Vaya usted con Dios...
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Vaya usted con Dios...

  1. 160 páginas
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Vaya usted con Dios...

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La Modernidad ideológica ("más hombre y menos Dios") ha fracasado. Se abre paso una soñadora posmodernidad ("yo decido qué soy, y decido si hay Dios").¿Es posible despertar a la cultura del "cuanto más humano, más divino"? El sopor desaparece si se reconstruye la creencia desde sus cimientos indispensables: la conciencia, el sentido de la amistad y del sufrimiento y el fulgor del bien.

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Información

Año
2011
ISBN
9788432138744
Categoría
Religión
IV. CREENCIA, SECULARIZACIÓN
Y SECULARIDAD
Hasta ahora se ha tratado aquí de la reconstrucción de la creencia como una tarea personal, de cada conciencia. Pero es útil ver las perspectivas de este trabajo en una época de Occidente caracterizada, entre otros rasgos, por fenómenos como la secularización o el proceso de secularización. En este tema, los análisis deben realizarse con gran finura, porque, en realidad, secularización es un término que admite diversas y aun contrarias acepciones.

1. SECULARIZACIÓN, SECULARIDAD

Parece pacífico que hoy, en el mundo occidental, donde durante siglos ha sido muy fuerte la impronta privada y pública de lo cristiano, la secularización es un proceso bien asentado. Pero secularización puede significar cosas diferentes según el punto de vista de quien habla. En unos casos, quiere decir desaparición, al menos de la vida pública, de la dimensión religiosa, de los signos religiosos, de la terminología espiritual: ya se trate de una desaparición espontánea —por la vía de la pérdida de costumbres de fondo cristiano—, ya sea provocada o, en algunos casos, una suma de las dos.
Cuando el proceso de secularización es especialmente inducido, y se da con virulencia, se trata de actuaciones del laicismo, entendido aquí como una ideología que trata de eliminar la religión de la vida pública como camino (aunque esta intención suele estar oculta) hacia su eliminación total, sin más. Si se desea un ejemplo histórico, fue el caso del político francés Émile Combes, presidente del Gobierno en los primeros años del siglo XX. A pesar de provenir de una familia católica y haber pensado en ser sacerdote durante su juventud, a sus sesenta y dos años dio muestras de una intransigencia antirreligiosa rayana en la ofuscación. Utilizando leyes de 1901 y 1904 sobre el derecho de las asociaciones y sobre la libertad de enseñanza de las asociaciones religiosas, ordenó el cierre de más de dos mil quinientos centros de enseñanza privados. Después dispuso la disolución de casi todas las congregaciones religiosas femeninas; sólo quedaron cinco masculinas. Francia sigue siendo el único país de Europa donde no se imparte asignatura de religión en las escuelas públicas, ni siquiera como optativa. En cambio se han recuperado los centros privados de enseñanza, unos 9.000, que atiende a una sexta parte de la escolarización. Con una singularidad: el país de Combes se ha encontrado, un siglo después, con el problema de que los cinco millones de musulmanes franceses exigen sus derechos, también en esta materia. Y los padres de los alumnos y alumnas musulmanes prefieren los colegios católicos a los públicos, porque en los primeros se es más comprensivo con su religión.
En un sentido completamente opuesto a laicismo, secularización quiere decir que la religiosidad puede adoptar, y de hecho lo está haciendo desde hace tiempo, formas distintas a las de tiempos anteriores; formas no clericales, laicales. (Es una singularidad de la evolución histórica de la lengua que laical, un término positivo, tenga la misma raíz que laicismo, una realidad negativa).
No se trata de un fenómeno casual. La teología ha concluido, desde hace tiempo, que una cierta secularización estaba en germen en el mismo cristianismo, ya que la fe cristiana impide sacralizar elementos del mundo material o viviente, sea el sol, la luna, plantas, animales, seres humanos, ideologías. Cuando se lee a algunos autores clásicos latinos, como, por ejemplo, a Ovidio, es asombrosa la frecuencia con la que trata a Augusto de «dios». Se comprende el asombro de los primeros cristianos. Dios, el nombre del padre y autor de todos los hombres, no puede ser empleado para un césar mortal y efímero.
Si Dios ha creado al hombre y lo ha dejado en manos de su propio albedrío, aquello que hagan los hombres y el tipo de sociedad que construyan goza de autonomía. No hay ni un solo versículo de los Evangelios que favorezca una teocracia. Es claro que los discípulos pensaban en un Mesías que sería el definitivo rey de Israel (es esa vaga tentación del milenarismo que, con esa u otra palabra, estuvo mucho tiempo presente), pero existe un pasaje significativo. Los discípulos le preguntan si «vas a restablecer el reino a Israel». La respuesta: «No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos oportunos que el Padre fijó con su propia potestad, mas recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos así en Jerusalén como en toda la Judea y Samaria y hasta el último confín de la tierra» (Hechos, 1, 6.8).
Secularidad es la propiedad de estar y vivir en las cosas del saeculum, del tiempo de la historia, en las cosas corrientes del mundo, en el escenario común a todos los seres humanos. Al ser casi una propiedad «técnica», hay diversas formas de vivir la secularidad.

