Suburbana
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Suburbana

  1. 260 páginas
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Suburbana

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Índice
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Información del libro

Suburbana arranca con una llamada de teléfono en la madrugada. Renzo, un argentino exiliado en Madrid, debe viajar de inmediato a Buenos Aires para asistir a la operación de su padre enfermo. Su regreso estará marcado por la inesperada aparición de una mujer llamada Alma, junto a la cual desgranará la trayectoria vital de dos familias cuyo destino corre paralelo a la historia de su país.La muerte de Perón, el golpe de Videla, la guerra de las Malvinas o el corralito desfilan por las páginas de una obra en la que los protagonistas son esos héroes anónimos que habitan los suburbios de la Historia y cuyas hazañas no son recogidas por los libros; una novela que funde con maestría pasado y presente para hablar de la memoria, los diferentes modelos de familia y el desarraigo del exilio. El autor se sirve de la crónica argentina del cambio de milenio para construir una novela emotiva y apasionante, dotada de una profundidad y un dominio del lenguaje admirables."A medida que leía esta novela me iba ocurriendo algo extraordinario: parecía que sus personajes estaban más vivos que muchas de las personas reales que conozco. Y eso solo ocurre porque Claudio Mazza, además de una técnica impecable, tiene cosas profundamente humanas que contar" (Ronaldo Menéndez)"Un autor que, con un pie en cada uno de sus mundos, nos demuestra que la nostalgia no es un error sino la mejor manera de reconciliarnos con nuestro pasado. Con aquello que fuimos y que ya nunca dejaremos de ser. Una novela espléndida" (María Tena)

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Información

Editorial
Dos Bigotes
Año
2016
ISBN
9788494355998
Edición
1
Categoría
Literatura

OTRAS PARTES
Renzo y Alma

«No importa cómo uno lo diga,
nunca será lo mismo que lo que ha ocurrido.
La lengua es un oficio distinto al de la vida»
Herta Müller

