Una Escuela
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Una Escuela

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"Agustín Nieto Caballero fue pionero en la implantación de modelos pedagógicos como la Escuela Activa y la Disciplina de Confianza con el propósito de formar generaciones de estudiantes autónomos y comprometidos en transformar la sociedad para contribuir a la construcción de un mundo más equitativo y humano. Nieto Caballero aprendió durante su formación que las aulas no eran espacios en donde los maestros repetían pensamientos ante alumnos confundidos. Abogó por la libertad en la expresión, el abandono de la repetición y el castigo como fuente de aprendizaje. En "Una Escuela" se encuentran folios llenos de reflexiones y propuestas sobre cómo debería ser un modelo de Escuela Activa. Una carta de navegación para continuar con los idearios librepensadores de este educador colombiano del siglo XX"

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Información

El espíritu de la enseñanza

Preliminar

En el mundo de los pedagogos se vive hoy dentro del mismo vértigo de ensayos, dentro del mismo equilibrio inestable, que domina toda la vida contemporánea. Viejos procedimientos se hacen actuales bajo nuevas denominaciones, y novedades de ayer no más, son llamadas antigüedades por los expertos. Sabedores de que lo más nuevo es también lo que más pronto envejece, ya se trate de modas o de modalidades del arte, no deberíamos extrañarnos al ver rechazar por los entendidos ciertos sistemas de enseñanza que días antes fueron anunciados por ellos mismos como redentores. Somos víctimas en nuestro tiempo de todos los fenómenos de la velocidad, y cuando se va tan de prisa y el afán de cambiar es insaciable, no es tan fácil ser consecuentes.
Para encontrar un camino seguro tenemos que volver al viejo buen sentido, a ese sentido común que ya llamamos todos el menos común de los sentidos, y cuya compañía es siempre esencial para buscar una orientación, aun dentro del laberinto de la misma ciencia. ¿Qué importa, en efecto, uno u otro sistema si el espíritu que los anima es semejante? Las denominaciones mismas carecen de interés. Las gentes se cansarán un día de los términos que han envuelto para nosotros cierta originalidad. Las voces Escuela Nueva, Escuela Progresiva, Escuela Viva, podrán ser reemplazadas por otras, pero esto en nada afectará lo que de ellas quedará viviente: la idea redentora, el impulso vital, que transformó un régimen escolar caduco.
A desvirtuar el sentido del ideal educacionista concurren muchas de las llamadas escuelas nuevas que no son otra cosa que empresas que explotan ese nombre, grato al oído del padre de familia. Mas solo, por fortuna, los que en los rótulos ponen toda su fe podrán ser engañados.
Por otra parte numerosos maestros-inventores se disputan, aun dentro de un mismo país, el campo de los descubrimientos pedagógicos, consiguen una patente para un determinado material de enseñanza, y aseguran, los unos como los otros, que fuera de él no hay salvación, cuando más bien pudiera pensarse que la parálisis y muerte de un sistema recomendable pueden ser determinadas por un material de enseñanza que no admite modificación. Pero esto tampoco ha de alarmamos. Son síntomas del tiempo en que vivimos. El buen espíritu de la buena escuela flotará por sobre este mar de la pedagogía transitoriamente embravecido.
No es preciso decir más para comprender que un temperamento ecléctico nos haya guiado en el Gimnasio Moderno en la escogencia de nuestros sistemas. Carentes de prejuicios hemos podido experimentar paralelamente con las mismas escuelas que nos sirvieron de guía, y en conferencias y congresos internacionales tuvimos ya oportunidad de presentar el resultado de estas experiencias, como aporte al estudio de problemas que son comunes a todas las naciones. Como ningún prurito de originalidad nos ha estorbado, hemos declarado en todas partes que no somos inventores de ningún nuevo sistema. Tampoco se nos ha ocurrido patentar un nuevo material didáctico. Hemos adaptado lo que ha venido a nuestro conocimiento, y, ensayando con una y otra idea, hemos concluido por abandonar o atemperar las unas, y por conservar como fuente viva de inspiración las otras.
La escuela aparece para las gentes del Gimnasio Moderno como una unidad indisoluble desde el primer año de jardín infantil hasta el último de la segunda enseñanza que lleva al alumno a las puertas de la universidad. Una misma finalidad espiritual y moral asegura esta unidad, y al separar ahora, para hacer su estudio, las tres etapas de nuestra vida escolar, resaltará con mayor claridad la armonía de su estructura.

