Filosofía política
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Filosofía política

Alfredo Cruz Prados

  1. 175 páginas
  2. Spanish
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Filosofía política

Alfredo Cruz Prados

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Información del libro

La filosofía política no es, sin más, el estudio del poder, como fenómeno social, y del Estado, como estructura y organización del ejercicio del poder. Es la reflexión racional sobre un género de vida en común, la vida política, que es la forma de vida más propia y completa del ser humano. Por ser naturalmente social, el hombre alcanza la plenitud de su naturaleza realizando su misma condición social, y esta condición queda máximamente cumplida en la sociedad política. La filosofía política es la búsqueda de una comprensión más reflexiva y rigurosa del complejo contenido que adquiere la existencia del hombre cuando se convierte en vida ciudadana.

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Información

Año
2015
ISBN
9788431355579
Categoría
Filosofía

Capítulo VII: La ley y el derecho

Es bien conocida la definición de ley que da Santo Tomás: la ley es la ordenación de la razón al bien común, dada por aquel que tiene a su cuidado la sociedad –por el príncipe o gobernante, dice en ocasiones–, y promulgada1. Siendo una ordenación, la ley es un acto de la razón, porque a la razón compete ordenar los medios al fin2. En el caso de la ley, los medios son las acciones de los que forman parte de la sociedad, y el fin, el bien común de esta. Mediante la ley, el gobernante ordena los actos de los ciudadanos al perfeccionamiento de la sociedad. La ley es, pues, una regla de conducta: es una regla o medida práctica que define, de manera pública y general, la conducta ciudadana que es positiva para la consecución y preservación del bien común de la polis.
La ley es pública en un doble sentido: es pública porque para ser ley ha de estar promulgada, es decir, ha de ser cognoscible por aquellos a los que afecta; y es pública porque forma parte de lo público, de lo que los ciudadanos comparten en cuanto pueblo. Y la ley es general en un doble sentido también: es general porque es dada para el conjunto o para una parte del conjunto de los ciudadanos, no para un ciudadano singular; y es general porque, a consecuencia de lo anterior, la ley dicta la conducta que es positiva en general, es decir, la acción que se debe rea­lizar en las condiciones y circunstancias ordinarias, que son las únicas que el legislador puede prever y tener en cuenta. La ley se dicta –dice Santo Tomás– según lo que sucede ordinariamente3.
El bien común es el fin o razón de la ley: es la razón de la existencia de la ley, es la razón del contenido de esta, y es la razón del cumplimiento de la misma. Si una ley es contraria al bien común –digamos mejor, si una pauta de conducta contraria al bien común es promulgada con la pretensión de que sea ley–, no es válida en verdad como ley, y no constituye, de suyo, una obligación moral. De manera similar, si en alguna circunstancia concreta el cumplimiento de una ley que, en general, fuera válida resultara perjudicial para el bien común, no sería obligatorio obedecerla según su letra o contenido expreso, sino solo según el espíritu o intención que cabe suponerle. En ambos casos –y especialmente en el primero–, lo que haya de hacerse con respecto a la ley, no depende de esta misma, de lo que ella dice, sino de lo que sea conveniente para el bien común, considerado este de manera directa e inmediata.

