Vida, trabajo y amor
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Vida, trabajo y amor

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Vida, trabajo y amor

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En este libro se presentan los resultados finales de una investigación que se pregunta por la relación entre las modalidades de trabajo flexible y la vida afectiva y académica de individuos que se desempeñan como profesores y profesoras hora cátedra en la ciudad de Cali, Colombia. La condición de hora cátedra nombra a un tipo de profesor o profesora cuya relación con las universidades en las que enseña es inestable, sujeta a los vaivenes del mercado educativo, cortoplacista –no mayor a seis meses– y circunscrita a las actividades de docencia. En concreto, me interesa explorar el modo en que estos profesores y profesoras se constituyen como tales y configuran trayectorias afectivas y académicas, en instituciones a las que se encuentran flexiblemente vinculados.

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Información

Año
2015
ISBN
9789588936420
Edición
1
Categoría
Pedagogía

PARTE II

La experiencia a destajos: apuestas preliminares sobre el estudio de la experiencia

Capítulo 2

Hay días que nunca paro

Rutina y vida ordinaria en tiempos inciertos

Rutina
Esa felicidad,
esa seguridad
de repetir los mismos gestos cada día.
Exprimir las naranjas,
preparar el café,
tostar las rebanadas
de pan,
untar la mermelada.
Darle a la vida
el ciclo regular de los planetas,
acostarse a las once,
levantarse a las seis,
sentir que cae el agua
tibia, plácida,
encima de tus hombros,
usar siempre
el mismo jabón, el mismo champú,
la misma loción
–la que usaba tu padre–.
Héctor Abad Faciolince
El citado poema de Abad Faciolince inicia con una frase que bien puede resultarnos contradictoria: “esa felicidad”, dice, de repetir los mismos gestos cada día”. Sostengo que es contradictoria en tanto a simple vista la rutina y la felicidad no nos parecen compatibles. Richard Sennett (2000), en el capítulo “Rutina” de su libro La corrosión del carácter, las consecuencias personales del trabajo en el nuevo capitalismo, sugerirá que el mundo contemporáneo –y en particular los modos de producción postindustrializados y las lógicas de renovación constante de bienes de consumo– hace una apología de la vida desrutinizada, de la emoción intensa, del giro permanente. Abad (2010), sin embargo, inicia su poema con una invocación a la felicidad aburrida, a la seguridad que provee usar la misma loción que el padre y tostar las tostadas de la misma marca, día tras día. En este sentido, algunas y algunos de los entrevistados describieron experimentar placer en la repetición cotidiana de actos. Alicia afirmó que “no hay nada mejor que llegar a la casa y quitarme los zapatos. Siempre me quito los zapatos, me pongo chancletas de esas de señora, de ir a la tienda, y saco mi perrito. Eso para mí muchas veces es el mejor momento del día”. Otros, como Laura, al referirse a sus ideas de futuro, no hicieron tanto énfasis en el éxito académico o en los beneficios laborales de un nombramiento, sino más bien en los efectos benéficos que este tendría sobre la organización de su vida diaria: “yo sí me imagino como poder llegar a la casa, llegar, leer lo que quiero leer, verme una película, tener de verdad vacaciones… Hacer la comida por las noches. Nunca tengo tiempo porque uno llega es a hacer lo del otro día, entonces yo no puedo decir ‘ahora que llego a mi casa y como y hago ejercicio’, y planear todo. Creo que en eso sí los profes nombrados tienen como una vida menos azarada, más tranquila”.
¿De dónde provienen esta felicidad y seguridad que ofrecen las rutinas? ¿Por qué parece, al mismo tiempo, nada feliz el poema de Abad? ¿Cómo puede la rutina ser al mismo tiempo fuente de seguridades y aburrimiento, de parálisis y tranquila alegría?
Sennett (2000) compara en la obra citada la vida de un padre y su hijo. El primero ha tenido una vida de escasez, una existencia rutinaria labrada sobre los mismos territorios y escenarios. El hijo, en cambio, es la cristalización de la movilidad y del giro laboral dramático, que nos prometen los trabajos flexibles. Ambos aluden a la rutina como una fuente de seguridades que parece ahogar las ambiciones al tiempo que representa un lugar cálido y confortable. La rutina por la que Sennett se pregunta constituye uno de los efectos más evidentes del trabajo: es prioritariamente a partir de este que se discriminan y organizan los tiempos, se asignan funciones a los espacios vitales y se planea el día a día. En tanto efecto, la rutina constituye un objeto de estudio sociológico en sí misma, pero también una perspectiva, una puerta de entrada, para reconocer el modo en que el trabajo modela estilos de vida, se concreta en prácticas e irradia el mundo del no trabajo. Así, si, como sugiere Lefebvre, “la historia de un día engloba la del mundo y la sociedad” (1972:11), la historia de los días de estos profesores y profesoras hora cátedra puede decirnos mucho de la influencia del trabajo flexible en sus condiciones menos racionalizadas de existencia.
