Capítulo quinto
La invencible hostilidad de la criada lo hundió en una desazón de la que le cuesta escapar. Cuando por fin lo consigue, Xavi sale a comprar una orquídea en una florería de la avenida Tacna en la cual sus padres se aprovisionaban habitualmente y escoge una de pétalos blancos y lilas, el color del traje de Ana el día de su llegada a Lima. La deposita ante su puerta, apoyada en la hoja de madera. Pasa el resto del día encerrado de nuevo en su habitación, ya no tumbado en la cama persiguiendo las sombras de las paredes: una súbita agitación moviliza su energía recuperada. Saca de uno de los clósets unas cajas de cartón y en ellas mete su colección de Dinky Toys, compuesta por cien, quizás doscientas réplicas de autitos de turismo, de bomberos, de la policía, de ambulancias de la Cruz Roja, objeto de sus desvelos durante toda su infancia. Coloca las cajas bajo la mesa donde había hecho, año tras año, sus deberes de escolar, a la espera de encontrar a los autitos un destino definitivo. Procede de la misma manera con su colección de figuras de futbolistas —que los escolares nos habíamos intercambiado en el patio del colegio a la hora del recreo: una de Di Stefano por cinco de jugadores peruanos, dos de jugadores argentinos por una de Pelé—, olvidadas en los rincones más inverosímiles de su habitación, y reúne igualmente las estampas de vírgenes y santos ganadas en el curso de Religión. Acaba regalando la colección de Dinky Toys al hijo del maestro Campoy, un chiquillo que a menudo reemplazaba a su padre en el quiosco de periódicos y revistas de La Colmena con Wilson, y el canallita no le da por el regalo más gracias que las que hubiera merecido la compra de un ejemplar de Última Hora. Las tarjetas y las estampas las arrojó Xavi a la basura.
A la mañana siguiente, desde el umbral de la cocina, respetando una frontera trazada por su refrenado deseo, le pregunta a Ana si le ha gustado la orquídea.
Ana estaba colocando los platos en la rejilla del escurridero. La cocina, ordenada y limpia, se asemejaba desde su llegada a la cocina sin mácula de un hospital. Brillan ahora sus baldosas y hasta las mayólicas en las cuales se recuesta la cocina eléctrica, un poco descuidadas por Casilda, han recuperado su pasada prestancia. También las hortalizas y las frutas resplandecen en sus cestas y las ristras de cebollas se exhiben colgadas de unas tiras instaladas por Ana en la pared.
—Ah, fuiste tú.
—¿Te gustó? —insiste Xavi.
Lucía en la muñeca izquierda el reloj heredado de su abuelo y no sabe si el tictac proviene del Longines o de su corazón. Si de él dependiera, se transformaría en cualquiera de las cosas que Ana utilizaba a fin de ser tocado por ella día tras día, hasta la hora de su muerte.
—Gracias—, contesta la criada, concentrada en su trabajo. Y luego murmura: mi flor preferida es la cantuta.
Xavi reacciona como un vaso de vidrio que se cayera y rebotara en las baldosas.
—Nunca he visto —tartamudea, quitándose el reloj.
Ana se acomoda el mandil en la cintura y, atravesando la cocina, se dirige al refrigerador.
—No hay acá, creo —extrae una botella de leche Plusa—. Crece en los campos de mi tierra. La cantuta amarilla es la más linda.
—¿Cómo son? —pregunta él como si abrigara la ilusión de poder transformarse en cantuta.
—Tienen forma de campanitas —explica Ana, abriendo el caño de agua y dejándola correr en una olla en la cual ha colocado unas papas enteras—. Ya, déjame trabajar.
En la azotea, adonde subió con la expectativa con que se sube a la torre de una catedral, a Xavi lo atrae una luz proveniente del cuarto de la criada. Una velita Misionera —de esas redondas y cortas, de cera blanca, para encender a los santos— iluminaba el escapulario de una Virgen negra pegada a la agrietada y desvaída pared. Xavi lee la inscripción: Nigra sum sed formosa, la traduce aproximativamente y, las piernas algodonosas, guarda el escapulario en un bolsillo del pantalón. «No me di cuenta de mi nuevo error hasta esa noche, cuando comprendí la expresión de enfado en el rostro de Ana», me dice.
