Los tres violines de Ruven Preuk
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Los tres violines de Ruven Preuk

  1. 281 páginas
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Los tres violines de Ruven Preuk

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Información del libro

Ruven Preuk se asoma a la vida entre las primeras llamas del siglo XX alemán. Es un muchacho taciturno y soñador que posee un talento inesperado en el hijo del carretero: sus ojos oyen y sus oídos ven. Percibe los colores del sonido. El encuentro con el violín de músico errante marcará para siempre el rumbo que le dicta su destino. Empuñará el arco contra viento y marea, contra el estrépito de las banderas, contra las aullidos feroces, contra sí mismo. Las viejas razones, mientras tanto, se desmoronan a su alrededor. Cuando por fin mire atrás como el ángel de la historia, no hallará cosa en que poner los ojos que no sea recuerdo la muerte.He aquí un relato de inmensa intensidad que somete los viejos demonios al gobierno de la gran literatura, una obra que pone el horror contra las cuerdas del violín y la palabra. Tal val vez el tiempo la llame "maestra".

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Información

Editorial
MALPASO
Año
2014
ISBN
9788415996583
Edición
1
Categoría
Literature

II. 1918-1923

—¿Por qué tragas de esa forma? Ya eres más rápido que tu padre… —mamá Preuk se interrumpe y mira avergonzada sus cubiertos, luego recupera el dominio de sí misma.
No quería hablar así ni pensar de esa manera, pero ocurre que nunca deja de pensar en Nils, y eso que hoy es Navidad y, quiérase o no, la fiesta se celebra, aunque sin mucha convicción. Y se come, faltaría más. Los despojos de la carpa ya descansan sobre los berros.
Es la Pascua de 1918 y sólo ha vuelto John, aunque no se sabe muy bien si realmente es él. Porque la persona que está ahí sentada años después de desfilar carretera abajo como un ganso arrogante dilata los ojos y se levanta sobresaltado cada vez que a Gesche se le cae algo. Y suelta «nada ha terminado aún, ¡quién se va a creer lo del armisticio!». También «¡concentraos!» o «¡no hagáis tanto ruido!» hasta que mamá Preuk reza y no puede contener el llanto. Ruven rodea la mesa y coloca las manos sobre los hombros de su madre. Está hecho un hombre. Es tan alto que casi llega al techo, pero tiene la delgadez de todos, los pómulos hundidos y una mancha morada en el cuello que invariablemente capta las miradas.
—¿Nos tocas algo? —pregunta John.
Ruven va a buscar el violín. Mientras ataca una pieza, John saca una cajita del bolsillo y se la tiende a Gesche; a su madre le da otra. Regalos a pesar de todo. Gesche, con las mejillas coloradas, prende un broche en su vestido, muy cerca del corazón, pero no puede cerrarlo, de modo que John la ayuda. Mamá Preuk desenvuelve un jabón de rosas y sonríe; se lo acerca a la nariz para olerlo. No me escuchan, piensa Ruven, ¡cómo van a escucharme! Uno debe seguir tocando contra viento y marea, además es la única manera de aprender algo, pues en casa no hay dinero, y menos para Goldbaum.
Mamá Preuk se alza y recoge los restos de la carpa. No quiere molestar a Gesche para que ésta pueda admirar el broche y se afana sola en la cocina. Prepara el postre, compota de pera del verano pasado que ha removido durante cuatro horas; la reparte en cinco cuencos porque más tarde se asomará el pastor.
Éste terminó por casarse con la señora Jacobs, cuyo marido cayó en los primeros días. Fue un duro golpe para la mujer, pues de verdad lo quería y, por otro lado, necesitaba imperiosamente su lengua soez como contrapeso o sustento de su propia piedad. Al final contrajo matrimonio con el clérigo. Ahora, sin embargo, se oyen en el huerto de la parroquia sorprendentes maldiciones e impurezas que mantienen los ojos del párroco elevados sin tregua al cielo, ya sea por santidad ya por santa desesperación. De modo que también esta Nochebuena no hace más que mirar al bajo techo de la carretería; y no tiene mucho que decir porque éste es el séptimo postre que toma en su ronda sacerdotal y porque después de cada uno le han servido una o dos copas de aguardiente; además, en los últimos años lo han asaltado ciertas preguntas relativas a Dios y la clemencia divina. A veces, si se descuida, está a punto de venirse abajo como un suflé sacado del horno intempestivamente.
Doce noches después, el Día de Reyes, hay actuación en la ciudad. Hace falta dinero. Ruven y Goldbaum van a pie, aunque el viejo ya no camina bien. Esa mañana son los únicos viandantes en la carretera. Ruven lleva los instrumentos y comienzan a tocar frente a jardines nevados. No es mucho lo que recaudan, ¿qué esperaban? ¡Con nieve! No obstante, en una de las mansiones más grandes llega a descorrerse una cortina: poco después se abre el portal y una doncella corre a darles algo tiritando. Ruven aparta la vista. Entiende lo que hacen como un acto de mendicidad.
En las tabernas ya es más fácil, aunque su recompensa consiste casi siempre en bebidas. Al poco tiempo se aventuran hasta los vestíbulos de los hoteles, donde Ruven siente calor y no advierte el cansancio de Goldbaum, lo encorvado que va junto a él, cómo se apaga. El segundo violín se desvanece en ocasiones bajo la interpretación cada vez más vigorosa de Ruven, y tal vez no sea para mal, pues un caballero sentado al fondo de la sala eleva de pronto la voz con un puro entre los dedos:
—Tiene usted magníficas dotes, joven. No debería vagabundear así por los restaurantes. Hay que ambicionar siempre lo máximo. No malgaste aquí su talento.
Luego se pone en pie y los premia con una cantidad espléndida antes de hacerse traer su pesado abrigo de piel y encaminarse hacia una salida abierta a la noche gélida.
Ruven contempla el dinero en la palma de su mano y luego mira a Goldbaum, que en ese momento tiene que sentarse.
—¿Qué le pasa? —Ruven lo sostiene en el último instante cuando está en un tris de caer al suelo.
—No tengo fuerzas —dice—, mi sangre corre demasiado espesa. Soy muy viejo para estos menesteres, muchacho, creo que me he sobrestimado.
Ruven pide sopa de patata para Goldbaum. Éste cucharea con mano vacilante y dice:
—Me voy a poner bien, enseguida me volverán las fuerzas —pero las fuerzas no vuelven, de hecho se van cada vez más lejos hasta que ya sólo logra musitar la dirección de un antiguo compañero de orquesta, un trompetista en cuya casa podrían pasar la noche—. Vive cerca de aquí —luego calla y palidece.
Ruven espera la mañana en un cuarto ajeno. Desde una butaca vieja y vencida observa a su maestro, que está tendido en un diván con la cabeza febril sobre dos almohadas. Ya no recuerda cómo arrastró al anciano y los dos violines hasta allí.
—Sólo por una noche, Martin, mañana nos vamos —fueron las palabras que Goldbaum dijo entre dientes.
Martin Rudolfsen se palpó sus mofletes de trompetista y contestó:
—Esto no pinta bien.
La puerta del cuarto se abre quedamente hacia las siete de la mañana. El trompetista cabecea con las cejas enarcadas y se inclina sobre el dormido Goldbaum.
—Aquí hace falta un médico —dice a media voz volviendo su esférica cabeza hacia Ruven.
Parece un ángel sin alas de los Montes Metálicos. Se acerca a la lumbre y empieza a atizar las brasas. Goldbaum no se mueve. Simplemente yace, y su cara de silueta recortada se dibuja contra el aire.

