Nuevas lecturas compulsivas
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Nuevas lecturas compulsivas

  1. 398 páginas
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Nuevas lecturas compulsivas

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Información del libro

Félix de Azúa rescata en Nuevas lecturas compulsivasla pasión por los libros que han marcado su vida, un recorrido emocional que constituye su segunda biografía, la de papel, es uno de los escritores más originales, brillantes y cosmopolitas de la literatura española.Los poemas de Holderlin, Byron o T.S.Eliot; las novelas de Cervantes Víctor Hugo, Henry James o Eugenia Ginzburg; los ensayos de Montaigne, Orwell, Steiner o Sánchez Ferlosio, entre otros, transcurren en paralelo con las vivencias del autor, en un viaje cargado de ironía y deslumbramiento.El repaso a los grandes escritores que han construido la memoria colectiva de Occidente alerta sobre la incertidumbre de un tiempo, el presente, que abandona el reposo de la lectura fascinado por la vacuidad de Internet.

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Información

Año
2020
ISBN
9788412103441
Edición
1
Categoría
Literature

ii. El mundo desencantado: novelas, cuentos, memorias, crónicas

Mateo Alemán. Apoteosis de un famoso pícaro

No debía de ser fácil, en la Sevilla de 1547, venir considerado como descendiente de un judío que ha abrazado el cristianismo con la intención de sobrevivir o medrar en sociedad. Los conversos, los célebres criptojudíos del barroco español, fueron en buena medida los artífices de nuestra mejor cultura. Debieron formar una élite consciente de su valía y quizás con razón se consideraban superiores a los cabestros que mandaban entonces y que les hacían la vida imposible. Es, en todo caso, asunto muy disputado. Sus defensores, el histórico Américo Castro y el actual Juan Goytisolo, tienen sus contradictores, pero los argumentos a favor de un numeroso grupo de intelectuales y escritores de ascendencia judía son sólidos.
Tal era la condición de uno de los más grandes escritores españoles, Mateo Alemán, y no el mejor conocido. Hijo de un cirujano de la Cárcel Real de Sevilla (oficio en sí mismo frecuente entre los judíos), se discute sobre quiénes fueron sus antepasados, pero la extraordinaria edición de Luis Gómez Canseco no duda ni un segundo: Mateo vendría de aquella estirpe cuyo más famoso ancestro fue un «Alemán Pocasangre, el de los muchos fijos Alemanes», según lo documenta un escrito de los conversos sevillanos que protestaban contra los abusos de la Inquisición. El abuelo Pocasangre fue quemado en la hoguera en 1497 por tan santa institución.24
A pesar de las hogueras antropófagas, aquellos muchos hijos siguieron generando Alemanes hasta que en 1547 naciera Mateo. Su vida, azarosa, a veces incomprensible, en buena medida desconocida, le daría para entrar dos veces en la cárcel por deudas, en 1580 y 1601, casar con Catalina Espinosa como pago de otra deuda (aunque en esta ocasión contraída por su madre), presentar un estremecedor informe sobre la situación de los forzados en las minas de Almadén que no le facilitó las cosas (las minas eran propiedad de la corona y de los Fugger), y escribir la más grande novela de la literatura española anterior al Quijote. Y es que, por si cupiera alguna duda, fue Cervantes quien leyó y se inspiró en el Guzmán de Alfarache y no al revés.
