Donde no hay nadie:
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Donde no hay nadie:

cultura, conocimiento y conservadurismo en América Latina

  1. 220 páginas
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Donde no hay nadie:

cultura, conocimiento y conservadurismo en América Latina

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Más información y más entretenimiento no equivalen a más saber. Mucho menos cuando lo que alguien puede o no ver está seleccionado de antemano: en este libro mostramos qué importancia tiene el montaje invisible, descubierto hace muchas décadas, en el siglo XX, en el modo que tenemos de percibir el mundo que nos rodea y de disponer de las nuevas tecnologías que creemos garantes de una vida cualitativamente distinta. Por lo demás, en México y en el resto de América Latina existe una fuerte tradición de no querer saber, porque se prefiere creer: la religión ha jugado las más de las veces y de manera insidiosa contra la posibilidad de saber e incluso contra el "querer saber" y la curiosidad, pese a que en distintos países de la región hemos tenido por lo menos desde el siglo XIX partidarios muchas veces desconocidos de educar y de servirnos del raciocinio. Entretenimiento, información selectiva y herencia religiosa distan mucho de garantizar que consigamos un mayor y mejor conocimiento sobre nosotros mismos, sobre el mundo y sobre sus novedades tecnológicas. ¿Somos o no somos más curiosos?

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Información

Año
2016
ISBN
9786078450336
Capítulo II
Cultura y saber en América Latina 1
En América Latina y el Caribe no ha sido fácil sentar las bases para una historia de las ideas, y con ella, de lo que se entiende por conocimiento en la región, algo que no es idéntico a lo que sucede en otras latitudes. En este texto hemos tomado en consideración las historias intelectuales existentes, si bien tienden a interrumpirse en tiempos recientes, salvo excepciones, por una discontinuidad frecuente en las ciencias sociales del subcontinente. A esta discontinuidad se ha sumado en los últimos años la creencia de que apareció un “tiempo nuevo” que marca otra forma de historiografiar, no exenta de riesgos cuando se confunde lo subalterno con lo que tiene existencia “natural”, tal vez por oposición a un mundo donde la técnica parece avanzar prodigiosamente; como sea, la agenda ha cambiado (si en la anterior se tomó en consideración la historia de las ideas, lo que tampoco es muy seguro), y no parece que haya tomado mucho en cuenta lo que se hizo tiempo atrás, sobre todo desde el punto de vista de la Historia –por ejemplo, en los trabajos de Weinberg, Halperin Donghi, por citar dos, o en otros a los que nos referiremos–. Algo ocurre que pareciera necesario empezar siempre desde cero, aunque no tiene por qué ser exactamente así: el problema del conocimiento en un entorno que pareciera serle hostil, según veremos, ha sido planteado una y otra vez por lo menos desde el siglo XIX latinoamericano independiente. Si no ha cuajado –y es aquí que despunta nuestra propuesta frente a las historias intelectuales disponibles, pese a extensos aportes como los reunidos por Myers– es porque no se ha hecho (por artificial que parezca este “hacer”, un “fabricar”) un espacio laico plenamente objetivo y que sea reconocido en su impersonalidad y en la igualdad de todos, como algo ajeno a creencias y retóricas personales (¿salvo en un cristianismo como el de Freire, y hasta dónde?): así, las historias de “grupos” –“tribu inquieta”, ha llegado a llamar Carlos Altamirano a los intelectuales (Altamirano, 2013)– o de “figuras” en el saber terminan junto con las personas o sus clientelas. Lo que ello demuestra, a nuestro juicio –y veremos el combate que supuso el siglo XIX latinoamericano desde este punto de vista– es el peso de una religión –a falta de una secularización de fondo, incluso en los populismos y en la Revolución cubana– que ha hecho que permanezca la asociación entre un supuesto saber y la “trascendencia” de una figura o un grupo, pero al margen de la duración e incluso de los aportes “medibles” objetivamente –por los criterios del razonamiento, no de la gracia, y también los de la experiencia, para seguir al Voltaire de la