Su padre se había decidido por fin a enviar una carta al Club de la Unión renunciando a su cargo en la directiva por razones de fuerza mayor. Se la dictó a Charito de un tirón, haciendo alguna pausa al ver que ella, mecanógrafa mediocre, iba a remolque. Echa un vistazo a la carta por encima del hombro de su secretaria y Charito, una media hora más tarde, va al correo a despacharla con el resto de la correspondencia. Se permite ahora revisar sus contenidos a espaldas de él. Salían juntos con mayor frecuencia y Xavier, estos últimos días, le ha jurado: «Voy a buscar una solución, Charito. Estoy loco por ti». La declaración no ha caído en los oídos de una sorda.
Ella cuelga el teléfono y apunta una fecha y una hora en la gran agenda negra donde consignaba con su letra aplicada y algunas faltas de ortografía las citas y actividades de su patrón. El doctor Noboa abría la puerta de su despacho, la mano izquierda colgando de un pulgar en el bolsillo de la chaqueta de lanilla, y viéndola a ella concentrada en su trabajo carraspea para llamar su atención.
—Charito, mañana se cumplen cuatro meses de tu llegada a la oficina. Deberíamos festejarlo en un buen restaurante. Y si quieres saldremos a bailar después.
Bailar no era una actividad para la cual Xavier Noboa tuviese predisposición; simplemente, se sometía a ella con placer, a fin de sentir, pegada a su hombría de bien, el irreprochable himen de su secretaria. Charito continuó su trabajo, imperturbable, escribiendo en el cuaderno ya no palabras: colitas, tildes, circunferencias, arabescos. El pulso le tiembla ligeramente. Xavier Noboa no sabe muy bien a qué atenerse.
—Querida, ¿te ha pasado algo?, ¿has tenido algún contratiempo? —pregunta, dando dos pasos en dirección a ella. Parecía genuinamente preocupado—. Si es así puedes contármelo todo. Tú lo sabes, movería cielo y tierra por ti.
¿Qué puede estar imaginando? Tal vez un aprieto económico, la familia de Charito no vivía en la holgura.
—No podemos seguir así, Xavier —responde Charo, hincando la punta de su lápiz Faber en un corazón dibujado por encima de la fecha indicada en la agenda abierta—. Me estás haciendo perder mi tiempo. Yo no quiero acabar vistiendo santos.
Xavier Noboa apoya una mano de náufrago en la arista del escritorio de madera. La sangre le ha bajado a los tobillos y teme perder el equilibrio. Nunca antes le ha ocurrido algo comparable. Había estado en su momento perdidamente enamorado de Michi, enamorado la llevó al altar; sin embargo, nunca, ni en su peor crisis sentimental, previa a la boda, cuando su corazón vaciló entre él y ese nadador muy conocido, Ignacio Urrutia, que la encandiló con su cuerpo de atleta y sus victorias deportivas, le había ella segado la hierba bajo los pies.
Xavier Noboa hinca una rodilla en el suelo, acerca a sus labios los dedos manicurados de Charito y recita sin saltearse un solo verso:
—Podrá nublarse el sol eternamente Podrá secarse en un instante el mar Podrá romperse el eje de la Tierra Como un débil cristal ¡Todo sucederá! Podrá la muerte Cubrirme con su fúnebre crespón Pero jamás en mí podrá apagarse La llama de tu amor.
—Ay qué lindo —exclama ella—. ¿Lo has compuesto para mí?
—No te ofenderé mintiéndote, querida. Es un poema de Gustavo Adolfo Béquer. Pero podría haberlo escrito yo para ti sin quitarle una coma.
Charito no retira sus manos de las suyas. Ha ladeado su cuerpo en la silla para disimular así la ligera desviación de su tabique nasal. El doctor Noboa hunde la cabeza en su regazo y ella, las manos por fin libres, le acaricia el pelo desordenado por la agitación de su vientre. Quería darl...