Su densa y agobiada vida, siempre encerrada en el laberinto de las deudas, le empujó finalmente a pedir permiso para emigrar a Méjico. Asunto peliagudo porque aquellos permisos los entregaba según le venía en gana un Pedro de Ledesma, secretario del Consejo de Indias, y como suele ser hábito en España entre las sabandijas de despacho, cobraba y no poco. Mateo Alemán hubo de legarle una casa de su propiedad que tenía en Madrid y los derechos de la segunda parte del Guzmán de Alfarache. Hoy no se imagina uno a un novelista pagando un soborno fiscal con los derechos de autor, pero aquélla era una época más elegante. Mateo logró salir de España en 1608 para no volver jamás.
¿Qué fue de él hasta su muerte, documentada en ١٦١٤? Poco se sabe. Escribió otra pieza fundamental, una Ortografía castellana de mucho interés por lo moderna y que le valió la acusación de «erasmista», el elogio de su benefactor mejicano el arzobispo García Guerra con una muy bella oración fúnebre, la historia de San Ignacio de Loyola, alguna pieza más, y seguramente murió y está enterrado en Méjico en algún lugar incierto. En Chalco, según el criterio de Enrique Miralles, otro de sus editores.
Algunos testigos de la época escribieron que no logró escapar al laberinto de las deudas porque su entierro se pagó con dinero de la caridad pública. Es conmovedor, sobre todo cuando uno mira el estupendo retrato grabado por Pedro Perret en 1599, un cobre en el que nuestro autor se muestra noble y digno, a la romana, con imponente gola y sosteniendo un libro de Tácito. Su rostro es tan verídico que uno cree conocerle, pobre pretendido caballero. Parece escapado de un Greco, pero también de un consejo de ministros. Apena imaginarlo tratando con tanto ahínco de ennoblecer su ascendencia. Dos blasones fantasiosos esquinan el retrato.
La grandeza de la novela (o del Guzmán, como siempre se la ha conocido) no puede emprenderse en este corto espacio, aunque quizás baste con decir, como antes apunté, que influyó en Cervantes, si bien éste amplió soberanamente la peripecia del pícaro y su ir y venir de desdicha en desdicha hasta convertirlo en el molde de la novela moderna. Desde su aparición, el libro del pícaro Guzmán tuvo un rotundo éxito internacional. Fue traducido a todas las lenguas cultas europeas y un poeta como Ben Jonson lo juzgó como «this Spanish Proteus».
Pues bien, hete aquí que a comienzos del año en curso se publicó la edición que no puede sino calificarse como modelo de erudición, cuidado y elegancia, la de Luis Gómez Canseco, en la soberbia colección de clásicos de la Real Academia Española, empresa extraordinaria, en parte financiada por La Caixa, lo que, francamente, tal y como están las cosas en aquella parte del país, es muy de agradecer.
Ésta es una joya para quienes la literatura tiene sorbido el seso y se debe leer con parsimonia y a lo largo de un año, pero debo advertir que me ha llevado exactamente nueve meses conseguirla. Si yo, pobre de mí, un obseso de los libros, he tardado ese tiempo en tocar con mis manos un ejemplar (mil ciento sesenta páginas de finísimo tacto) gracias a una gran dama amiga mía que lo consiguió no sin esfuerzo, imagínense un lector cualquiera que simplemente quiera leer uno de los más grandes clásicos de la literatura española y monumento de la literatura europea.

