1. Tradiciones en conflicto
Capítulo 1.
El legado castillista
La quimera ha ocupado el lugar de mi persona.
Augusto Roa Bastos. Yo el Supremo
En 1874, Gregorio Rozas, subprefecto de Anta (Cusco), le escribía una carta al presidente Manuel Pardo en la que lo ponía al corriente del panorama político de su pequeña provincia. En su misiva, Rozas señalaba como, «por desgracia», existían en la localidad bajo su mando dos o tres familias «esencialmente díscolas, subversivas y criminales», que se hallaban en permanente enfrentamiento entre ellas y contra las autoridades oficiales. Uno de los clanes más importantes, los del Castillo, estaba compuesto por treinta o cuarenta personas, entre padres, hijos y nietos. Su jefe, Germán del Castillo, fue diputado por Anta durante la gestión del general Ramón Castilla, y la mayoría de sus miembros, ex guardias nacionales, sirvieron en las pasadas administraciones de aquel militar. Como la nueva Guardia Nacional, reorganizada por el Partido Civil, no los incluyó, la facción andina, procastillista, había dado inicio a una serie de «abusos, crímenes y tropelías» contra los miembros del nuevo gobierno. La persistencia de la influencia de los allegados de Castilla en la vida política de la provincia cusqueña era relevada, con preocupación, por el diligente funcionario del régimen civilista.
Este capítulo tiene por finalidad evidenciar la trascendencia que tuvo el castillismo en la conformación del Estado y de la cultura política peruana. La lectura de la comunicación del subprefecto Rozas, anteriormente mencionada, evidencia cómo en el año 1874, casi treinta años después de la revolución que llevó a Castilla por primera vez al poder, pervivían en la alejada provincia surandina las redes de clientela tejidas por el vencedor de La Palma y Carmen Alto. El «Estado Patrimonial Castillista», nutrido con el dinero proveniente de las exportaciones guaneras, legitimizado por el discurso cohesionador del «bien común», esbozado por Bartolomé Herrera y cimentado sobre la base de múltiples y complejos acuerdos políticos que aún desconocemos, forjó la matriz fundamental de la cultura política peruana. Este capítulo, mediante el análisis del surgimiento, puesta en funcionamiento y crisis del modelo político implementado por Castilla, pretende abrir ciertas líneas de investigación que permitan comprender mejor la impronta que, en el proceso formativo de la cultura política nacional, tuvo el diseño institucional del Gran Mariscal.
La espada, la cruz y el guano
Ramón Castilla y Marquesado, 1797-1867, militar combatiente de las guerras de la Independencia, contribuyó a solidificar la precaria «institucionalidad criolla» que precedió a los intentos de modernización política ensayados por el civilismo. Si bien es cierto que el general Agustín Gamarra, lugarteniente peruano de Simón Bolívar, intentó, con poco éxito, establecer las bases institucionales del período posbolivariano, fue Castilla el que concretó lo que los frustrados intentos previos no lograron. El modelo de institucionalización castillista, ensayado inicialmente durante el primer gobierno del militar tarapaqueño, 1845-1851, tuvo como base principal la «unión sagrada» de todos los peruanos y la «conjunción nacional» de todas las voluntades. El esquema anterior fue posible debido a las múltiples clientelas que Castilla logró acumular a lo largo de su intensa y prolífica carrera político-militar.
La ideología cohesionadora que sustentó al proyecto político castillista, esbozada en la temprana década de 1840 por un intelectual conservador, el sacerdote Bartolomé Herrera, sirvió para recomponer, temporalmente, un cuerpo social seriamente dañado por las endémicas guerras civiles que sucedieron a la independencia. Para el circunspecto Herrera cada tiempo tenía su propia tarea y la de Castilla había sido «crear y robustecer la paz pública». Esta, intensamente anhelada luego de un largo período de extenuantes guerras civiles, pudo consolidarse debido a la aparición en las islas de la costa peruana de un recurso «providencial»: el guano. Las ingentes cantidades de dinero que obtuvo el país como producto de la venta del codiciado patrimonio fiscal permitieron, además de la reconstrucción del alicaído aparato estatal peruano, la recompensa puntual a las innumerables clientelas del gobierno. La renta guanera posibilitó, en consecuencia, comprar la tregua política, estableciendo un relativo período de paz en el territorio nacional. El modelo de transacción y acuerdo político diseñado por Castilla, legitimizado por Herrera y respaldado con el dinero proveniente de las exportaciones guaneras fue, en consecuencia, determinante para la organización nacional que sucedió al desastre de Ingavi y al fracaso del Directorio.
