La extorsión
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La extorsión

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La historia que los estadounidenses asumen como propia es convincente: Estados Unidos es una fuerza positiva en el mundo, refugio para prosperar y defensor incondicional de la democracia y los derechos humanos. Pero el veterano periodista de investigación Matt Kennard revela una verdad mucho más oscura. Tras cuatro años en el Financial Times descubrió una estafa gigante. Su acceso a la élite global lo llevó a una sola conclusión: el mundo está dirigido por un escuadrón de hombres que fuman puros con armas grandes y gran efectivo. A partir de más de 2.000 entrevistas con funcionarios, intelectuales y artistas de todo el mundo, Kennard revela cómo se nos vende un sueño y cómo ese sueño oscurece la realidad del estado corporativo, la encarcelación en masa y la extirpación de derechos humanos.

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Información

Año
2019
ISBN
9788412042641
Edición
1
Categoría
Economics
Categoría
Economic Policy

05

La mafia
Tus buenos amigos de aquí
En 1945, entre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial reinaba el auténtico deseo de diseñar un sistema político internacional que garantizara que no hubiera una tercera guerra mundial. Cuando concluyeron los Juicios de Núremberg, se redactaron infinidad de leyes internacionales cuyo objetivo era precisamente ese. Las Convenciones de Ginebra y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, entre otras, fueron concebidas para establecer unas «reglas del juego» de la guerra y consagrar determinados derechos inalienables para el conjunto de la humanidad. En aquella época muchos miraban con remordimiento la Sociedad de Naciones, que tan ineficaz había sido para arbitrar el conflicto de las potencias mundiales en el periodo de entreguerras, desde 1918 hasta 1939. El recuerdo del Tratado de Versalles de 1919, severo sin necesidad —muchos siguen manteniendo que fue causa indirecta del auge de la Alemania nazi—, sobrevolaba la mente de todos los planificadores. La necesidad de encontrar la estructura institucional correcta para la posguerra era primordial. La institución política y diplomática más importante creada en este momento para enmendar los errores del pasado fue la Organización de Naciones Unidas. Había mucha retórica idealista sobre un «nuevo paradigma» de relaciones de cordialidad entre potencias hostiles hasta la fecha. Algunos intelectuales de la época, como Dexter Perkins, creían que Naciones Unidas era un ejemplo de «noble abnegación por parte de una gran potencia», porque «obligaba a Estados Unidos a aceptar decisiones que pudieran ser contrarias al criterio de Washington». A juicio de Perkins, era una prueba de que Estados Unidos había llegado incluso a manifestar su voluntad de «someter sus políticas a la opinión colectiva de Estados inferiores desde el punto de vista de la fuerza física». Pero el análisis de la composición de la naciente Organización de Naciones Unidas revela el extremo hasta el que las grandes potencias —encabezadas por Estados Unidos— habían llegado en su esfuerzo por consolidar su poder sin truncarlo.
Naciones Unidas se creó con tres organismos legislativos diferentes, y el formato diseñado en 1945 pervive sin reformas significativas. La Asamblea General es un foro de discusión de cuestiones relacionadas con la legislación internacional y asuntos relativos al propio funcionamiento de la ONU. Comparado con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, sus credenciales democráticas resplandecen: funciona basándose en el principio de «un país, un voto» y para aprobar una medida es necesario contar con el apoyo de dos tercios de la asamblea. Su institución hermana, el Consejo Económico y Social, asiste a la Asamblea General en negociaciones económicas y sociales. Tiene cincuenta y cuatro miembros, todos ellos elegidos por la Asamblea General. El organismo más importante de Naciones Unidas —y casualmente el más susceptible de corrupción y manipulación— es el Consejo de Seguridad, donde se debaten y votan las cuestiones internacionales más acuciantes relacionadas con «la guerra y la paz». Se creó en 1945 con cinco miembros permanentes: Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Rusia y China. Hay otros diez miembros temporales y rotativos que participan durante periodos de dos años. El poder del Consejo de Seguridad se deriva del hecho de que puede imponer que los Estados miembros hagan cumplir la Carta de Naciones Unidas —que, no por casualidad, se ve quebrantada casi a diario por Estados Unidos con sus amenazas a otros países.