Uno

—¿Novedades?
—Ninguna. Todo igual.
—¿Entonces?
—Hay que seguir esperando. Tal vez salga del coma.
Estamos a primeros de diciembre de 2001. La operación del Viejo fue hace pocas noches. Su convalecencia y mi estancia en Buenos Aires coinciden con los días en que se decreta el corralito. El gobierno argentino tira la toalla al mismo tiempo que oficializa el desbarranque económico de los últimos años y muestra claramente de qué lado elige quedarse: del lado de siempre. Cuando vuelva a Madrid costará mucho explicarle a quien se interese por la desesperante situación de la Argentina en qué consiste exactamente el corralito. Ya lo viví ayer, por teléfono, al intentar aclarárselo a mi socia. Cuando, después de un rato, mis razonamientos se repetían sin cambios, ella reflexionó un segundo y me dijo:
—Pero Renzo… ¡eso es robar!
—No hay nada más que añadir —fue mi última respuesta—. Por fin lo has entendido.
En los días que siguen al decreto, los saqueos de supermercados, los cacerolazos, las manifestaciones y la brutal represión ocupan las ciudades mientras en una unidad de terapia intensiva, el Viejo parece asumir en carne propia la aniquilación de un país al que nos enseñaron a referirnos como rico, próspero, culto y con un futuro incomparable. El Viejo agoniza y el país desaparece. Es el final.
—Me preocupa mi vieja.
—¿Está muy hundida?
—Sí… No… No sé. Estaba tan segura de que todo iba a salir bien que no puede barajar la posibilidad de… ¿Sabés lo que pasó hace un par de días cuando el Viejo se puso peor?
Alma me escucha atentamente.
—Un médico nos explicaba la gravedad de la situación, el riesgo de infección, de que no haya vuelta atrás… Nos lo estaba poniendo negro. Y de repente mi vieja se dio media vuelta y se fue de la sala. Mi hermano Mauro se quedó con el médico y Carla y yo nos fuimos tras ella. La encontramos sentada en la escalera con la cara apoyada en los puños. Creí que lloraba pero cuando levantó la cabeza me impresionó. Tenía un gesto durísimo. Estaba furiosa. ¡Furiosa con el Viejo! Cuando nos acercamos para consolarla se levantó de golpe, dio un paso atrás, nos miró a los ojos a uno y a otro y señalando con un brazo hacia la sala de terapia intensiva nos gritó: «¡No se puede morir! ¡Él tiene que estar conmigo!».
—¡Qué fuerte!
Se acerca el mozo del bar y pone delante de Alma lo que, al parecer, ha pedido.
—Alma… ¿Te vas a tomar un submarino?
—Sí, ¿por?
—¿Y dónde dejaste la cartera y el uniforme del cole?
—Pavo…
—No, en serio. La última vez que vi a alguien tomarse un submarino fue hará más de veinte años y seguro que ninguno de los dos teníamos más de diez.
—Vamos por partes. Primero: no te hagas el pendejo, que hace veinte años ya teníamos diecisiete vos y yo… Y segundo: ahora la gente valora cosas como el sushi y deja pasar tontamente cumbres de la gastronomía como esta. El submarino, por desgracia, está muy devaluado.
—A ver, a ver. ¿Qué tiene de elaborado o complejo el submarino como para llamarlo «cumbre de la gastronomía»? Es muy simple, ¿no?
—¡Error! Esa es la impresión para el neófito, para el ignorante, si me permitís. ¿Cuántas veces escuchaste a alguien decir que la pintura de Kandinsky o de Miró es una mierda y que esas rayas o esas manchas las podrían hacer su hijito o su nieto?
—Diez o… doce mil veces.
—Pues esas pinturas son la cumbre de unos artistas que evolucionaron hacia la abstracción y, especialmente, hacia la síntesis.
—¡Epa! ¡Qué discurso! Me parece que te veo venir.
—El inventor del submarino fue un genio. Vamos a ver: la receta parte de ingredientes mínimos y no recurre a aderezos ni adornos. Solo se ocupa de preparar la química del invento, ya que el chocolate no se fundiría si la leche no estuviera a una temperatura obscenamente ardiente, tan ardiente que hubo que diseñar este soporte especial para los vasos de vidrio porque no se podría sujetar de otra manera. Por el contrario, si acaso el chocolate estuvo guardado en frío, se enfría la leche y se aborta el invento…
—¡…y ya está! ¡Se acabó la receta!
—¡Silencio! ¡Ahí está la cumbre de la abstracción! El creador, en la cima de su genialidad, prescinde con humildad de la gloria de elaborar y ser admirado por su destreza y pone delante del comensal los ingredientes para que cada uno lo elabore sobre la marcha y a su gusto. Hay tantas maneras de tomar el submarino como personas que lo disfrutan.
—¿Sí?
—Hay quien, impaciente, sumerge la barra de chocolate en el vaso de leche caliente y con la larga cucharita lo menea y lo revuelve y lo obliga a fundirse por completo mientras, a la vez, orea la leche para que se enfríe y bebérsela en cuanto pase el riesgo de autoinmolarse. Hay quien espera a que el chocolate se funda, pero no lo revuelve y deja que se deposite en el fondo para, al final, ofrecer a su paladar una orgía de placer al comerse el chocolate fundido a cucharadas. Otros muerden el chocolate y se lo pegan al paladar con la lengua y dejan que se mezcle con la leche en su boca según beben. Hay quien aprovecha mientras la leche arde para sumergir la punta del chocolate por contadísimos segundos, los justos para que se funda por fuera y poder chuparla de a poquito. Hay quien…
—Esperá… ¡Mozo! ¡Otro submarino!
—¡Bienvenido al club!
Alma consigue hacerme reír por primera vez en muchos días. Solo por eso ya estoy en deuda con ella.
—Todavía no puedo organizar que lo veas. Siempre están todos y no puedo generar sospechas o enfrentarlos a más cosas. ¿Entendés?
—Tranquilo. Yo espero.
Nos quedamos callados. Además, Alma se resiste a hablar de ella, esquiva mis preguntas, las resuelve con monosílabos. Es curioso que, a pesar de la complicidad surgida desde el primer momento, aún no nos conocemos tanto como para ocupar tiempos muertos sin que surja cierta incomodidad, esa sensación de tener que llenar el tiempo con palabras.
—¿Te agarró el corralito?
—Renzo: mirame bien. ¿Vos me ves cara de tener plata en un banco?
—No… ¡Yo qué sé, no entiendo nada de lo que pasa!
—¡Nadie entiende nada!
—Pero…
—¿Para cuándo los asados? Ya va siendo hora de que empieces a contarme, ¿no?
—No sé si puedo.
—¡Daaaaale! ¡Así nos distraemos de todo esto!
—No esperés mucho, ¿eh? Mirá que son simples historias domésticas. Hollywood en Hollywood, pero acá…
—No te atajes. Empezá y vamos viendo.
—Vos lo pediste.
La organización de los asados comenzaba un par de semanas antes con las rondas telefónicas de mi vieja para confirmar asistencias, repartir autorías de ensaladas y postres y disponer los traslados de los mayores. En los días previos, el Viejo ya había encargado la carne, las morcillas y los chorizos, y la víspera nos dividíamos las tareas para reunir las provisiones. Mi vieja empezaba a preparar sus empanadas, limpiaba a fondo la casa y baldeaba el garage, donde al día siguiente se celebraría la comida. Se recogían los encargos, se compraba carbón y nos turnábamos para acompañar al Viejo a buscar las damajuanas de vino, los refrescos y el hielo: una gran barra de hielo envuelta en arpillera que se colocaba con cuidado en la pileta del lavadero rodeada de botellas y se cubría todo con más trapos para conservar la temperatura.
Los 9 de Julio nos levantábamos temprano y, después de desayunar, mis hermanos y yo montábamos en el garage la gran mesa de los mayores y la de los chicos, juntábamos sillas propias y de los vecinos sin dejar nada librado al azar y rondábamos a mis padres mientras esperábamos la llegada de los invitados, que empezaban a caer sobre las once de la mañana.
El rito constaba de fases fijas y secuenciales. Primero, mientras iban llegando todos, se servía un vermouth que se centraba en dos focos: en la cocina se juntaban las mujeres y ayudaban a mi madre con la comida traída y la preparada en casa mientras repasaban las novedades familiares y, en el jardín, en una mesita junto a la parrilla, se reunían los hombres para debatir de política y acompañar al Viejo en su ceremonia culinaria, situación que él aprovechaba para contar sus últimos chistes. El vermouth se completaba con una picada con papas fritas, maníes, queso fontina, salamines y aceitunas. Los chicos nos ocupábamos de cargar los abrigos, todos orlados con escarapelas, a uno de los dormitorios y de llevar y traer mensajes y pedidos entre la parrilla y la cocina.
—Pedile a mamá que te dé la sal gruesa.
—Dice papá que me des la sal gruesa.
—Preguntale a tu papá si quiere que ya empiece a freír las empanadas.
—Dice mamá que si empieza a freír empanadas.
—Que tu mamá te dé el tenedor grande de trinchar la carne y me lo traés.
—El tenedor grande.
—Decile a papá que se acuerde de guardarle un pedazo de carne aparte al tío Pedro, que no puede comer sal.
—Un cacho de carne para el tío Pedro.
Cuando todos habían llegado empezaba lo fuerte: empanadas, chorizos, morcillas, el asado, los postres… Después de comer se recogía la mesa y se llevaba la vajilla a la cocina y mientras unas fregaban platos y bandejas, otros preparaban las mesas pequeñas para que los hombres jugaran al Truco y la mesa grande para que las mujeres y los chicos jugáramos a la lotería de cartones.
Durante el juego había café y, a media tarde, mientras se tomaba el mate, aparecían como por arte de magia unas inmensas bandejas de facturas de dulce de leche, de grasa y de crema pastelera de las que dábamos cuenta como si todo lo comido horas antes no hubiera sido más que un aperitivo.
Al caer el sol ya se habían ido todos, casi todo estaba recogido y esperábamos la noche comentando episodios del evento.
Alma me mira con cara de insatisfacción, irónica. Aprieta sus labios e inclina su cabeza como esperando algo más.
—¿Y? ¿Eso es todo? Renzo, ¡estirate un poco! Por lo que veo, el organigrama de los asados era el de cualquier asado de cualquier familia de cualquier barrio de Buenos Aires de los últimos cincuenta años. ¡Habrá algo más!
—Bueno, vos me pediste…
—Sí, pero… Soy una pesada, ya lo sé, pero… ¡Hacé un esfuerzo, dale!
—Sí, tenés razón. No sé, ayudame. Preguntame algo.
—No sé, contame lo primero que se te pase por la cabeza. Una discusión, un accidente… O alguna cosa tuya que recuerdes. ¡Cualquier cosa! Seguro que tenés mil cuentos.
—Sí, seguro… Dejame ver…
—Tic, tac, tic, tac…
—A ver qué se me ocurre…