Para Castilla un adecuado accionar político estaba circunscrito al delicado y difícil balance entre el respeto a la constitución y la preservación del orden. Por ello, probablemente, su cíclica y contradictoria relación con liberales y conservadores. Respecto a aquella, el viajero y escritor inglés Clements Markham opinaba que el viejo general era un «genio» en el manejo de las facciones y su gobierno un «mal necesario», capaz de posibilitar la paz y el desarrollo del país. La prensa de la época, impresionada por los malabares políticos del militar, lo veía como un «titiritero insigne de intereses y pasiones». Sin embargo, para el congresista huantino José Félix Iguaín dicho «genio» no era más que un «indio pícaro» (Markham, 1892, pp. 338-341; Basadre, 1983, IV, p. 33; Dulanto Pinillos, 1944, p. 139). La habilidad política del triunfador de Cuevillas no fue un don divino o una característica étnica, sino el producto de una vida azarosa en la cual el audaz militar tarapaqueño hubo de apelar a múltiples y contradictorias alianzas para poder sobrevivir.
Castilla asistió muy joven al colapso del imperio español. De escasos quince años y con el grado de cadete, vistió el uniforme de los Dragones del rey, peleando junto a su batallón en Chacabuco. Luego de la batalla, en 1817, fue tomado prisionero, por el ejército de San Martín y deportado a Buenos Aires de donde, en arriesgada travesía y luego de pasar por Uruguay y Brasil, regresó al Perú. En 1821, después de la ocupación de Lima por el ejército patriota, Castilla se plegó al igual que los exrealistas, Santa Cruz, Gamarra y Eléspuru, a las fuerzas sanmartinianas. Sin embargo, unos años después, el retiro de San Martín y la llegada de Bolívar al Perú dieron inicio no solo al nacionalismo furibundo del futuro mariscal y a sus problemas con «los hijos de Colombia», sino a su acelerado aprendizaje del complicado ajedrez político peruano. Su acercamiento a José de la Riva-Agüero, del cual se alejó luego de enterarse de sus secretas tratativas con el virrey La Serna, tuvo por finalidad neutralizar el inmenso poder que Bolívar empezó a acumular. A aquel, sin embargo, debió de rendir lealtades a pesar de ser contrario a su «despótica administración». Luego de la partida del «Libertador», en 1826, Castilla dio inicio a su larga marcha por los tortuosos vericuetos del poder. En el difícil y violento período posbolivariano el joven militar fue amigo y enemigo de los principales caudillos peruanos, a quienes ofreció, unas veces, sus servicios y otras, opuso tenaz resistencia.
La participación de Castilla en la mayoría de los enfrentamientos que conmocionaron al país luego de la independencia, le permitió conocer, «palmo a palmo», el territorio nacional y establecer, por lo mismo, una red de relaciones provincianas, que luego capitalizó. En 1845, luego de derrocar al gobierno del Directorio encabezado por el general arequipeño Manuel Ignacio de Vivanco, asumió, finalmente, la Presidencia de la República. Durante su primer gobierno, 1845-1851, llamado de «apaciguamiento nacional», Castilla logró aquietar temporalmente a las facciones, que habían venido asolando con sus enfrentamientos la estabilidad política del país. Para lograrlo, «el guerrero filósofo», como lo llamó Menéndez, implementó una sinuosa y contradictoria política de alianzas con liberales y conservadores. Dentro de este contexto, la repatriación de los restos mortales de los feroces enemigos y defensores de dichas antagónicas tendencias políticas —José de La Mar y Agustín Gamarra— selló su ambivalente política, en la que un gobierno de unidad nacional fue construido por encima de los faccionalismos de antaño.
Para la puesta en marcha de la política unitaria castillista resultó fundamental el sustento ideológico que le proveyó el discurso autoritario y cohesionador de Bartolomé Herrera, quien había establecido vínculos con Castilla desde los años en que aquel militar le concedió una canonjía de gracia en la Catedral de Lima. La actuación política de Herrera durante la administración de su protector —como diputado y presidente de la Cámara Baja—, unida a su gran prestigio académico, le permitieron ejercer una importante influencia intelectual en los años formativos del castillismo. Sin embargo, a pesar de las simpatías públicas que mostró por Castilla, Herrera se opuso a los planes reeleccionistas del general. Durante la gestión de su sucesor, Rufino Echenique, 1851-1854, el sacerdote ocupó la importante cartera de Justicia, Instrucción y Culto. Desde ahí, y como continuación de la labor ideológica iniciada en el Convictorio de San Carlos, Herrera ejerció un papel preponderante en el diseño de la reforma educativa.
El discurso ideológico herreriano, expresado con claridad durante las exequias del general Agustín Gamarra, el 4 de enero de 1842 y en la conmemoración de la independencia nacional, el 28 de julio de 1846, buscó promover, básicamente, la reconstrucción...