La restricción fundamental era —y sigue siendo— que cualquiera de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU tiene derecho de veto unilateral ante una propuesta de resolución. En 1945, este mecanismo concedía poder ejecutivo a tres potencias imperiales —Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia— junto con una cuarta potencia imperial del Este: la Rusia soviética. Sobre la recién constituida ONU, el senador republicano ultraconservador Arthur Vandenberg escribió en su diario en 1945 lo siguiente: «Lo asombroso de ella es que sea tan conservadora desde un punto de vista nacionalista. Se basa prácticamente en una alianza de cuatro potencias […]. Es cualquier cosa menos el apasionado sueño internacionalista de un Estado mundial […]. Me impresiona (y sorprende) profundamente ver a [Cordell] Hull preservando con tanto celo nuestro veto estadounidense en su diseño de la cuestión».[23] La historiadora Ellen Meiskins Wood va más allá cuando afirma que la «mera existencia» de Naciones Unidas estaba orientada a «disuadir la existencia de formas de organización internacional menos amables para las potencias dominantes».[24] El carácter antidemocrático del Consejo de Seguridad parecería respaldar la tesis de Wood, aun cuando algunos historiadores sostengan que al final de la Segunda Guerra Mundial la necesidad de reconciliación entre las grandes potencias era mayor que cualquier compromiso idealista con la democracia.
Con independencia de cuáles fueran las circunstancias históricas y de la pretensión original de los planificadores estadounidenses, la trayectoria de Naciones Unidas durante los cincuenta años siguientes indica sin duda que el marco institucional forjado en 1945 se dejó deliberadamente abierto a la manipulación. Desde su concepción, Naciones Unidas ha hecho posible que Estados Unidos haga cumplir sus objetivos de política exterior con una pátina de apoyo internacional. Dada su legitimidad ante los ojos de la comunidad internacional, Naciones Unidas forma parte del afán estadounidense por legitimar ante sus ciudadanos (y sus aliados) las guerras en el exterior. Cuando hablé con Jack Straw, secretario de Asuntos Exteriores británico, aludió con vehemencia una y otra vez a las resoluciones de la ONU en la época en que se debatía la guerra de Estados Unidos y Gran Bretaña contra Iraq en 2003. «Mire, fuimos a Iraq sobre la base de las resoluciones de Naciones Unidas —me dijo en el Foreign Office, en Whitehall (Londres)—. Ahora se puede discutir si era necesaria otra resolución más, pero había ya unas quince. Y eran unas circunstancias muy especiales. Iraq no se habría visto involucrado en todos estos problemas si no hubiera tenido un programa de armamento nuclear, un programa de armamento químico y un programa de armamento biológico».
Estados Unidos estuvo hasta cierto punto bajo control con la Unión Soviética, que tenía objetivos similares durante toda la Guerra Fría. Con la caída de la Unión Soviética y el paso a un entorno internacional unipolar, el dominio estadounidense perdió todas las inhibiciones. También se produjo un cambio muy señalado en las décadas de los sesenta y los setenta, cuando la descolonización dejó a muchos países en vías de desarrollo al margen de la esfera de influencia de Estados Unidos. Francis Fukuyama, antiguo miembro del Departamento de Estado de Reagan y Bush y hoy día historiador, explicó este cambio con todo lujo de detalles. Afirma sin ambages y sin pesar que Naciones Unidas se ha vuelto «perfectamente útil como instrumento del unilateralismo estadounidense y, de hecho, puede ser el mecanismo principal mediante el cual ejercer dicho unilateralismo en el futuro».[25] Naciones Unidas también lidia con el hecho de que Estados Unidos siempre ha sido un gran contribuyente económico para la institución y, por tanto, su mera supervivencia depende de esa aportación. A finales del siglo XX, Estados Unidos contribuía con 2.400 millones de dólares, lo que representaba el 25 por ciento del presupuesto total de la ONU. Cuando pregunté al historiador Michael Mann si pensaba que Naciones Unidas se había convertido en un mero marchamo rutinario de las políticas estadounidenses, aludió a este defecto fundamental de la estructura de la ONU diciendo que, aunque siempre había «cierta negociación», la institución giraba inevitablemente «en torno al liderazgo estadounidense, y que así es como lo interpretan los políticos estadounidenses, tanto los republicanos moderados como los demócratas. Al fin y al cabo, ¿qué puede hacer Europa? Si quiere llevar a cabo alguna clase de acción en algún lugar del mundo, en Ruanda o en Sudán, ¿qué puede hacer Europa? No puede orientar a un millar de soldados en una única dirección. La única potencia que puede hacerlo es Estados Unidos, sobre todo si se requiere capacidad logística».
El método empleado para mantener la primacía sobre Naciones Unidas ha sido principalmente el uso de la ayuda exterior. Las estadísticas de que disponemos demuestran la relación entre la ayuda estadounidense y los votos en Naciones Unidas; en esencia, Estados Unidos concede ayuda monetaria cuando determinados países garantizan el voto en sintonía con Estados Unidos (y otros organismos multilaterales). Por ejemplo, el aeropuerto de Puerto Príncipe (capital de Haití) lo construyó Estados Unidos a cambio de que el dictador del momento se opusiera al ingreso de Cuba en la Organización de Estados Americanos. J. Brian Atwood, gerente de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), refirió lo siguiente al Congreso de Estados Unidos en marzo de 1998: «En muchos aspectos, [el presupuesto de ayuda exterior] es un enfoque básico y equilibrado de los programas de desarrollo y ayuda humanitaria que contribuirán de forma