Los ojos de Rahel se quedan yertos cuando retrocede a tientas hasta la mesa de la cocina. El cochero carga al viejo hasta el interior de la vivienda, una estampa horrorosa, y se marcha nada más recibir su dinero mientras Ruven aún intenta explicar lo sucedido.
—¿El pulmón, dice usted?
Rahel agacha la cabeza. Su ropa despide un fresco aroma. Ruven percibe una pena blanca en sus palabras y dice en voz baja:
—Eso es, o el corazón. Pero no me hables de usted, te lo ruego.
Rahel no oye eso porque su hermano, mucho menor que ella, le tira del vestido y llora por un burrito de madera que se le ha roto. Ruven se arrodilla y dice:
—A ver. Esto se puede pegar con cola, sólo tienes que dejármelo unos días.
—Sí, Elias, seguro que el señor Ruven es un buen médico de burros —dice Rahel tratando de sonreír.
El niño está de pie frente a la pared gris con las manos juntas. Tiene una cara tan nítida…, piensa Ruven, las dos mitades son idénticas. Dos músculos tiemblan en su cuello y una lágrima se desliza por la recta nariz hasta los labios. Rahel no le hace caso. Sólo mira a Ruven, que casi siente vértigo.
—¿Qué puedo hacer? —pregunta éste al fin, incapaz de moverse.
—No me olvide —contesta ella en voz baja.
Ruven le tiende la mano.
—No la olvidaré —dice estrechando aquellos dedos largos y delgados entre los suyos.
El contacto es breve, pero Ruven nota algo que fluye desde ella hasta él. La muchacha retira la mano.
Encola el burrito como si fuese un fragmento de la Vera Cruz. El juguete permanece tres días en el taller antes de que se decida a llevarlo hasta el arrabal judío. Sale de casa con el cuello almidonado y el pelo más fijo que un casco. Se lo ha peinado frente al espejo de derecha a izquierda y de izquierda a derecha mientras fumaba un puro en secreto.
Por la carretera ve a Luise, la hija del herrero, construyendo un murete de nieve; está tan absorta que no se da cuenta de que Ruven la saluda. Éste sigue caminando. La nieve cruje con suavidad, pero Ruven oye algo más y piensa que no es exactamente un ruido. ¿Qué puede ser entonces? En ese momento dobla la curva John con el bayo enganchado al trineo. Va gritando «¡corre, corre!». A su espalda se apilan los bloques de hielo que transporta. Vuelve a gritar: «¡Corre, bayo, corre!». El animal es ciego y más viejo que Matusalén, pero John tiene prisa, seguramente por el frío, y arrea con la fusta al jamelgo. En la puerta cochera de la granja de Röver gruñe el perro. De repente da un salto e hinca los colmillos en una pata del caballo. El bayo, que no ha visto a su agresor, se espanta, alza bruscamente la testuz y se desboca por la carretera en dirección a Ruven.
—¡Aparta! —grita John dando frenéticos tirones a las riendas.
Pero la barrera de nieve que se acumula a ambos lados de la carretera es muy alta. Ruven, aún aturdido por el puro, se queda clavado y el trineo lleva mucho empuje con esa carga de hielo.