A. El jardín de niños

A pesar de la intensa campaña de vulgarización hecha en todas partes para explicar la finalidad del kindergarten o jardín de la infancia, todavía está muy extendida la creencia de que a ellos se va exclusivamente, o a recibir los primeros rudimentos escolares o a jugar a las muñecas. Sabemos que son igualmente erróneas las dos interpretaciones. El kindergarten no es un refugio de entretenimiento para los niños de 5 a 6 años que por uno u otro motivo no pueden estar en el hogar, ni tampoco es una escuela en el viejo sentido de la palabra. Allí va el niño, no a estudiar propiamente sino a desarrollar sus sentidos, a ponerse en contacto con la vida, a comenzar su educación. Es, pues, serio y fundamental lo que va a llenar sus horas, mas esto no impedirá, por el contrario, requerirá, que el ambiente todo esté impregnado de la más franca alegría.
Si nos acercamos a nuestro jardín de niños advertiremos al punto que allí todo es actividad constructiva, trabajo animoso que corresponde a una finalidad dentro de las necesidades de cada edad. Los que no conciben una escuela sin lecciones quedan sorprendidos ante la multitud de quehaceres que embarga el tiempo de esta colmena de pequeños trabajadores. Vencer las dificultades que les presenta un determinado material —vencer estas dificultades con esfuerzo y con interés—; dibujar, recortar, modelar, construir; disciplinar alegremente la voluntad; agudizar las facultades de observación; prestar ayuda en todos los pequeños menesteres de la casa que les es común; ir afuera a cuidar de los animales y de las plantas; vivir, en suma, la vida que corresponde a los objetivos y aficiones de la infancia, todo ello dentro de un régimen de libertad que permite el desarrollo de las más varias actividades: he ahí unas cuantas de las realidades vivas que mueven el pequeño mundo del jardín infantil.
Pero al menos, se insinuará, los niños saldrán del kindergarten sabiendo leer. ¿Por qué y para qué? Tiene tanto que hacer el niño en sus primeros años, tanto que observar directamente, que no hay objeto hacerlo trabajar desde un principio en la adquisición de la técnica de la lectura que, bien vistas las cosas, está todavía fuera de la órbita de sus aptitudes y necesidades. Es necio el afán de querer enseñar la lectura precipitadamente.
El niño que aprende a leer demasiado pronto abandona la propia observación para seguir en las páginas de un libro las observaciones ajenas, y nada vale, sobre todo en la infancia, como el contacto directo con la naturaleza. Por otra parte, en el libro son muchas las cosas que el niño no comprende, y lo que no comprende, no aprovecha a su entendimiento.
La vieja escuela solo daba letras, solo daba libros, y esta era una de las causas para que fuera tediosa. Ahora al niño se le dan primero ocupaciones; se le sitúa en un medio rico en oportunidades para la propia investigación. Vendrán luego los libros, en un momento en que interesarán grandemente porque en ellos se encontrará la confirmación y la ampliación de lo que ya la vida dio de sí. No matarán ellos la observación directa, como corren el riesgo de hacerlo cuando son la única fuente de conocimientos, sino que antes la aguzarán más y más. Invertido así el valor espiritual de la lectura, pasa esta, lógicamente, del primer puesto que ocupaba, al último. Lo primero será, pues, obtener directamente una rica documentación de hechos, de cosas vistas, de experiencias vividas; vendrá después lo visto y experimentado por los otros, es decir el libro. No es pues, una paradoja el afirmar que nada perderá, y sí ganará mucho, el niño que no aprende a leer antes de los 6 años, si su inteligencia recibe el estímulo constante de una realidad rica en sugestiones para la actividad personal.
Iniciamos nuestro jardín de niños dentro de las normas estrictas del sistema Montessori, que como es bien sabido da primordial importancia al agudo desarrollo de los sentidos, mas luego nos fuimos dando cuenta de que el material exclusivamente montessoriano encarcela, como si dijéramos, la actividad del niño, y limita la iniciativa del maestro. Queríamos mayor vida, mayor libertad. Nos sentíamos identificados con el espíritu de la ilustre doctora, pero no de la misma manera absoluta con su material didáctico. Pronto llegamos a la conclusión de que valía mucho más el espíritu de esta gran maestra que la serie de juegos "estandarizados" y comercializados que han invadido el mundo, dando en muchas partes una falsa idea de la doctrina montessoriana. Lo que no quiere decir que hayamos abandonado lo esencial de este material, como lo veremos luego, pero a su lado introdujimos toda una variedad de elementos: los ya indicados por Froebel —padre y eterno inspirador del jardín infantil—; los "Discat" de la "Maison de petits" de Ginebra; los de Bradley de Nueva York; los "juegos Decroly", todo aquello que en nuestros viajes nos pareció digno de ser experimentado. Y nuestros maestros pusieron todo su ingenio y su habilidad manual en combinar, adaptar y enriquecer este material extranjero que tan provechosas horas de trabajo proporciona a nuestros chicuelos.