significativa a alcanzar los objetivos de política exterior de la administración». Cuando no se pueden comprar los votos, Estados Unidos ejerce el derecho a veto. Desde la década de los sesenta, ha ejercido más vetos que cualquier otra potencia del Consejo de Seguridad, con diferencia. En consecuencia, ha cerrado el paso a resoluciones que reclamaban a determinados Estados que respetaran la legislación internacional. Detrás de Estados Unidos va Gran Bretaña, con Francia y Rusia muy rezagadas. Cuando no cierra el paso a resoluciones, las suaviza o las suprime por completo de la agenda. La guerra de 1999 en Kosovo no fue en modo alguno aprobada por Naciones Unidas, por ejemplo. Pero Estados Unidos y su sátrapa, Reino Unido, hasta la fecha utilizan la ONU para legitimar su imperialismo. «¿Cree usted que la presencia de las tropas británicas o estadounidenses en Iraq está radicalizando la situación?», pregunté al señor Straw en 2006, cuando era secretario de Asuntos Exteriores. «No —respondió—. Estamos allí bajo mandato de Naciones Unidas y hemos ido por un tiempo limitado. Si no se renueva, el mandato se agotará a finales de este año. Más concretamente, solo estaremos allí mientras el gobierno electo iraquí quiera. Y lo que nosotros, los estadounidenses y los demás socios de la coalición pretendemos hacer es reforzar al ejército iraquí para que podamos retirar nuestras tropas con un criterio territorial provincial». Este era el discurso habitual de la extorsión: «Por supuesto, si estamos allí, es por petición expresa de un gobierno». En todo caso, la letra pequeña es importante: resulta que somos nosotros mismos quienes hemos instaurado ese gobierno.
Si fracasan todos estos mecanismos, entonces el siguiente paso consiste en tratar de desacreditar a Naciones Unidas bajo la acusación de ser antiestadounidense y haberse quedado obsoleta y desfasada. Así, cuando, pese a la desautorización de la ONU, Estados Unidos invadió Granada en 1983, el presidente Ronald Reagan declaró: «Un centenar de naciones de la ONU no han coincidido con nosotros en todo lo que se les ha presentado referente a las cuestiones en que estamos implicados, y eso no me ha amargado ni siquiera el desayuno».[26] Cuando hablé con el historiador Andrew Roberts, de la línea dura, y le pregunté por la conducta de Naciones Unidas durante «la crisis de Iraq» a principios de 2003, repitió como un papagayo lo que decía el presidente estadounidense y se mofó de Naciones Unidas. «Lo que me asombró —dijo— fue cómo muchos en Estados Unidos y en las islas británicas parecían dar por sentado que ninguna guerra sería legítima a menos que la sancionara el Consejo de Seguridad de la ONU. Cuando nos fijamos en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, vemos allí sentados a países [miembros rotatorios] como Camerún. La idea de que nuestra libertad de actuación quede socavada por un puñado de cleptocracias de África es el colmo del absurdo. Por supuesto que van a votar contra la extensión de la democracia, no les interesa. Por fortuna, cuando en 1982 fueron invadidas las islas Malvinas, a nosotros nos importó un pimiento lo que pensara la ONU; luego, resultó que la ONU estaba de nuestro lado. Pero habríamos seguido adelante con la acción sucediera lo que sucediera». Este desprecio por la ONU —cuando no vota a su favor— es habitual entre los extorsionistas. Pero en la mayoría de ocasiones, la ONU y otras instituciones multilaterales semejantes operan como un sistema neoimperialista en el que no se tienen colonias, sino Estados clientes; dichos Estados viven atados a Estados Unidos por intercambios militares y préstamos realizados por el FMI o el Banco Mundial. Los países pobres están encadenados a un sistema de «vaga dependencia».
Permítenos ayudarte
Los programas de ayuda se autocalifican sin excepción de altruistas. La llamada doctrina Truman, nacida como respuesta a lo que se percibió como una agresión de la Unión Soviética en Oriente Próximo, resulta ilustrativa. En 1945 la actitud hacia la Unión Soviética era ambigua. Eric Johnston, presidente de la Cámara de Comercio de Estados Unidos, incluso llegó a afirmar lo siguiente: «Rusia será, si no nuestro mayor consumidor, al menos el más ansioso». Los que Walter LaFeber llamaba «los tres grandes» —Rusia, Estados Unidos y Gran Bretaña— albergaban cierta esperanza de lograr instaurar un orden mundial que dependiera de ellos en lo fundamental. Esta esperanza duró poco, pues Estados Unidos empezó a desconfiar cada vez más de la Unión Soviética y de los avances que le parecía que estaba realizando en Europa occidental. El presidente Harry Truman declaró en privado en 1945: «Nuestros acuerdos con la Unión Soviética [han sido] una calle de un único sentido» y concluyó con cierta falta de diplomacia que la Unión Soviética podía «irse al infierno».[27] En última instancia, se impulsó un programa político que el influyente George F. Kennan, un ...

Índice

  1. Portada
  2. La extorsión
  3. Agradecimientos
  4. Introducción
  5. Parte I. Cómo nos hicimos tus dueños
  6. Parte II. Ejecución
  7. Parte III. El refuerzo
  8. Parte IV. Te estamos perdiendo
  9. Epílogo
  10. Índice
  11. Sobre este libro
  12. Sobre Matt Kennard
  13. Créditos