Es preferible una llave de madera que abre puertas
a una de oro que no lo hace
Giovanni Pico della Mirandola, Epístola a E. Barbaro.
(Versión propia sobre la edición citada en nota 13)
Hacia fines del siglo XII, un autor que tendremos ocasión de reencontrar, Boncompagno da Signa, profesor en Bologna, primera universidad medieval, escribía:
Los griegos dicen que los latinos ladran como perros, y los latinos, que los griegos aúllan como zorros. Los sarracenos afirman que los cristianos no cantan sino que deliran; los cristianos, que los sarracenos se tragan la voz y hacen gárgaras [...].
En el fondo, por detrás de esta impostación satírica y más allá aun de la intención del autor, asoman dos notas: la extensión casi universal de los prejuicios contra pueblos que no son el propio, y, a la vez, y la de que tales prejuicios están basados sobre diferencias reales no de jerarquía sino de modalidad. La clase de prejuicio que este gran gramático debía combatir no podía ser sino la del lenguaje. Ahora bien, como retórico que también era y acaso ésta haya sido su condición principal, Boncompagno se refiere aquí a la dicción y no al léxico ni, mucho menos, a la sintaxis. Sin embargo, cabría establecer distinciones notables entre la griega y latina, diferencias que trasuntan un modo de pensar también distinto.
Mucho se ha escrito sobre la complementariedad entre lenguaje y pensamiento que son dos caras de una misma moneda: se habla como se piensa pero también se piensa como se habla.
Pero ¿qué significa hablar de determinada manera? En uno de sus más brillantes trabajos, Umberto Eco propone dos modelos, dos modi cogitandi que han atravesado la historia del pensamiento occidental: el lineal y el rizomático, el de la línea y el del labirinto de ramificaciones infinitas, expresión que da título al artículo al que nos referimos. Entiende allí por “modus cogitandi” “una manera de organizar la realidad para hacerla comprensible al pensamiento, manera que puede manifestarse en filosofía, en poesía, en el mito [...]”, es decir, un modo de lectura de lo real –o de lo que se supone tal–, modo o modelo necesariamente abstracto, dado que es un amplio esquema hermenéutico funcional al historiador.
Desde un punto de vista ciertamente no étnico sino cultural, lo que Eco llama el “modelo latino” es sin duda el que privilegia la línea que marca los confines entre las cosas, a diferencia del helénico, del hermético. En éste, la idea de la metamorfosis continua está simbolizada, según Eco, por Hermes.
Hermes es evanescente, ambiguo, padre de todas las artes pero dios de los ladrones... Las metafísicas de la transmutación y de la alquimia serán herméticas, y el principio fundamental del Corpus hermeticum –cuyo descubrimiento en el Renacimiento marca el fin del pensamiento escolástico y el nacimiento del nuevo neo-platonismo– es el de la semejanza y la simpatía universal. Gracias al Asclepius –conocido por la latinidad medieval– la escolástica latina es rozada por esta tendencia, pero trata de ocultar y rechazar la tentación de la metamorfosis continua. En términos metafóricos, podría decirse que el modo de pensamiento latino opone la línea, o el árbol binario ordenado, al laberinto hermético, donde todo puede unirse a todo.
Ya desde la fundación de Roma –mítica y, por ende, tanto más definitoria– el modelo latino opta por la nitidez del límite: en el mito de la fundación de Roma, en efecto,
Rómulo traza una frontera y mata a su hermano porque éste no la respeta. Si no se reconoce una frontera quem ultra citraque nequit, no puede haber ni civitas ni cultura. [En cambio,] los griegos conocen la polis, pero las ciudades de Grecia son numerosas. La etnia helénica tiene los confines móviles de una lengua fragmentada en varios dialectos.
Así pues, el modelo latino es elaborado desde el inicio de la civilización romana y, aunque se prolonga en el índice de la Crítica de la Razón Pura, es indiscutible que alcanza su cénit en la plenitud de la Escolástica medieval.
De ella, quisiéramos recordar ahora dos notas esenciales y hacer también una salvedad. La primera nota del modus operandi de la Escolástica es, como sabemos, el supuesto de que la misión básica del pensamiento no es la de establecer sus propias leyes sino la de leer la realidad, una realidad que no se pone en duda. La segunda nota a tener presente es la de que ese pensamiento se articula en distinciones y subdivisiones internas. Para decirlo metafóricamente: una vez trazado el confín de Roma, se procede a delimitar sus zonas y la función de cada una, esto es, al diseño urbanístico de la totalidad.
