Gentes y hechos de la aviación en Antioquia
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Gentes y hechos de la aviación en Antioquia

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Gentes y hechos de la aviación en Antioquia

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Mario Escobar Velásquez dejó publicados una veintena de libros y se sabe que tiene inéditos otros tantos. Este, que hoy ofrecemos como una feliz primicia, Gentes y hechos de la aviación en Antioquia, es uno de los que no vio publicados en vida. Hemos puesto en él todo el cuidado editorial, el cariño y el respeto que su vida, su obra y su persona nos merecen. Se trata de una deliciosa crónica de la aventura de la aviación en Antioquia, de sus gentes y sus hechos, que se lee casi como una novela

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Información

Año
2017
ISBN
9789587204346

Semblanzas

Escuela ESPADA (Escuela Popular Antioqueña de Aviación) y su fundador J. Ignacio Ossa
Ahora suma ochenta y un años, y los lleva con el garbo de uno de cincuenta y con el garbo de un florete. Es alto, seco y delgado como un fideo, tiene fáciles los ademanes y expresivos, fácil la palabra que va enlazando frases, fáciles los movimientos y rápidos, largo el tranco. No “carga agua en la boca” para decir verdades, y es padre de cuatro pilotos que le heredaron la vocación, y de cuatro mujeres. Dos de los pilotos vuelan ya con alas propias en otros espacios mejores que estos difíciles de la tierra, y los otros dos con alas de AVIANCA. Cuando recuerda a los dos ya fenecidos la palabra se le vuelve paralítica y camina muy despacio, y en la cara la pena, remozada, le pinta cosas de mucho doler. Pero hay también ya un nieto de copiloto en AVIANCA, y otro que estudia igual para lo mismo en USA.
Ha escrito dos libros, y con frecuencia publica artículos sesudos en la prensa nacional. Tiene gustos artísticos, y su colección de casetes con música clásica es verdaderamente nutrida. Los escucha con frecuencia, en un ocio holgado de uno que se retiró después de mucha fajina en el mundo. Hay por la casa algunas esculturas de mucha originalidad facturadas a partir de tornillos y tuercas, o de bujías de motores de combustión interna: son de buen gusto. Las adquirió en Bucaramanga de un escultor muy dotado y desconocido al cual él alaba. La casa es amplia, acogedora como él, y si todo lo que dice no fuera tan cuerdo, tan sesudo, uno pudiera creerse que J. Ignacio Ossa, Capitán de aviación y fundador de la primera Escuela de Aviación Civil que hubo en el país pudiera servir de cartabón para pintar a don Quijote de escuálida silueta, de longa línea de lanza, derecho perfecto el alineamiento de sus vértebras, y ni un miligramo de grasa sobre los músculos o el esqueleto, magro como un clavo.
No tenía ni los cinco años cuando se encontró la vocación como encontrando una libra esterlina de esas de oro puro. La suya y la de sus cuatro hijos varones, y la de algunos nietos, que estaban todavía guardados en el futuro. La de tres generaciones, pues, hasta ahora, y quién sabe de cuántas más. La encontró escrita en el cielo por una chispa que cruzaba y ronroneaba. Por el cielo de su pueblo de Caramanta, ese que tiene una plaza inclinada en la que a uno le parece que yendo por ella va a resbalarse, se oyó en un día un zumbido como de abejorro multiplicado por cien mil. Él iba con el padre, y el padre se lo echó al hombro y se puso a escrutar el cielo, y cuando halló en él la mosquita luminosa se la señaló al hijo diciéndole que eso era un aeroplano. Iba lento, como los de entonces, y duró mucho rato en cruzar los confines de la visibilidad. El muchacho oía las explicaciones: en él iba gente. Tal vez dos, tal vez tres personas. Tenía alas, y motor. Los que iban ahí eran un poco ángeles. Se llamaban aviadores, y deberían estar medio locos, porque ya muchos otros se habían roto la crisma en algún estrellón. No eran seguros esos inventos. A veces el avión “se perdía” y tardaban días o semanas en hallarlo. Si Dios hubiera querido que el hombre volara le habría dado alas como a los pájaros.