2. SECULARIZACIÓN Y CLERICALISMO

Uno los positivos resultados del avance de la secularidad (que no de la secularización en sentido desacralizador) es la disminución e incluso desaparición del clericalismo.
El contexto propio del clericalismo ha sido, históricamente, la alianza del Trono y del Altar, de la jerarquía política y la jerarquía religiosa. Salvo en muy contadas ocasiones, la alianza entre el Trono y el Altar favorecía más al poder político, que tenía con frecuencia la tentación —y caía en ella— de controlar lo eclesiástico con el sencillo procedimiento de nombrar a los obispos o vetarlos, algo esencial no solo desde el punto de vista de «colocar a sus hombres» sino de manejar los copiosos bienes económicos anejos a los beneficios eclesiásticos. Téngase en cuenta que hasta bien entrado el siglo XX, algunas potencias europeas (España, Francia, Austria) tenían el privilegio de veto en el Cónclave. Por eso no salió el Cardenal Rampolla, vetado por Austria, sino Pío X, en 1903. Fue San Pío X el que prohibió, bajo pena de excomunión, el uso de ese privilegio.
Cuando subsiste la estrecha alianza entre lo político y lo religioso, aunque en general favorezca al Poder político, también lo eclesiástico encuentra fácilmente situaciones de preeminencia social y de privilegios. Y una deformación de esa desviación es el clericalismo.
Clericalismo es la injusta pretensión del clero de decidir y disponer en asuntos seculares, temporales. El clericalismo confunde una visión auténticamente cristiana de la historia con una determinada época o solución histórica. El clericalismo atribuye a Dios el punto de vista de hombres que constituyen una parte visible de la Iglesia (la jerarquía, los sacerdotes) y que, por bien intencionados que sean, no son más que hombres.
El clericalismo, sin embargo, no tiene un único rostro: hay clericalismos reaccionarios y clericalismos revolucionarios; hay clericalismos centralistas y clericalismos nacionalistas.
Una de las manifiestas debilidades del clericalismo es su confusión con cierto tipo de nacionalismo o patriotismo. Marrou cita a Dom Guéranger hablando de Juana de Arco: «La fe nos hace ver en ello una manifestación sin par de la predilección divina por Francia, la intención de sustraer ese reino cristianísimo al yugo de la herejía que la Inglaterra protestante hubiese dejado caer sobre él un siglo más tarde». Y comenta: «A esto un católico inglés respondería que Dios ama también a la nación británica y que si el tratado de Troyes [de 1420: Enrique V de Inglaterra heredaría el trono a la muerte de Carlos VI de Francia] hubiese sido aplicado, el reino unido de los leopardos y de las flores de lis, yendo desde el Tweed al Mediterráneo, hubiese ofrecido más resistencia a la Reforma. Todo eso suponiendo que el paso al anglicanismo haya sido un mal absoluto, a lo que cabría presentar objeciones» (Teología de la historia, pp. 103-194). Eso o, naturalmente, cualquier otra consideración más o menos futurible.
El clericalismo, siempre muy atento a los signos externos del poder, al volumen de las aclamaciones, al ondear de banderas, puede transformarse en poco tiempo en abanderado de la mala secularización, en su intento de protagonizar la historia. No se olvide que existen «beatos de lo alternativo».
Pero hay otras insospechadas derivaciones del clericalismo, hasta el punto de que puede hablarse de un clericalismo laicista. La mayoría de los políticos, sobre todo en países de mayoría católica, hablan con frecuencia de «la laicidad del Estado», casi siempre con un cierto retrogusto jacobino, antirreligioso. En realidad, es posible, y se verá en seguida, una laicidad o una secularidad trascendente.