1968

«Barrio plateado por la Luna,
rumores de milonga
es toda tu fortuna…»
Melodía de Arrabal, Gardel y Le Pera
Bolaño dijo que Canetti dijo, y parece que también lo dijo Borges, que el bosque es la metáfora de los alemanes. Tal vez por eso, buscando esa metáfora vital, el bisabuelo Kraemer creó un bosque de hijos y nietos en un paisaje desordenado y a medio hacer, lejos de su suelo germano. Pero no fue el único expedicionario de mis antepasados. La vocación colonizadora se alimenta por todas las ramas de nuestra genealogía.
Parece ser que, a finales del siglo XIX, los Kraemer abandonaron la Alemania surgida veinte años antes, tras la guerra franco-prusiana, con destino al Río de la Plata, en una travesía agotadora camino de un territorio casi salvaje para ellos, optimistas del destino. Años más tarde, la oma Grettel repetiría esa misma travesía junto a los suyos, con pocas ideas acerca del futuro y muchas esperanzas adolescentes.
Mi bisabuelo Johan, el padre del abuelo Sixto, emigró con su recién formada familia desde la frontera suizo-alemana hacia América después de la...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Primera Parte. El Viejo
  4. Otras Partes. Renzo y Alma
  5. Más Partes. Alma y Renzo
  6. Punto y Aparte Suburbana
  7. Otros títulos del mismo editor
  8. Copyright