Muchos años después el Capitán Ossa, leyendo el libro Historia de la Aviación en Colombia, que escribió el Coronel José Ignacio Forero, pudo enterarse de la fecha del vuelo que a él lo marcó: fue en un Viernes Santo de marzo de 1925, y el avión iría a ser el primero que aterrizara en Manizales. Era de la marca Fokker y allá mismo, en la ciudad de fabricación, fue bautizado Manizales. Se estaba estableciendo la línea aérea LIADCA. Tal vez el muchacho no oyó toda la diatriba, porque no demoró en decir que eso, aviador, era lo que él querría ser cuando fuera mayor. De un solo tajo de palabra áspera el papá le dijo que ni soñar, porque no iría a dejar que su pichón se graduara para muerto. Que pusiera los pensamientos en otra cosa.
Ignacio no replicó. A los padres de esa época no se les replicaba. Pero desde entonces sus juegos fueron juegos de volar. O corriendo por una loma abajo con los brazos abiertos como alas, o bien fabricándose juguetes de pedazos de tablas que tenían forma de avión, o de cruz. Los sustentaba con la mano, y en el aire delgado de su pueblo los hacía volar. La garganta ronroneaba como una hélice que hacía girar un motor.
Y cada centavo, esa centésima parte de un peso que las gentes de hoy no conocen por la devaluación constante de la moneda, iba a una alcancía. Se los agenciaba, a los centavitos, haciendo mandados, o tenidos en cada domingo por la mano alargada del padre, o de la abuela, o de algún tío. Pese a los años escasos había entendido ya que volar se lograría si se tenía medios económicos: esa no era una profesión para pobres.
Ni para acomodados, como era su familia. El fonema, que no es de uso en el diccionario de la Academia, significa en Antioquia, en los pueblos de esta región quebrada, a quienes disponen de un pasar sin penurias, pero sin sobrantes. El padre tenía, en compañía con su hermano mayor, una finquita de ganado blanco-orejinegro, y una casa en el pueblo, y una fabriquita de tabaco que era poco más que las manos de las operarias, y agenciaba chocolates y los distribuía, y en cada domingo sacrificaba una res para beneficiarla, y de ella le quedaba un poco más que la carne para la casa. Vivían acomodándose, sin afanes. Pero lograr sostener al hijo estudiando en Medellín era imposible. Eso lo entendía claramente el padre, y claramente el hijo.
Pero cuando en el pueblo apareció alguno vendiendo máquinas de escribir, que eran una novedad en el mundo nuestro, y que agilizaban increíblemente la escritura, y la regularizaban, y trazaban letras que todos podrían leer, se entendió lo que se entiende ahora respecto de los microcomputadores, es decir, que quien no sepa manejarlos va a estar por fuera de muchísimas oportunidades, porque su manejo es imprescindible. Entonces el padre, haciendo sacrificios, se “rascó el dril”, es decir, esculcó hasta lo más profundo del bolsillo, y compró una de esas maravillas, portátil, por la suma altísima de veinticinco pesos. Porque el padre entendió que, dadas la voluntad de aprender del hijo, y la herramienta exacta, las oportunidades podría abrírselas él mismo.
