
Los dos niños se han refugiado tras la puerta. El menor, de cara redonda y brillantes ojos azules, apenas tiene seis años. Su hermano, de nueve, enjuto y con orejas respingonas, habla casi en susurros, pues algo mágico flota en el ambiente. Y es que están a punto de hacer una promesa, una promesa provista de una gravedad impropia de la condición de sus protagonistas y del lugar de su ejecución.
Así se escriben a veces los grandes acontecimientos, en un rincón apartado de la vista de las gentes. Descartes elaboró su Discurso del Método —bomba intelectual que pondría patas arriba el pensamiento occidental— aliviando el frío invernal junto a una estufa, mientras permanecía acuartelado como soldado. Y Spinoza meditaba sus Tractatus a la par que pulía lentes artesanalmente.
Ahora estos dos niños van a prometer algo, y ese algo es que no mentirán nunca. «Nunca» es una palabra rotunda, omnímoda, sin fisuras. Nunca, excluye la excepción. Es ley inmutable, berroqueña.
Ochenta y cinco años más tarde, aquel niño de ojos celestes es ya un anciano que sabe que sus días están contados. Ha vivido una existencia cargada de vicisitudes, ilusiones y decepciones. Pero las fuerzas se agotan, y pese a no haber perdido la lucidez, cualquier pequeño esfuerzo le produce fatiga. Incluso necesita la ayuda de una bomba de oxígeno para respirar.
Estamos a finales de noviembre de 2005 y la directora de Cuenta y Razón entrevista al filósofo. Se trata de hacer el balance de toda una vida. Las respuestas son forzosamente breves. Leticia Escardó aún no lo sabe, pero su entrevista deberá interrumpirse y quedará para siempre inconclusa.
— Mirando para atrás, ¿de qué se siente más orgulloso?
— De no haber dicho mentira alguna desde... Yo tenía 6 ó 7 años y mi hermano tres más. Nos prometimos no decir nunca una mentira. Y lo he cumplido.
¡Lo ha cumplido! Ha realizado el peregrinaje de una larga vida manteniéndose fiel a la palabra dada con seis años. ¿Quién puede decir eso? ¿Quién después de pasar por las trastadas de la infancia, la escuela, la universidad, el amor, la guerra, las penurias económicas, la amistad, la traición, la persecución, el reconocimiento, los cambios políticos..., quién puede después de una longeva vida llena de avatares sostener algo así? ¿Dónde podemos encontrar una muestra de veracidad de tamañas dimensiones?
El afán de verdad va a ser una constante en la trayectoria de Julián Marías. Verdad dicha y verdad vivida, pues ambas se necesitan.
«La verdad consiste en dejar que la realidad penetre en nosotros y se dibuje en nuestra mente —señalará el filósofo—; en este sentido, el conocimiento filosófico supone una aparente pasividad que en rigor no lo es, y que sería mejor llamar humildad o aceptación de la realidad, respeto a ella. Pero no es pasividad, porque esa visión requiere mirar, ejercer presión sobre la realidad y obligarla a que se manifieste (…) y se haga inteligible» (Marías, Razón de la Filosofía, 1993, 135).
Humildad, aceptación de la realidad, respeto. Desde temprana edad Julián Marías irá adquiriendo las virtudes que le van a permitir ser un buen filósofo, un amigo de la verdad abierto al mundo.

De la verdad vivida a la verdad pensada

Uno de los rasgos más llamativos de la infancia de Julián Marías es su precocidad. Aprendió a leer preguntando qué significaban los letreros que veía por las calles de Valladolid, ciudad donde había nacido el 17 de junio de 1914. Con cinco años, y recién llegado a Madrid con su familia, ya leía bien francés. Pronto aprende latín, y más tarde inglés y alemán. Cuando llegó a la universidad se adentró en el conocimiento del griego, inicialmente por recomendación de su maestro Zubiri.
Es decir, que durante la mayor parte de su vida tuvo acceso a las grandes obras de la cultura occidental en sus lenguas originales. «Yo lo he visto siempre leer en latín al filósofo Suárez y en griego a Aristóteles —cuenta su hijo Javier Marías—, en alemán a Heidegger, y en inglés y francés, respectivamente, a sus favoritos Conan Doyle y Simenon» (ABC Literario, 17-6-1994).