a) La ley informa y mueve

Hay que tener en cuenta que, en el ámbito de lo práctico, de lo que es acción humana, los medios no son una realidad externa al fin, y que, por lo tanto, la determinación de los medios es, en realidad, una determinación del fin. Determinar los medios para el fin es determinar en qué consiste en concreto, en la práctica el mismo fin. Por esto, la ley, que ordena los actos humanos al bien común –como los medios al fin–, constituye una determinación práctica del mismo bien común. Definir las acciones que se ordenan, que son positivas para la consecución del bien común, equivale a definir las acciones que componen el contenido de este bien, y equivale, asimismo, a definir las acciones en las que consiste ser un buen ciudadano: las acciones que caracterizan al sujeto que está correctamente ordenado al bien común.
La ley es un acto de la razón, pero no es solo acto de la razón. Considerada en su integridad, la ley procede de la razón y de la voluntad del legislador4. La ley es también un acto de la voluntad porque, respecto de toda ley concreta, ni su existencia como ley, ni el contenido preciso de ella, es algo que posea necesidad lógica. Por racional que sea, la ley no es una pauta de conducta que se deduzca necesaria y unívocamente a partir del bien común. Que la ley sea racional no significa que sea una cuestión de pura racionalidad –una conclusión puramente lógica y apodíctica– el hecho de que la ley sea y de que sea la que es. La ley procede también de la voluntad del legislador porque es esta voluntad la que quiere que, sobre una materia o aspecto de la vida en común, haya ley, haya una pauta de conducta obligatoria para todos, y la que quiere que el contenido concreto de la ley –la pauta de conducta que haya– sea exactamente el que es, cuando podría ser más o menos diferente.
La ley es una determinación de la voluntad del gobernante acerca del bien común, es una determinación de su modo de querer este bien, que determina prescriptivamente el modo de querer el bien común por parte de los ciudadanos sujetos a la ley. Ciertamente, se trata de una determinación racional, es decir, fundada en razones, pero de una determinación, al fin y al cabo, de la voluntad. La ley es objeto de la prudencia5, no de la lógica o de la ciencia. En otras palabras, la razón de la que procede la ley es la razón práctica, no la razón teórica; y la razón práctica, ordinariamente, ni opera deduciendo, ni proporciona certeza absoluta.
Porque la ley es un acto tanto de la razón como de la voluntad, Santo Tomás puede decir que la ley tiránica no es ley estrictamente pero, no obstante, conserva del carácter de ley el ser dictado de un superior y el buscar obediencia6. La ley tiránica no es auténtica ley porque es injusta, porque no está ordenada al bien común, es decir, porque no es racional; pero, a pesar de esto, sí posee algo que corresponde y forma parte de la condición de ley: ser dada por la voluntad que puede darla, que puede quererla, y queriendo esta voluntad lo que ha de querer –obediencia– para que lo dado por ella sea ley. Puede decirse que la ley injusta no es propiamente ley porque carece de lo que la ley tiene de razón, pero puede ser llamada «ley» en la medida en que conserva algo de lo que la ley tiene de voluntad.
La ley tiene la doble función de informar y de mover. Lo primero y más esencial que la ley lleva a cabo es informar, dar forma al vivir y obrar en común. La ley define la actividad común, establece con precisión en qué consiste la acción colectiva. Al dar, con la ley, forma concreta y estable a las acciones compartidas, hacemos realmente posibles estas acciones.
Por tanto, la ley no es una simple restricción impuesta a nuestra libertad de acción, como si esta libertad estuviera plenamente constituida con anterioridad, dotada ya de completa realidad, y solo necesitara ser limitada para no colisionar con la libertad de los demás. La ley da realidad a nuestra libertad, pues la realidad de esta es su realidad práctica y social, que consiste en la efectiva posibilidad de tomar parte, de hacernos presentes en acciones comunes, que se hacen realmente posibles al estar definidas por la ley. La realidad de nuestra libertad de acción es la realidad de las acciones a las que nos da acceso nuestra libertad. Las leyes que regulan una actividad –sea esta la economía, el tráfico o el fútbol– no limitan nuestra libertad de realizar tal actividad, sino que dan realidad y contenido a esta libertad, al definir en qué consiste practicar dicha actividad. Acatamos las leyes para que la acción que realizamos gracias a nuestra libertad, sea efectivamente la acción que esas leyes informan. La ley no se opone a la libertad, ni la restringe, pues cumplir las leyes que definen una actividad es querer verdaderamente realizar dicha actividad.