Y se aplicó a aprenderla, atendiendo al método. Muy pronto escribía, utilizando cada momentico que le dejaba libre la perseguida de los centavos, las veinte palabras por minuto. Entonces aceleraba los dedos y lograba las más y las más, hasta que logró las cuarenta, que eran mucho. Con limpieza, sin errores. Y entonces las oportunidades, que estaban por ahí, se materializaron. El Juez municipal, que carecía de máquina de escribir y que quería ahorrarse el oneroso trabajo de plumear sus sentencias, se las pergeñaba a José Ignacio y él las pulía y las transcribía en hermosos renglones ordenados: por diez centavos. Y el Tesorero del pueblo igual. Y pronto se supo por todo el mundo lo de la mecanografía, y entonces cada quien que necesitaba de un memorial acudía a él. Los escribía, según la extensión, por diez centavos, o por quince. Y de paso iba aprendiendo asuntos de los códigos civiles y penales, y siendo, en un pueblo en donde no había abogados, el tinterillo sin tintero pero con máquina de escribir, que hacía milagros.
No tendría más de catorce años. Pero a la plata que iba cayendo en el fondo de la alcancía no la dejaba envejecer. En cada vez que ajustaba un peso con veinte centavos, que era el valor de un lechón, se iba a la feria y se compraba una marranita. La daba en compañía a un campesino para que la criara. En cuanto entregaba el producto del vientre, partían. Las camadas se sucedían, y el aplicado muchacho tenía compañías con muchos campesinos. A su modo iba siendo rico en dinerillos, que es a donde conduce la riqueza de inventivas, si es dinero lo que se desea. E inventiva le sobraba al muchacho.
Pero no era al dinero solamente lo que perseguía. En el pueblo sí había quiénes pudieran estudiar en la ciudad, hijos de padres ricos, y entonces Ossa les daba los dinerillos para que ellos duplicaran la compra de los libros que en el colegio les exigían, y se los remitieran. Él hacía los mismos cursos de los ricos, pero sin maestros. Ésa es la mejor manera de aprender, la autodidacta. A todas partes iba con el texto. En cada vez de un minuto libre abría las páginas y metía los ojos y la mente a que caminaran renglones y renglones. Y el cerebro acumulaba asuntos del saber, tanto más que la alcancía acumulaba los centavos.
Después vinieron los empleos. El tesorero, que veía la aplicación del muchacho, capaz de ahorrarle sinfines de menesteres, se apalabró con los concejales y ellos crearon el puesto de ayudante del tesorero, con la fabulosa suma de cinco pesos mensuales de sueldo. Ningún muchacho de ese pueblo, o de otros, ganaba tanto como él. No demoró demasiado en conocer los intríngulis de caja y corte de cuentas, y entonces despachaba esos asuntos con rapidez. Y después el juez le rapó el muchacho al tesorero. Se creó el cargo de escribiente en el juzgado con increíbles diez y ocho pesos mensuales de sueldo, y para allá fue José Ignacio Ossa. Siempre ha sido así: el que quiere, puede.
Cuando, ya mayor de edad, y todavía soltero, se trasladó a la ciudad, sabía dos cosas: guardar parte de lo ganado para tener un haber constante que le permitiera otros logros económicos, y estar guardando conocimientos en el cerebro, constantemente. Solo, munido de libros, aprendió muchísimas cosas, entre ellas no ciones del idioma inglés. Todas y cada una le sirvieron para sus fines minuciosamente trazados.
Detengámonos un momento en estudiar la técnica: es minuciosa. Va de paso en paso, pero cada uno firme como un farallón. José Ignacio Ossa no inventa nada. Sencillamente se prepara para lo que pueda llegar. Y cuando llega algo, lo que sea que llegue, él está capacitado para asumir la satisfacción de la necesidad. Las aprovecha a todas. Las escurre. Y cuando ya las ha escurrido, emplea lo sabido, acumulado, para escalar otras posiciones más altas. Es lo que hizo para crear, prácticamente con nada, la primera Escuela de Aviación para Civiles que hubo en el país. Se escribió así el apelativo, con mayúsculas, como a un nombre propio, porque merece el orgullo del nombre propio.
Pero dejemos que sea él mismo, con sus propias palabras, quien nos narre todas las contingencias del periplo. A esas palabras las entresacamos del libro Por donde van las nubes, de su autoría.