El menor de sus vástagos, Álvaro, también nos descubre esta sabrosa escena en la que se constata cómo don Julián era sometido a examen por el más implacable tribunal que quepa imaginar, el de los hijos adolescentes: «Allí estaban a menudo, semirrecostados por divanes y sillones —aún no invadidos por la vorágine libresca gracias a los constantes desvelos de mi madre— mis tres hermanos mayores, enfrascados en sus respectivas lecturas, a veces sobre el telón de fondo de alguna música que mi padre no había logrado acallar (…). Es increíble que mi padre pudiera seguir alumbrando su obra en tales circunstancias; pero lo peor es que no acababan ahí las cosas. Cada uno de mis hermanos, sin levantar la mirada del libro, le lanzaba constantes preguntas. Pongamos por caso: “¿Qué quiere decir charrue?”. Mi padre, sin dejar de teclear, respondía a velocidad de ordenador: “arado”. A los pocos segundos caía otra consulta en inglés, en alemán, en griego, en latín… que mi padre respondía tan veloz como infalible. A veces protestaba un poco: “podíais, por lo menos, decir de qué idioma se trata”. Esa utilización como “diccionario viviente” creo que le producía a mi padre un secreto placer. (…) Cuando leía en otro idioma, memorizaba las palabras más raras y, a la hora de comer, le espetaba a bocajarro: “¿Qué quiere decir foulon?”. Como la cosa más natural, contestaba: “Batán”, palabra cuyo significado desconocen, en español, la inmensa mayoría de los españoles. Otra vez fui aún más cruel: a la hora de los postres le coloqué delante de las narices el pasaje más enrevesado del enrevesado latín de Miles gloriosus de Plauto, aquél de cuyo sentido ni siquiera el catedrático de latín de mi facultad estaba muy seguro. Ante mi asombro, se puso a traducirlo a la misma velocidad y con la misma precisión con que podía traducir una novela de Dumas del francés» (Casino de Madrid, 30-6-2006).
Lo cierto es que siempre dispuso de unas dotes mentales y memorísticas fuera de lo normal. Ya octogenario, recordaba libros enteros de poesías en diversos idiomas. También sorprendía su capacidad para nombrar personas y acontecimientos con todo lujo de detalle. Sus Memorias están plagadas de nombres y anécdotas de personas que conoció a lo largo de su longeva vida.
Una peculiaridad de esta memoria es que no se limitaba al dato, sino que le permitía recobrar la experiencia acaecida, tener presente qué sintió, qué atmósfera se vivía, es decir, no era una mera rememoración, sino que conseguía una presencia vívida de los sucesos y las personas; literalmente, los revivía.
Pero volvamos a su infancia. El pequeño Julián comienza a leer revistas ilustradas con cuatro años; enseguida, además de los cuentos propios de su edad, pondrá la atención en la prensa. Poco a poco su afán por conocer lo lleva a buscar nuevas fuentes, de modo que lee las obras de que dispone su familia y comienza a ampliar la biblioteca doméstica con sus propias adquisiciones. Esa tendencia lectora va a ser ya imparable. Al final de su vida su biblioteca particular dispondrá de más de treinta y seis mil títulos. Hasta el punto de que su casa estaba literalmente invadida por pilas de libros.
Como muestra de esta voracidad lectora, recogemos el siguiente párrafo de sus Memorias:
«Hacia el final de mis estudios hice una larga lista de autores franceses de filosofía, de la segunda mitad del siglo XVIII y primera del XIX; dejé copias de ellas a mis amigos los libreros, como quien deja redes tendidas, y un par de semanas después fui a ver la “pesca” capturada; de una vez compré unos ochenta libros, que nuestros antepasados leían» (Marías, Memorias 1, 1989, 108).
A eso se le llama pesca de arrastre. En cualquier caso queda clara su desbordante inquietud intelectual.
Cuando el joven Marías tiene la primera noticia de Ortega y Gasset, éste ya era una personalidad sobresaliente en el panorama intelectual español. Ortega había publicado su primer artículo en 1902, con diecinueve años de edad, recién licenciado en Filosofía por la Universidad de Madrid; la misma en la que ocho años más tarde llegará a ser catedrático. Ortega pretende poner España a la altura del tiempo, y para ello utiliza no sólo la cátedra, sino muy principalmente la prensa escrita, en la cual se fueron configurando la mayor parte de sus libros. Pronto brillará con luz propia y acabará por encabezar un movimiento renovador que, partiendo de las inquietudes noventayochistas, encumbrará a España a los puestos de cabeza del pensamiento europeo (lo cual equivalía a decir mundial).
Decíamos que Ortega es un hombre público cuando el inquieto Marías lee su libro Notas en 1928. En sus páginas, aquel bachiller de catorce años se encuentra en lo que él mismo calificó de aventura. No sólo le fascinaba lo que leía, sino que encontraba que el autor lo asociaba a su tarea de escribir, de descubrir, de indagar, lo implicaba. «No es que simplemente entendiera lo que Ortega decía; es que veía que las cosas eran así». Y todavía añade. «No es que aquello me “gustara”, me “pareciera bien”, me “entusiasmara”; mi reacción era que todo aquello era verdad». Una verdad que adquiere una nueva perspectiva en su vida: «La verdad había tenido primariamente para mí un carácter moral; sin perderlo, adquiría ahora una significación más directamente intelectual» (Marías, Acerca de Ortega, 1991, 212).
Es decir, la verdad, lejos de perder su carácter moral, l...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Agradecimientos
  4. INTRODUCCIÓN
  5. A VISTA DE PÁJARO
  6. 1. EL FILÓSOFO
  7. 2. EL ENAMORADO
  8. 3. EL ACUSADO
  9. 4. EL AMIGO
  10. 5. EL PATRIOTA
  11. 6. EL CREYENTE
  12. CONFESIÓN FINAL