Enciclopedia citado por Altamirano (Altamirano, 2013: 121)– y en la sociedad en su conjunto. Entendido el fracaso del liberalismo en el siglo XIX, sugeriremos que queda en entredicho el entendimiento de lo que es el conocimiento objetivo incluso en el siglo XX, y la posibilidad misma de conocer, por lo demás en una estructura socio-económica que sigue siendo en muchos aspectos reacia a la innovación y a la consolidación de determinadas profesiones –en parte por las características locales de la división del trabajo–. Si bien hay dos cortes recientes importantes, uno a partir de la Revolución cubana y previamente del modelo sartreano del “intelectual comprometido” (el de ¿Qué es la literatura?, un intelectual que debe ser escritor), según Altamirano (Altamirano, 2013: 42-43), y tal vez un segundo a partir de la aparición de la figura del “especialista”, nos parece que hay todavía mucho que buscar en la historia colonial y en el siglo XIX para explicar cierta imposibilidad del conocimiento duradero, antes que en el vertiginoso siglo XX, y buscar también más allá de añejos prejuicios –existentes incluso en Gran Bretaña o Alemania contra el “intelectual”, según lo ha demostrado el propio Altamirano (Altamirano, 2013: 27-34)–. Esto marca una diferencia metodológica importante con algunas reflexiones recientes sobre la historia intelectual, porque se trata incluso de plantear la dificultad –por lo menos desde el siglo XIX– para fundar, más allá de un verdadero intelectual público, una academia, antes que un conglomerado de figuras y grupos.
Ya hemos sugerido que en América Latina la religión y la retórica han jugado un papel importante en el modo de relacionarse con el saber y de entenderlo. Podría decirse que la religión es una forma de “saber”, pero a condición de creer que éste es apenas un acercamiento al mundo o una forma de “verlo”, pero no un des-cubrimiento. En realidad, la religión parece alejar la posibilidad de cierto tipo de saber. Hacer ciencia es llevar a cabo descubrimientos: des-cubrir. La religión se opone justamente a este des-cubrir y coloca un velo o un manto que suele ser de misterio: así, “los caminos de Dios son inescrutables”, o sucede que “solo Dios sabe por qué lo hace”. Una aparición o un milagro no se explican: se revelan. Con la retórica ocurre algo parecido: suele originarse en la teología y no la cuestiona, sino que le da a ésta el “efecto” que necesita para hacerse valer.
La herencia colonial en América Latina no siempre predispone al saber. La sociedad no es cognoscible por la misma razón por la cual la verdad no se busca: “se aparece” o queda oculta: “¿quién sabe?”. Viene desde afuera –no de un esfuerzo interno– y muestra por lo demás plenitud, incluso beatitud o hasta éxtasis: no hay un resto, ni algo inacabado. Este resto es negado o incluso rechazado como algo inaceptable, no lejos del misoneísmo.
El cortesano y el idólatra
Durante mucho tiempo, la cultura fue en América Latina un ornamento, no un saber. Desde luego que en el medievo no había un acceso generalizado a la educación. Cada quien estaba llamado a “saber” –o creer– lo que correspondía a su estamento, no más. Era bien visto no querer saber demasiado y no hablar más de lo que correspondía (Maravall, 1973: 267). El saber cortesano no trasminaba hacia abajo (Maravall, 1973: 264), ya que implicaba ante todo proximidad al poder. Así, el poder medieval –antecedente de la Conquista de América– creó formas de legitimación social que pasaban por el mecenazgo y que conducían al riesgo de que una afirmación científica chocara con el poder del príncipe, como lo ha analizado Mario Biagioli a propósito de la vida de Galileo en la corte de los Médici, en particular del duque de Toscana (Biagioli, 2008). Galileo tuvo que dejar de ser puramente matemático; fue filósofo de la corte, cuyo protocolo sancionaba la ciencia en función de honores y de estatus. Se trataba de lo que Biagioli llama una “ciencia preinstitucionalizada” (Biagioli, 2008: 433-434). Las reglas solían ser tales que se permitía experimentar, pero no preguntarse demasiado por causas, sobre todo si ponía en duda las formas de legitimación social establecidas (Biagioli, 2008: 441). Tal vez era preferible renunciar a lo percibido cuando se “des-cubría” –quedaba al descubierto– la investidura del poder.