La vieja escuela —preciso es repetirlo todavía— encerraba las manadas de chiquillos entre muros tétricos y fríos. Nunca un cuadro, ni una flor, ni un canto, rompían la monotonía de aquel ambiente. Las canciones infantiles eran irrespeto e indisciplina. Frivolidad las flores, adefesios los cuadros. Nunca una voz suave insinuaba los temas de labor. El grito era la voz de mando; la férula y el calabozo sus lógicos complementos. Nunca una sonrisa iluminaba la faz de aquel capataz llamado maestro, todo severidad, todo disciplina, todo inconsciente crueldad. El miedo y la hipocresía eran allí normas de vida, dueños, guías absolutos de las conciencias infantiles. La quietud —pudiéramos decir la inmovilidad— era de estricta regla. Los bancos de clase deformaban el cuerpo de los pequeños escolares. El ambiente todo de aquellos claustros les deformaba el alma.
No que la totalidad de los planteles escolares fueran así. ¿Cómo no recordar los que en todo tiempo han existido con un maestro de noble calidad, atento siempre a cuanto podía contribuir a la sana formación de sus discípulos, y que dejó en todos ellos una huella imborrable?
Queda entendido que solo hablarnos en general de lo que antes existió, y que sin embargo, por desgracia, tiene aún ejemplares en plena vigencia.
La Escuela Nueva —y tal es el espíritu y la esencia del Gimnasio Moderno—, reacciona eficazmente contra el medio y los procedimientos que una rutina torpe perpetuó.
Al llegar al Gimnasio la visión es la de un enjambre de muchachos que trabajan y que juegan con alegría. Allí el ambiente de completo bienestar lo forma una libertad disciplinada, desde el jardín de infancia hasta las clases superiores. El niño necesita para el desenvolvimiento armónico de su cuerpo y de sus facultades, alegría en el medio en donde vive, y libertad de acción. Una y otra son normas de vida en el instituto del cual nos ocupamos.
Entremos un momento en el pabellón destinado a los pequeños de 5 años, donde funciona la sección montessoriana. Palacio en miniatura lo han llamado algunos visitantes, otros han pensado que pudiera ser una pajarera, otros han creído hallarse en una morada de muñecos. Y de todo ello tiene, porque es la casa de los niños. Hecha de materiales sencillos, sin cornisas ni arabescos, pintada con colores sonrientes, bordeada de ventanas que miran al campo, ostenta un encanto y una aparente fragilidad de juguete. Todo allí es color, luz y alegría. En las paredes se ven artísticas estampas colocadas a la altura de los pequeños huéspedes; en las ventanas lucen macetas llenas de flores; hacia el centro aguardan a sus dueños las mesas y las sillas pequeñitas.
Por un extremo de la sala llegan los chiquillos, habladores, bulliciosos, con los cabellos al viento y la tez encendida por el sol. Vienen del campo en donde han jugueteado libremente, y van ahora a trabajar. Preguntad a cualquiera de ellos si al pabellón va a jugar, y os mirará con seriedad, casi con enojo. El trabajo es entonces sonrisa y alegría como hace un momento lo fue el juego.
Y aquí entra todo lo que, dándole variedad y enriqueciéndolo, hemos conservado de nuestra ilustre maestra, la doctora Montessori, desde los días en que una de sus discípulas vino a pasar tres años con nosotros.
Los chiquillos se han dirigido sin vacilaciones al sitio donde se encuentran los variados elementos que van a retener su atención. Cada cual elige, bajo la vigilancia y colaboración de la amable jardinera, lo que su fantasía le indica, y a su fantasía le incumbe también buscar una esterilla para tenderla en el suelo y trabajar allí, o tomar asiento frente a una de las pequeñas mesas que por su tamaño y peso puedan separarse o juntarse por los mismos interesados en realizar un determinado trabajo.
Cada una de estas cabecitas alocadas, que hace un instante pasaron delante de nosotros, resuelve ahora seriamente algún problema. Un chiquillo va colocando cubos, unos sobre otros, por orden de tamaño para transportar luego su torre, lleno de gozo por el perfecto equilibrio que le hace guardar. Su sentido de responsabilidad es tan grande como el que pudiéramos tener nosotros en la más delicada misión que se nos confiara.