—Unos veinte quintales, seguro —masculla el viejo Röver—. El pie planchado, tanto como nunca he visto pie alguno —está junto al pastor, que hoy tiene antojos de muerte, y le dice—: Tal vez puedas meterlo en tus rezos porque mi perro tuvo parte de culpa y Ruven debía alcanzar la fama, pero ahora ya no va a ser posible.
El clérigo asiente con la cabeza y se toca el pecho:
—De acuerdo, Röver, me haré cargo —la negra sotana barre por delante el suelo porque el cura dobla mucho el cuerpo.
—Y otro asunto —dice Röver—. Sé que no te gusta hacerlo, pero yo también estoy invitado al baile de la muerte y necesito soltar un par de cosas.
—¿Quieres confesarte? —las pupilas del pastor se dilatan horrorizadas—. No —añade entonces arrojando una mirada tenebrosa a su interlocutor—. Aunque me parezca necesario, no quiero oírlo, Röver, porque me llevaría de frente a la tumba.
Lo deja allí plantado y se escabulle hacia la sacristía. Röver cree oír la llave girando suavemente en la cerradura.
El burrito se ha quedado en el pueblo y Ruven decide escribir una carta. Al final, su bella caligrafía Sütterlin consigna poco sobre el papel. Lee y relee las líneas tratando de imaginar cómo sonarán cuando se reciban. Después las copia dando a la ele y la erre un vuelo más ágil; luego dobla la hoja, la envuelve junto con el burrito en papel de embalar y el martes lleva el paquete a la oficina de correos. Vuelve a casa lento y cojo sobre la nieve. A medio camino aparece Fritz el Nutria en una calesa. La cigüeña domesticada va a su lado, sobre el pescante. Nunca quiso volver con los suyos y siente demasiada pereza para volar; se comporta como un ser humano algo enjuto que siempre mira a derecha e izquierda. Fritz refrena el caballo y avanza al paso junto a Ruven. No abre la boca y a Ruven tampoco se le ocurre qué decir. Sólo observa la cigüeña; a decir verdad le gustaría acariciarla. Entonces Fritz le espeta a bocajarro:
—Eres lisa y llanamente un cobarde, Preuk.
Ambos saben a qué se refiere. Fritz sacude las riendas sobre el lomo del caballo y éste arranca con un ímpetu que desequilibra al pájaro. La calesa se esfuma tras el siguiente recodo.
Ruven llega a casa media hora después. El pie le duele más que de costumbre. Algún día se batirá en duelo con el Nutria. Recibirá una carta de Ra...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Dedicatoria
  4. I. 1911-1917
  5. II. 1918-1923
  6. III. 1924-1940
  7. IV. 1941-1950
  8. V. 1951-1965
  9. VI. 1966-1975
  10. Notas
  11. Sobre el autor
  12. Créditos
  13. Colofón