La “ciencia” dependía así de los favores obtenidos del mecenazgo y de una credibilidad que en vez de obtenerse por mérito se lograba por posición social. Era una posición siempre precaria, que estaba en función de la competencia por ser el favorito y de la “gracia” del príncipe, la cual se buscaba más que el éxito científico. Se trataba entonces del “favor” o de la “caída en desgracia” (Biagioli, 2008: 85 y 400-401), y la “ciencia” estaba a merced de ello.
En las condiciones descritas, en la España que conquistó a América el saber era sobre todo consilium para el poder (Maravall, 1973: 359), un poco al mismo título que el auxilio militar. Se organizó una autonomía aparente de letrados (cuyo origen remoto fueron los notarios) que se distinguían por su capacidad “discutidora”, que es tanto como decir negociadora, cercana a la política, y se abrieron así posibilidades económicas y de “disfrute de provechos” gracias a la apropiación cerrada del saber, lejos del sabio tradicional o del retórico humanista (Maravall, 1973: 376 y 384). A medida que se acercaba al siglo XVI, el letrado estaba más próximo al poder, como consejero del señor superior. Esta misión medieval –y no de cualquier medioevo, sino del español– perduró mucho tiempo.
El saber medieval era finito y tenía dueño. Era repartido con criterios que no siempre eran los de conocimiento. Se podía creer que era asunto de iniciados o supuestos genios, no resultado colectivo. Si el saber tiene una dimensión moral, la moralidad medieval le indica a cada quien su puesto inamovible en la sociedad (Maravall, 1973: 262). Más allá de la sabiduría, como el conocimiento está dado, se reduce a conservar y transmitir lo sabido (Maravall, 1973: 219), lo que –dicho sea de paso– llevará luego al criollo a pensar que lo sabido viene dado desde el exterior y que no hay más que repartirlo, sin hacerse muchas preguntas. Se trata o bien de “hacer lucir” la presentación, mediante el florilegio, comentado y discutido, o bien de plantear un “desciframiento” (Maravall, 1973: 234, 239 y 241) en el cual cuentan moralejas, anécdotas, narraciones… Más que de acumular saber o de ponerlo al servicio público, se pretende “mostrar” y “mostrarse” y repartir a discreción. La retórica juega aquí un papel decisivo y aparece como la ciencia de la razón, aunque se trata de probar una verdad apenas supuesta y de lograr adhesión para ella (Maravall, 1973: 235-236). No se busca ensanchar o extender los dominios del saber, que está delimitado como el universo y como la sociedad. En el peor caso, el saber se convierte en técnica de repetición (Maravall, 1973: 218) y, al decir de Maravall, “lo único que cambia es la parte que cada individuo se apropia” (Maravall, 1973: 226). No hay que acumular saber. ¿Qué ocurre entonces en América Latina con estos antecedentes?
La función intelectual apareció a partir del caso Dreyfus en Francia, a finales del siglo XIX, y no antes. Oscar Mazín sostiene lo siguiente: “[…] nuestra noción del intelectual supone la posibilidad de hacer la crítica del Estado-nación de manera independiente” (Mazín, 2008: 53). En América no hay tal Estado entre los siglos XVI y XVIII, por lo que el consejero no es un intelectual (aunque éste se siga luego confundiendo con aquél). Predomina más bien la importación, lo cual llevará más adelante al “sentido imitativo de la reflexión”, siguiendo una expresión de Augusto Salazar Bondy (Salazar Bondy, 1968: 39). El consejero es traído de la metrópoli, o es alguien que la imita.
Durante la Colonia se impone la escolástica (Salazar Bondy, 1968: 16), el sometimiento de la razón a la fe y a la repetición incesante del argumento de autoridad. Luego de la Independencia, la misma escolástica predomina –dice Salazar Bondy– en las clases “cultas”, que por su modo de educar –por ejemplo en la enseñanza secundaria, donde se privilegia el derecho y se desconoce la filosofía clásica– no parecen ser tan “cultas” (Salazar Bondy, 1968: 63-64). Mal antecedente: el saber acumulado y al servicio de todos por igual no interesa en los grupos “cultos”, que imitan y rondan al poder: se “mueven” sin crear. Para este poder cuenta el supuesto saber si refrenda la fe y la autoridad, y si es repartido a criterio del monarca.