Miremos este otro pequeñín que trata de acomodar los cilindros de madera entre las perforaciones del bloque que tiene a su vista. Cuántos ensayos infructuosos, hasta que el éxito ilumina de alegría el semblante preocupado. Un cilindro ha sido puesto en su lugar. No es preciso que nadie diga al pequeño trabajador que ahí está bien. Le bastan sus ojos para verlo. El material mismo se encarga de comprobarle que ha acertado. Tras del primer cilindro podrá incrustar el segundo, y luego otro y otro más, hasta completar toda la serie. "¡Por fin!", o "Ya está", grita alborozado. Y no es infantil este grito. El chiquillo ha sentido, en ese momento, el íntimo goce que produce el vencimiento de un obstáculo, la satisfacción profunda que deja el esfuerzo que triunfa.
Otro niño se ha puesto a trabajar con las tablitas de colores colocándolas una tras otra en orden de intensidad. No será raro que dentro de pocas semanas nos sorprenda escogiendo entre muchos cromos aquellos cuyos contrastes sean menos violentos, aquellos que presenten a la vista una más bella armonía.
Con la misma paciencia y el mismo encanto con que este selecciona sus colores, su compañero de mesa apareja las cajitas de sonidos, preparándose, inconscientemente, para igualar luego las campanas y conocer así todas las modulaciones de las notas.
Al pie de estos, otro chiquitín arregla en el suelo las barras de medidas poniendo sobre cada una de ellas un número de orden. Otro ensaya sus primeros dibujos —es pontáneos, graciosos en su ingenuidad—, y en su idioma de media lengua explica lo que ha querido pintar.
Allá en un rincón, uno de los mayores pasa su dedo índice por sobre las vocales recortadas en papel de lija, y luego con la tiza traza en el tablero una letra firme. Su pulso, con la práctica del relieve, ha quedado, como si dijéramos, modelado. Igual cosa hace luego con los números. Pronto, por medio de las tiras de papel en donde aparecen palabras familiares, leerá y escribirá esas pocas palabras con gran facilidad y contento.
Mirad a este otro niño de 5 años que coloca los números ordenadamente entre los compartimientos de una caja, y luego toma una veintena de palillos para ponerlos en las distintas casillas conforme a la distribución de los números. Este ya hace operaciones aritméticas, sin que nadie le haya apurado, con la misma espontaneidad con que juega.
Fijaos en estos otros que trabajan en los telares de vestidos y calzado. Adiestran sus manos diminutas para poder vestirse pronto sin la ayuda de un extraño. Y ya han aprendido aquí mismo a lustrar sus zapatos sobre cajones en miniatura que tienen, como todo lo que aquí se ve, el aspecto de juguetes. Y han aprendido también a asearse por sí mismos las manos y la cara, y, con la paciente ayuda de la profesora, a servirse en la mesa con perfecta urbanidad, pero sin perder un momento su gracia infantil. Estos pequeños de 5 años van conquistando, hora por hora, su propia independencia.
De pronto han suspendido sus trabajos. La maestra ha anunciado que va a hacer una lección de silencio. El silencio no se ha erigido en sistema, y por eso cuando se anuncia tiene un encanto de novedad y es recibido con júbilo. Cada cual recoge el material que ha empleado y va a colocarlo dentro de los armarios, precisamente en el sitio de donde lo tomó. Quizás no han oído decir nunca que las cosas tienen todas su lugar, pero se les ha hecho sentir lo desagradable del desorden. Vedlos cuán complacidos se sientan ahora y se cruzan de brazos, libres las mesas de todos los elementos de trabajo. El silencio es absoluto. Solo se oye el péndulo del reloj. La maestra los va llamando uno a uno con voz apenas perceptible, y ellos van llegando a su lado en punta de pies. La disciplina misma, recordada aquí un los minutos al día, tiene también, como lo vemos, una apariencia de juego. Mas los chiquillos la toman muy en serio. Un recién llegado profiere en el instante del recogimiento una palabra, y su vecino lo reprende: "Calle, ru...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Prólogo
  5. Antecedentes I
  6. Antecedentes II
  7. Nuestros ideales
  8. Los maestros
  9. La disciplina
  10. El sentido social de la escuela
  11. El espíritu de la enseñanza
  12. Las excursiones
  13. La escuela en marcha
  14. El espíritu del Gimnasio
  15. El Gimnasio Femenino
  16. La Escuela de Administración Industrial y Comercial
  17. Conclusión