Pero la ley no solo da forma al obrar humano en común, en sociedad, sino que también mueve, compele a actuar de esa forma. La razón de que la ley pueda obligarnos a actuar de una forma determinada, está en que hacerlo, cumplir la ley es condición de nuestro propio bien, de nuestro mejor bien, que por ser un bien común, es igualmente el mejor bien de los demás miembros de nuestra sociedad. Si esto no fuera así, la ley no constituiría una obligación, sino una coacción: una forma de violencia, pues es violencia el mover a un ser hacia un fin o bien que no le es propio.
La ley prescribe el modo de obrar que corresponde a la correcta ordenación y disposición del ciudadano respecto del bien común, es decir el modo de obrar que es propio y característico del ciudadano virtuoso. Lo que en la ley es prescriptivo, en el ciudadano excelente se hace descriptivo. En último extremo, la finalidad de la ley es conducir a los ciudadanos a la virtud, moverlos hacia la adquisición del carácter que es idóneo para la vida ciudadana excelente, para la vida plenamente humana, buena y feliz7.
Aristóteles y Santo Tomás señalan que para alcanzar la virtud, no bastan la enseñanza y la persuasión. Hace falta una correcta disposición previa en el sujeto que es instruido, ya que, sin esta disposición, que es fruto de la buena crianza y de las buenas costumbres, la enseñanza y la persuasión no pueden ser eficaces, y el que las recibe no sacará provecho de ellas. Pero, de hecho, esta predisposición hacia la virtud no suele darse en la mayoría de los hombres8.
Por otra parte, la virtud se alcanza mediante la repetición de actos. Los modos de ser –dice Aristóteles– surgen de las acciones semejantes9. Para adquirir la virtud, tenemos que empezar por realizar repetidamente actos de virtud antes de tener esta, es decir, antes de estar plenamente capacitados para este tipo de actos: antes de saber hacer, de apetecer y apreciar auténticamente tales actos. Como afirma Aristóteles, aquello que para hacerlo necesitamos haberlo aprendido, lo aprendemos haciéndolo10. La virtud es una capacidad adquirida, y toda capacidad o competencia adquirida, todo saber hacer se consigue mediante el hacer que es objeto de ese saber. En el conocimiento práctico, la práctica precede y genera el conocimiento de la práctica.
Por esto, la ley es necesaria no solo como información, sino también como moción o compulsión. La ley mueve extrínsecamente a los hombres –venciendo la falta de predisposición de la mayoría de ellos– a la práctica de las buenas acciones, para que mediante la experiencia y la repetición iniciales de estas acciones, los hombres se acostumbren a hacerlas, se familiaricen con ellas, y progresen así hacia la adquisición de la virtud11. Moviéndole a actuar bien, la ley proporciona al hombre una experiencia moral que este no obtendría de sus solas predisposiciones, y que puede despertar en él el aprecio de ese modo de actuar y la conciencia de la practicabilidad del mismo. De esta forma, el hombre se hace apto para avanzar en la virtud mediante la enseñanza y la exhortación.
Recurriendo a premios y castigos, la ley mueve al hombre a actuar bien, con motivos externos y ajenos a este mismo actuar, pero que son los motivos que resultan eficaces para una voluntad insuficientemente dispuesta, es decir, incapaz de ser movida por el mismo bien que ese obrar constituye. Pero a esta clase de moción le corresponde, constitutivamente, la intención de ser provisional. Su sentido es mover al hombre a la acción correcta, por razones externas e impropias, para que este llegue a acostumbrarse a actuar así, desarrolle el hábito correspondiente, y pase a realizar esa acción con plena voluntariedad, es decir, movido por el bien intrínseco de ella12.
Por tanto, la ley se ordena a que lo mandado por ella se convierta en costumbre, a que los ciudadanos se hagan a este modo de obrar, se aficionen a esta clase de acciones, y estas acaben constituyendo su forma habitual y característica de comportarse. Por esto, la ley no debe ser cambiada con frecuencia, pues, de lo contrario, nunca llegará a hacerse costumbre. Solo será prudente modificar la ley cuando la mejora que se obtenga de esta compense la ruptura de la costumbre, que esa modificación implica13.