Bernal Díaz del Castillo y Garcia de Orta. Los nuevos mundos nuevos

No creo que sea cosa fácil, para un contemporáneo, imaginar con exactitud la experiencia que supuso navegar océanos desconocidos o penetrar en tierras vírgenes. Ni siquiera la ficción lo presenta de un modo convincente. En ocasiones el arte utiliza la metáfora de los exploradores para hablar de virtudes modernas, como en la excelente Master and Commander;25 otras veces asimila la exploración a una futura (y muy optimista) navegación por el espacio, truco frecuente entre escritores de ficción científica. Sin embargo, la intraducibilidad de la experiencia de los navegantes clásicos nos obliga a participar de su aventura con perplejidad rayana en la estupefacción.
No creo que haya relato más asombroso que el de Bernal Díaz del Castillo. Su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España sólo puede compararse con la épica homérica. No me cabe duda de que si Díaz hubiera sido súbdito de la corona inglesa hoy sería más famoso que Sir Francis Drake, y estaría por encima del relamido Bougainville de haber estado al servicio del rey de Francia. Sin embargo, es imposible entender seriamente sus experiencias pues son tan desmesuradas como las de Ulises. Imagine el lector que nunca haya entrado en el relato el momento en que Díaz, junto con Hernán Cortés, otros soldados y los naturales acogidos a la protección militar del comandante español, después de atravesar junglas, marismas, llanuras y montes, avistan la ciudad de México:
Y desque vimos cosas tan admirables, no sabíamos que nos decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, e veíamoslo todo lleno de canoas, y en la calzada muchas puentes de trecho a trecho, y por delante estaba la gran ciudad de México, y nosotros aun no llegábamos a cuatrocientos soldados.26
Aquellos extremeños, vascos o castellanos que sólo conocían sus aldeas o como mucho la destartalada villa de Madrid, veían aparecer ante sus ojos una urbe armada de palafitos, como una Venecia paleolítica, con pirámides y palacios de sillar que relucían al sol poniente como si fueran de oro. ¿A qué experiencia moderna puede compararse? Al lado de semejante sorpresa, el paseo por la Luna es una pobre cosa.
Que nuestra experiencia, la del mundo actual, es incomparable (creo que la palabra adecuada sería «inconmensurable») con la del mundo renacentista y barroco se disimula por el hecho de que nuestra experiencia es de orden ortopédico. La navegación aérea nos concede alas colosales, el teléfono nos da oídos omnipotentes, la televisión coloca nuestros ojos en cualquier lugar del planeta. Convertidos en un solo individuo virtual, una masa cuyo cerebro es la suma de todos los discos duros, privados y públicos, del planeta, los actuales humanos somos incapaces de imaginar una experiencia personal. Porque lo inconmensurable de Díaz del Castillo es que vio la ciudad de México en persona, y no en un programa de televisión. Él y sus compañeros eran únicos. La Luna la pisamos todos cuando la pisó Armstrong. Nuestras exploraciones son colectivas. Periodismo.
Bien podría decirse que aquéllos fueron los últimos viajes realizados por individuos, aunque restos de aventura personal se arrastran hasta el romanticismo. «No se trata tanto de la humanización de la naturaleza o de la naturalización del hombre [...] cuanto de la demostración de la singularidad del hombre en el espacio», escribe Isabel Soler en El nudo y la esfera, estudio de mucho provecho para quienes tengan la curiosidad viva por los orígenes del mundo actual.27 De eso se trataba, de experiencias singulares, sin posibilidad alguna de extenderse a colectivas. Diría yo que una última voz de tipo singular es la de Casanova navegando por el último océano desconocido, el sexo femenino, hoy ya explorado por completo y urbanizado como «género». Todavía en las Memorias del veneciano se oye la voz del que ve y siente algo que aún no es público, aunque pronto lo será.
Al tiempo que la experiencia de estos aventureros ampliaba el tamaño del mundo físico, otros exploradores expandían el horizonte mental que un par de siglos más tarde llamaríamos «la ciencia», es decir, exploraban objetos del mundo que no sólo tienen presencia sensible, sino también sentido cósmico. Los minerales, vegetales, animales, y ese animal inconcluso que llamamos «el humano», fueron dispuestos de manera que el sentido del mundo se adaptara a las nuevas hechuras. No podemos hablar de «ampliación» del mundo porque igual de ancho es el de Hesíodo que el de Marx, a saber, tiene el diámetro de nuestro cráneo, pero sí podemos hablar de «complicación», como ese nudo del que habla Isabel Soler, o el laberinto, pues ambos reúnen más recorrido en menos espacio que el camino recto.
Valga de ejemplo Garcia de Orta, físico del rey de Portugal, que en 1534 se embarcaba con el almirante Martim Afonso de Sousa para una exploración de cuatro años por las colonias asiáticas. En 1563 aparecía en Goa su Coloquio de los simples, o de las drogas de la India que ahora, tras casi quinientos años, podemos volver a estudiar gracias a la espléndida edición francesa de Messinger-Ramos.28 El grueso volumen nos introduce en la cabeza de un nuevo tipo de ciudadano más complicado, más anudado, más laberíntico que el medieval. Para poner de manifiesto su novedad, Orta escribe su tratado en forma dialogada con un oponente (Ruano) que es el producto característico de las universidades de la época, en las que la física (lo que hoy llamamos «medicina») se enseñaba como sección de la teología. Frente al medieval Ruano, el moderno Orta sólo cree en lo que ve, en lo que experimenta personalmente, lo que «por delante aparece», lo que han visto sus ojos y probado su lengua. El tratado, uno de los primeros en hablar científicamente sobre las «drogas» o simples, o ...

Índice

  1. Guarda primera
  2. Félix de Azúa
  3. Créditos
  4. Nuevas lecturas compulsivas
  5. I. El fuego celeste: sobre poesía
  6. II. El mundo desencantado: novelas, cuentos, memorias, crónicas
  7. III. La era de la teoría: ensayos
  8. IV. La lectura hoy
  9. Notas
  10. Colofón
  11. Otros Títulos
  12. Círculo de Tiza
  13. Guarda final