En la audiencia semanal del 14 septiembre de 2005, Benedicto XVI anotaba que «en el centro de la vida social de una ciudad, de una comunidad, de un pueblo, debe estar una presencia que evoca el misterio de Dios trascendente». Como en un eco de la visión agustiniana, añadía que «el hombre no puede caminar bien sin Dios, debe caminar juntamente con Dios en la historia». El 17 de septiembre de 2008, durante una visita a Francia, dijo en una rueda de prensa: «Hoy me parece evidente que la laicidad, de por sí, no está en contradicción con la fe. Diría incluso que es un fruto de la fe, puesto que la fe cristiana, desde sus comienzos, era una religión universal y, por tanto, no identificable con un Estado; es una religión presente en todos los Estados y diferente de cada Estado. Para los cristianos ha sido siempre claro que la religión y la fe no están en la esfera política, sino en otra esfera de la vida humana... La política, el Estado, no es una religión, sino una realidad profana con una misión específica. Las dos realidades deben estar abiertas una a la otra».
La militancia laicista pone a veces un fervor en su tarea que recuerda los tiempos del peor clericalismo. En el fondo se trata de una misma matriz: la que resulta del desconocimiento de la libertad del otro. El laicismo no consigue entender —o si lo entiende no está dispuesto a admitirlo— que la libertad de religión es una consecuencia inmediata de la libertad de la conciencia y que ésta, a su vez, afecta a lo más íntimo y a lo más digno de la persona humana. El laicismo clerical está siempre atento para que esa libertad de la conciencia no pueda ejercerse fuera de la verdad «oficial», que es una simple opinión particular y partidista por mucho que se disfrace de «pública».
La acusación más frecuente que se hace al laicismo es su interés y actuación para la expulsión de Dios de los ámbitos públicos. Pero este fenómeno es complejo, muy diferenciado, lleno de matices, no todos malignos. Es preciso acercarse a él poco a poco, para abrir paso a lo que más adelante se llamará «una secularidad trascendente».
Antes que nada, debería ser pacífico reconocer que las formas de expresión religiosa pueden variar con los tiempos. La historia, pese al tópico, no se repite nunca. El tiempo implica siempre originalidad, cada época se presenta con rasgos propios, como cada tiempo de la vida de los seres humanos. Se olvida con frecuencia que muchas formas históricas, que parecieron naturales y normales en su tiempo, han desaparecido sin que nadie las haya echado en falta. Son simplemente cosas que dejan de ser, como se deja de usar un tipo de ropa y se sustituye por otro.
Ocurre, sin embargo, que, al lado de esa originalidad o novedad de los tiempos, existen algunas constantes en las actitudes y en el comportamiento humano que, con diversas formas, se pueden dar en cualquier tiempo. Así, cuando se debilita la creencia en lo sobrenatural surge una especie de sucedáneo que podría denominarse «el dominio de lo inmediato». Sólo vale lo que se va dando, lo que resulta ser, las intrigas de cada día. Sin el menor atisbo de algo más.
Nunca ha habido el menor equívoco sobre la sustancia de la fe en Dios: se trata de cosas que no se ven. Por eso, «bienaventurados los que no vieron y creyeron» (Juan, 20, 29). San Pablo aclara que la fe es «la sustancia de las cosas que se esperan» (Hebreos, 11, 1), es decir, que aún no están aquí en su plena «visibilidad». Pero hay que decir, a la vez, que cuando en las ecuaciones de la vida se cuenta con esa incógnita de la fe...

Índice

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Introducción
  4. I. El ocaso de la Modernidad
  5. II. Críticas a la Modernidad
  6. III. Trabajo de reconstrucción de la creencia
  7. IV. Creencia, secularización y secularidad
  8. Conclusiones