Gregorio Weinberg constata por su parte el carácter fundamentalmente cortesano y aristocrático de la educación colonial, que no llegó jamás al conjunto de la sociedad y que, lo que es más, no alcanzaba siquiera a salir de un círculo peninsular hecho en espejo de la metrópoli. Si la educación –en un principio evangelización– no importaba demasiado, es porque a la encomienda –núcleo de la sociedad colonial– no le interesaba otra cosa que no fuera el trabajo forzado, excesivo y sin compensación salarial (Weinberg, 2005: 53-54). El modelo de una cultura impuesta poco o nada tenía que ver con preparación alguna de la mano de obra. Además, el predominio de lo rural sobre lo citadino y la dispersión geográfica no se prestaban a la propagación de la instrucción (Weinberg, 2005: 60). No hay mucho que empuje a crear desde adentro.
Según explica Weinberg, las universidades coloniales no pasaban de ser corporaciones medievales menos preocupadas por los contenidos de la enseñanza que por la limpieza de sangre, y obsesionadas por cierto con las ceremonias en el “puro formalismo del saber y […] las luchas internas […]” (Weinberg, 2005: 63 y 69). Tampoco parece que se haya puesto mayor coto a una solemnidad de origen caballeresco (Weinberg, 2005: 74). Las universidades, observa Weinberg, “parecen desenvolverse en un vacío histórico que sólo llenan bulas, estatutos reales, confirmaciones, privilegios, cédulas, ceremonias, formalidades, organización, conflictos entre órdenes religiosos” (Weinberg, 2005: 68). Aquí hay, insistamos, un asunto cortesano. No se pone límite a la idea de un esplendor que por demás no siempre es tal; lo que hay, para Weinberg, son fórmulas vacías sobre la realidad exigente (Weinberg, 2005: 72). Los títulos se subastan al mejor postor para costear las recepciones a las autoridades coloniales y vicepatronos de la universidad; a cambio del título y el examen se exigen fiestas y comidas por reglamento, para que el nuevo doctor agasaje al claustro (Weinberg, 2005: 74-75). A fin de cuentas, es asunto de “ceremonias y trajes” (Weinberg, 2005: 76), justamente por el reparto de saber que es poder antes que creación.
Las relaciones cuentan, de arriba abajo.
Las relaciones con individuos de prestigio y poder –escribe a su vez Oscar Mazín– fueron casi la única vía de acceso a cargos y distinciones, y de ahí la importancia de las clientelas y del patrocinio que en su seno hallaron autores, docentes y artistas (Mazín, 2008: 55).
El poder reparte y quienes lo quieren se posicionan. El acceso a la función “intelectual”, que se confunde con un poder más, es entonces “saber relacionarse”, como es saber mostrar las relaciones y mostrarse en ellas. Como lo indica Mazín, también se volvían necesarios los lazos de parentesco. El ámbito de la enseñanza, muy supuesta, es primero la familia, la nuclear y extensa, “como un todo solidario representado por el apellido” (Mazín, 2008: 55). El poder es una red de relaciones que condiciona el saber.
La instrucción colonial está destinada a mantener la fe y asegurar las jerarquías (Weinberg, 2005: 71). Por otra parte, aunque el hombre de leyes se afirma en el siglo XIX, en los siglos XVI y XVIII el letrado suele designar según Mazín al jurista abogado (Mazín, 2008: 54). Hasta fines del siglo XVII, por lo menos, las orientaciones privilegiadas por las altas casas de estudios coloniales son la teología y el derecho, de mayor importancia que la medicina (Weinberg, 2005: 71). El jurista, con su “ciencia del bien decir”, es desde entonces tan útil como el médico (Mazín, 2008: 56). Las dos grandes ciencias se han establecido.
Cabe insistir en que durante tres siglos, lo que Jorge Myers llama “el manejo de los recursos simbólicos” estuvo a cargo de la Iglesia (Myers, 2008: 31), mucho más que del jurista. Myers habla así de un monopolio eclesiástico de las funciones intelectuales (Myers, 2008: 31). La Inquisición, aunque cruel, no siempre tuvo e...

Índice

  1. 1ª de forros
  2. Portadilla y página legal
  3. Contenido
  4. Una breve presentación
  5. Palabras introductorias
  6. Capítulo I
  7. En el principio fue el montaje
  8. Capítulo II
  9. Cultura y saber en América Latina
  10. Bibliografía
  11. Sobre el autor
  12. Colofón
  13. 4ª de forros