Ya una de las afirmaciones –o, mejor dicho, sentencias– de los escolásticos y de Tomás de Aquino en particular constituye una primera confirmación de cuanto se ha sugerido hasta aquí: “Sapientis est ordinare”. Que el ordenar es proprio del sabio es cosa que se insinúa en el comienzo de la Metafísica de Aristóteles, pero, en la línea de lo que se acaba de decir, son los escolásticos los que elevan esta máxima a principio del pensar. Ahora bien, para ordenar, es decir, para ubicar cada categoría en el plano que le corresponde, primero se ha de distinguir entre los varios planos y discernir la naturaleza propia de cada uno. Del respeto a este principio, provienen en el fondo, las famosas distinciones escolásticas; de ahí que sea citado tan frecuentemente.
Ciertamente, nunca se insistirá bastante en el hecho de que se distingue para vincular, esto es, que lo que se tiene como meta final es una visión de conjunto capaz de dar cuenta de la realidad leída como una totalidad dinámica y orgánica, es decir, como un todo que da sentido a las partes que lo constituyen.
Tan grandioso y a la vez preciso sistema requería, como es obvio, el establecimiento de un lenguaje en el sentido amplio del término, lo que se denomina el “latín escolástico”. El profundo cambio de locus hermeneuticus que implica el reingreso de un Aristóteles diverso ya del original, puesto que vertido en otros moldes, exigía –como se ha señalado tantas veces– un latín capaz de reflejar tanto los confines de las cosas distinguidas como la articulación que se da entre ellas.
El fenómeno de la lengua, tal como la entiende la gramática, no se limita por cierto al léxico. En la constitución del latín escolástico, no se está sólo ante la acuñación de nuevos términos que, en definitiva, no dejan de ser técnicos. Esto último simplemente sucede cada vez que se amplían los límites del conocimiento, así, se crearon vocablos como “alunizaje” o “genoma”, en la segunda mitad del siglo pasado.
Lo ocurrido con el latín escolástico es, en nuestra opinión, algo diferente y más profundo, porque, al surgir una nueva lectura de la realidad, otra perspectiva sobre ella, y aun otro dinamismo en la mirada de quien lee, se fuerza y se modifica la misma lengua utilizada. Esto incluye los siguientes planos: a) el del léxico, cuyos límites se extendieron al acuñar los conocidos neologismos escolásticos, y aun se apeló a la incorporación de palabras de otras lenguas, vocablos transliterados, muchas veces, curiosamente; b) el morfológico, en el que se modificó el valor significativo de algunas variantes; c) el sintáctico, donde se subrayó la linearidad mencionada; y se podría añadir d) el retórico-oral, en el que se recurrió al ritmo casi sincopado del latín propio de las sentencias escolásticas. Veamos algunos ejemplos de cada uno de estos planos.
El que se planteará a continuación es quizás el caso más obvio, además del mejor conocido de la especificidad escolástica. Uno de sus ejemplos más reiterados es significativo de lo que se decía acerca de los moldes del modus cogitandi latino en el que se vierte el aristotelismo previamente filtrado por los árabes. Se trata de la quidditas que, como se sabe, es uno de los sinónimos de la esencia, ya que expresa respecto de la cosa qué es ella, quid est. De hecho, algunos autores han utilizado esta palabra para referirse específicamente a la sustancia segunda aristotélica. Pero los escolásticos eludieron la supuesta equivalencia de los sinónimos de la voz “essentia”, así como fueron más allá de la mera inserción en las categorías aristotélicas. En efecto, llamaron “forma” a la esencia en cuanto principio de determinación ontológica. En cuanto que es principio de inteligibilidad del ente y, en especial, principio de sus operaciones, la denominaron “natura”. En cambio, reservaron el término “quidditas” para aludir a la esencia en cuanto expresada o expresable en la definición de la cosa, puesto que dicha definición da cuenta de la esencia al responder a la pregunta quid est, lo cual, por lo demás, conduce a inferencias que otros supuestos sinónimos no consienten. Así, por ejemplo, la quidditas del hombre es su humanitas, es decir, su condición de ser animal racional. Por eso, se afirma, por ej., que la quidditas de los entes corpóreos involucra materia y forma. De hecho, en el ejemplo mencionado, es inconcebible el ser animal inmaterial.
Pero la riqueza filosófica del vocablo que ahora no...