ESPADA

Introducción

En varias ocasiones me han pedido algunos de mis ex alumnos de pilotaje y mi esposa Myriam que escriba la historia de la Escuela Popular Antioqueña de Aviación, reforzando ella su petición con el argumento de que es necesario y conveniente que nuestros hijos sepan a qué se debió la fundación de la Escuela cuya existencia fue factor determinante para que nuestros cuatro hijos varones hubieran seguido la carrera de pilotaje, y para que yo mismo resultara convertido en piloto comercial e instructor en lugar de haber seguido como piloto privado, lo que inicialmente era.
Voy a procurar complacerla, aunque sé que será una tarea difícil, no tanto por tratarse de hechos sucedidos hace muchos años, sino porque tendré que hablar de mí mismo –costumbre que no está den tro de mis preferencias y que prefiero dejar para que la cumplan mis acciones–, puesto que la historia de ESPADA es integrante de la historia de mi propia vida.

Antecedentes
Aeroclub Medellín S.A.

ESPADA nació a raíz del fracaso del Aeroclub Medellín S.A., entidad que algunos aficionados a la aviación fundamos entre 1949 y 1950, en la cual hice mi curso de piloto privado.
Por esa época se vivía en Colombia la terrible pesadilla de la vio lencia política, y el sectarismo oficial tuvo su representante muy influyente y muy activo dentro de mis consocios, lo cual me ocasionó serios inconvenientes y peligros, pues la descomposición social que reinaba en esos tiempos era tal que el mero hecho de disentir de las ideas de quienes tenían la sartén política por el mango era motivo suficiente para que a uno se le desconociera hasta el derecho a la vida.
Uno de esos inconvenientes consistió en que, después de oír los apasionados y falsos informes que sobre mí le fueron dados al Capitán Oscar Rivas, quien por su condición de alto funcionario de la Aerocivil había venido de Bogotá a practicarnos los chequeos finales a los cinco primeros alumnos del Aeroclub aspirantes a licencias de pilotos privados, me notificó áspera y bruscamente, al tiempo de salir el grupo hacia el Aeropuerto Olaya Herrera hacia Rionegro para someterse a dichos chequeos, que era inútil que yo fuera, pues, según dijo, había recibido informaciones acerca de que yo era muy aferrado a mis ideas políticas y constituía un peligro para el gobierno y para el partido gobernante, y que, por lo tanto, no me chequearía ni permitiría que nadie más pudiera hacerlo mientras que él pudiera impedirlo.
Ante la sonrisa burlona del capitán y de su informante, a quien en el Aeroclub llamábamos el “Capitán Sirirí” por su costumbre de humillar, de perseguir y de importunar a quienes no disfrutábamos de una alta posición social y económica, tuve que resignarme a aceptar mi exclusión y esperar hasta cuando el Capitán Rivas salió de la Aerocivil, para lograr, con la ayuda de mi gran amigo e instructor Juan H. White, que el Capitán Jorge Bernal Rendón, excelente caballero y renombrado piloto, fuera comisionado para practicarme el chequeo.
Más adelante fui acusado de arrojar propaganda subversiva y de abastecer por aire, desde la avioneta HK-233-P, a los guerrilleros que luchaban en la vereda de Pavón, en Urrao, a quienes, según los falsos informes, les arrojaba pertrechos, alimentos –espe cialmente sal– y otros artículos que les eran indispensables para continuar la lucha.
Como resultado el ejército me decomisó la avioneta y la Aerocivil me retiró la licencia de pilotaje y pasó una circular a todas las torres de control ordenándoles que me impidieran, por todos los medios, ejercer cualquier actividad de vuelo.