Como señala acertadamente Santo Tomás, solo deleita el bien conocido, y este es un bien pretérito, no un bien puramente futuro14. Mediante la amenaza de la pena, o la promesa del premio, la ley proporciona a los ciudadanos una motivación imperfecta, externa al mismo bien que la ley prescribe, que es, sin embargo, la que resulta eficaz en los ciudadanos imperfectamente dispuestos hacia la virtud, hacia el bien común. Esta motivación es eficaz porque apela a un bien que sí es conocido, y puede ser estimado, por estos ciudadanos, para los cuales, el bien de la acción prescrita por la ley representa un bien solamente futuro, del que no se tiene conocimiento: entendiendo aquí por conocimiento, no la mera comprensión conceptual o mental de su contenido, sino la captación viva y práctica de su cualidad de bien. Moviéndoles de esta manera a obrar el bien, la ley busca que estos ciudadanos, a pesar de sus disposiciones, tengan experiencia de las buenas acciones, conozcan el bien que ellas entrañan, y que, con la intensificación de este conocimiento que la costumbre comporta, pasen a realizarlas movidos por el motivo correcto: el bien mismo de tales acciones.
La compulsión de la ley tiene la función de contrarrestar la compulsión de nuestras pasiones y tendencias desordenadas. La ley nos mueve externamente para que, en lo que respecta a nuestro obrar de cara al bien común, no quedemos a merced de lo que nos mueve internamente, que con frecuencia no ofrece suficientes garantías. La ley nos protege de nuestra propia debilidad moral, nos libera de nuestras inclinaciones actuales y de nuestros deseos momentáneos, buscando, al mismo tiempo, elevar el nivel de las motivaciones que posean eficacia para nosotros. Al prescribir una acción, la ley está –por decirlo así– excluyendo esa acción del campo de nuestra deliberación, convirtiéndola en objeto de nuestra obediencia, y sustrayéndola, por tanto, del dominio de nuestra prudencia. De esta forma, la realización de esa acción por nuestra parte, queda protegida frente al riesgo de acabar rebajada u omitida por efecto del peso que podrían tener en nosotros, a causa de nuestra debilidad moral, las circunstancias particulares del momento de dicha acción, en caso de que esta fuera una acción deliberable para nosotros, es decir, una acción encomendada a nuestra prudencia.
En cuanto principio motivo –en el sentido que estamos viendo–, la ley está llamada a ser superada: su misma intervención tiende, de suyo, a generar las condiciones que hacen posible la suspensión de la ley como compulsión. Estas condiciones no son otra cosa que la virtud de los ciudadanos. La misma ley se orienta a que el motivo adicional presentado por ella resulte provisional, y acabe sustituido por otro más perfecto y apropiado: la bondad misma de la acción dictada por ella. Es la virtud lo que hace capaz al ciudadano de captar como simplemente bueno lo legal, lo obligatorio o impuesto por ley, y de llevarlo a cabo por puro amor al bien común, viendo en el contenido de la ley un medio, una concreción legítima de la realización de este bien.
Pero, en último extremo, a la ley le corresponde ser trascendida, no solo en su dimensión motiva o compulsiva, sino también en su dimensión informativa. Para adquirir la virtud, tenemos que empezar por hacer actos de virtud, sin contar, claro está, con la correspondiente virtud para ello. Aprendemos a hacer algo, haciéndolo. Podemos realizar actos de virtud sin ser aún virtuosos; podemos hacer algo que hay que aprender a hacer, sin todavía saber hacerlo, si contamos con una guía externa, con un patrón instituido y objetivado, al que nuestros actos puedan amoldarse. En cualquier actividad –técnica, artística o moral–, la primera práctica de ella, la que llevamos a cabo para adquirir la correspondiente excelencia o virtud, es una práctica según un patrón objetivo e institucional. La ley, en cuanto forma del obrar, es el canon o medida exterior, objetiva e institucional, que nuestros actos han de reproducir para poder ser actos de virtud antes de que nosotros seamos virtuosos.
Ateniéndonos a la ley, logramos que nuestros actos sean la clase de actos cuya reiteración genera en nosotros virtud. La virtud es el patrón interno y subjetivo de nuestros actos –el carácter o forma de ser del mismo sujeto–, que proporciona a nuestros actos de virtud un nivel de perfección que es superior al expresado por la ley que dicta estos mismos actos; es decir, un nivel de excelencia que es superior al que alcanzan nuestros actos de virtud cuando consisten en atenerse y reproducir lo dicho por la ley. A este patrón interno y subjetivo, que es la virtud, le corresponde sustituir a ese patrón externo y objetivo, que es la ley. Nuestros actos son más perfectos en la medida en que son más plenamente virtuosos –procedentes de la virtud y conformes con ella– y menos estrictamente legales –motivados por la ley y amoldados a esta–. La virtud da lugar a un modo de obrar que trasciende la forma, la definición que este mismo obrar encu...

Índice

  1. Introducción
  2. Capítulo I: La sociabilidad natural
  3. Capítulo II: La naturaleza de la polis
  4. Capítulo III: El bien común
  5. Capítulo IV: Ética y política
  6. Capítulo V: Humanismo político
  7. Capítulo VI: Lo público y lo privado
  8. Capítulo VII: La ley y el derecho
  9. Capítulo VIII: El régimen político
  10. Bibliografía