No fue cosa sencilla conseguir que mi situación volviera a la normalidad. La mayor parte de esa tarea la cumplió espontáneamente, y a mis espaldas, el directorio conservador de mi pueblo, Caramanta, entidad que consiguió la asesoría de prestigiosos políticos y profesionales residentes en Bogotá, para comprobar la falsedad y la injusticia de la acusación, y para desenmascarar al anónimo e irresponsable paisano que había montado la grave calumnia con el egoísta propósito de crearse unos falsos méritos que le fueron recompensados con el nombramiento como cónsul en la ciudad española de Bilbao.
Fue la de ese directorio una noble acción que me enorgullece como caramanteño, que honra a los adversarios políticos de mi pueblo, y que es un ejemplo de la convivencia y de la cordura que tanto necesita el país.
El Aeroclub Medellín tuvo un nacimiento fácil, un desarrollo rápido, y un final prematuro y desastroso. Su fundación ocurrió así:
Una tarde de 1949 estábamos Myriam y yo sentados en los muros de cemento que rodeaban el antejardín de nuestra casa, en el barrio Laureles. Pasó en su automóvil el capitán Jorge Bernal Rendón, Jefe de Pilotos de la Empresa SAM y, al vernos, reversó y estacionó su carro y se bajó para conversar con nosotros.
Él sabía mi afición por la aviación, pues yo le había contado los muchos intentos tratando de vincularme a ella, y varias veces él había autorizado a otros pilotos de su Empresa para que me llevaran en una pequeña avioneta llamada La Panchita, pagando yo a razón de CO$30 por cada hora de vuelo.
Dicha avioneta era muy famosa en ese entonces, no solo por ser una de las pocas existentes en el país, sino porque en ella había aprendido a volar, y hecho su primer vuelo solo, el piloto norteamericano Denis Powelsson, fundador y mayor accionista de SAM. En el mismo aparato, Mr. Powelsson se mató unos años después al sufrir un accidente en los llanos de Casanare, cerca a Cravo Norte.
Estando, pues, el capitán Bernal muy enterado de mis deseos y frustraciones, me informó de la idea de que si lográbamos entusiasmar y reunir a un buen número de “gomosos” por la aviación que aportaran de a CO$1.000 cada uno, podríamos comprar una pequeña avioneta que utilizaríamos para aprender a volar los que no fuéramos pilotos, como yo, y para pasear con sus familiares y amigos los que ya lo fueran, como él. Le respondí que yo estaba listo para aportar hasta CO$2.000 y convinimos en ponernos ambos a difundir la idea entre nuestros conocidos y en estar informándonos acerca de los progresos que fuéramos logrando.
En la tarea de recolectar socios me ayudó mucho Arsenio Henao Gaviria, instructor de algunas materias teóricas para los pilotos de SAM, a quien el capitán Bernal convenció para que fuera uno de los del grupo y para que nos sirviera como coordinador de la iniciativa desde su oficina en el edificio Roca, en Junín con Ayacucho, donde SAM tenía su escuela de tierra y un simulador de vuelo para el en trenamiento de sus pilotos.
Allí nos reunimos un tiempo después los que habíamos resuelto ser socios, y comprobamos que los aportes iniciales que se pagarían de contado, más las letras que firmarían algunos que quedaban...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Nota editorial
  5. Agradecimientos
  6. Contenido
  7. Presentación
  8. Introducción
  9. La Compañía Colombiana de Navegación Aérea (CCNA)
  10. Semblanzas Guillermo Echavarría Misas
  11. Los viajes aéreos de antes
  12. Semblanzas La vida heroica de don Gonzalo Mejía
  13. Semblanzas El Aeropuerto Olaya Herrera y el cantante Carlos Gardel
  14. Semblanzas El Capitán Juan H. Whitte
  15. Semblanzas Escuela espada (Escuela Popular Antioqueña de Aviación) y su fundador J. Ignacio Ossa
  16. Semblanzas Jaime Castro y cessnyca
  17. Semblanzas La patrulla aérea colombiana-Antioquia
  18. Semblanzas Capitán Alberto Jiménez, alias El Culebro
  19. Semblanzas Don Luis H. Coulson, un prolífico creador de empresas
  20. Semblanzas Jorge Coulson R.
  21. TAMPA o la pujanza
  22. Las tertulias vespertinas en el Olaya Herrera
  23. Bibliografía
  24. Fotografías