Para este caso, preferiré, aunque en ocasiones use indistintamente ambos términos, reconocer a la cotidianidad como vida ordinaria. La noción de vida ordinaria supone que esta dimensión de la experiencia vital no se encuentra, como sugiere Lefebvre, colonizada del todo por la especialización, y, de hecho, consiste “en lo que queda cuando se sustraen de lo vivido todas las actividades especializadas” (p. 11). Se trata pues de un “espacio” atravesado por formas de conocimiento disponibles socialmente, y socialmente heredadas, y por saberes sociales que se expresan como “naturales”. Así, estos actos, automatizados y naturalizados, signados con frecuencia como banales, contienen, sin embargo, la herencia de los procesos de socialización –como bien nos lo enseña Norbert Elias (1998)– y la potencia de las instituciones que los han forjado. Cocinar, limpiar la casa, cuidar de sí mismo, forman parte de estos saberes que, aunque experimenten procesos de creciente profesionalización, continúan pareciéndonos sentido común, “cosas que sabe hacer todo el mundo”, y tras los cuales reside una larga historia de aprendizajes, de formas de control y disciplinamiento sobre los cuerpos, de mercados y economías, de asignación de funciones a la institución familiar, de educación social del gusto, de tabúes que restringen, por ejemplo, lo comestible de lo no comestible.
Como conocimiento ordinario reconoce Maffesoli (1993) a esta sabiduría, que tiene su origen no tanto en la sociedad (entendida por este autor como sistema racional, intencional y económico), como en la socialidad que se teje de empatía comunalizada. Para Maffesoli, el conocimiento ordinario estaría orientado al dominio sobre el ambiente y la comprensión del mundo. A diferencia de la explicación, como operación analítica que divide y clasifica el mundo y establece causas y relaciones entre fenómenos, la comprensión no identifica causas ni parcela la realidad, sino que más bien penetra en ella: la asume, no la entiende.
Sin adscribirme en su totalidad a la propuesta de sociología comprensiva,36 anunciada por Maffesoli como reinvención de la apuesta sociológica de Weber,37 este capítulo pretende adentrarse en los modos en que los sujetos entrevistados asumen, comprenden, los avatares de su vida cotidiana y los saberes ordinarios que ponen en juego para ello. Con este objeto, examinaré algunos aspectos de su rutina, evitando la distinción instrumental entre vida cotidiana y trabajo y entre tiempo de trabajo y tiempo libre. Sugeriré, en este sentido, que la vida cotidiana y el tiempo libre no ocurren solo por fuera de los espacios de trabajo. Nos enfrentamos a sujetos que trabajan en casa, los fines de semana, durante noches largas. Sujetos que trabajan, como veremos, mientras van en el bus, en la ducha o en las jornadas extenuantes en el gimnasio. Sin embargo, son también sujetos que, como muchos y muchas trabajadoras, roban al trabajo tiempo de ocio, de encuentro festivo, de lectura no funcional. Videojuegan en línea mientras trabajan, hacen pagos en Internet mientras preparan clase, producen ideas para sus cursos mientras ven televisión.
En todos los casos, el trabajo y el no trabajo están atravesados de rutinas y de prácticas no especializadas, y sus tiempos contienen y combinan asuetos y labores. Así, lo que denominaré como rutina no es, pues, un objeto ubicado en horarios y lugares concretos, sino más bien en un hilo conector entre hechos distintos que adquieren unidad en la narración de los y las entrevistadas.
Conviene al respecto anotar que esto que he reconocido como combinación entre trabajo y no trabajo no es una característica exclusiva de los y las profesoras hora cátedra. Ni siquiera lo es de los profesores y profesoras en general, y es probable que encontremos rasgos similares en diferentes grupos de trabajadores. En los y las cátedra, sin embargo, dadas sus condiciones de flexibilidad, pero también las particularidades del oficio que realizan, los límites entre el tiempo de trabajo y de no trabajo parecen hacerse más porosos.
En este sentido, las rutinas también implican un ejercicio de dotar de ritmos y ciclos a la experiencia vital. La unidad básica de estos ciclos, el día de 24 horas, adquiere sentidos solo en el contexto de significaciones más amplias. De una cierta sociedad en que, como asegura Lalive, “la vida cotidiana aparece como el lugar (locus) de la producción y de la reproducción de los ritmos socioculturales, y de su articulación con los ritmos siderales” (2008:14), pero también de una vida personal en la que la explicación sobre por qué nos levantamos a cierta hora, salimos de la casa a otra o regresamos a una distinta solo se da en función de la vida más amplia: de ser profesor u obrera, ama de casa o estudiante universitario.
Por otro lado, las rutinas también nos permiten ganar tiempo para otras actividades. Sin rutinizar los gestos cotidianos, andaríamos buscando las mismas cosas que no habríamos dejado en el mismo lugar todos los días o deberíamos organizar cada mañana las actividades necesarias para salir de casa de modo presentable. En otras palabras, “la conciencia práctica y las rutinas cotidianas proveen modos de orientación que, en el nivel práctico, ‘responden’ a los interrogantes que podrían suscitarse sobre los marcos de existencia” (Giddens A., 1996:45). Así, la rutina, construida desde afuera –desde la racionalización del tiempo y las convenciones sociales, por ejemplo– y al mismo tiempo desde adentro –desde los estilos de vida personales–, requiere para dicha construcción de la puesta en juego de una serie de mecanismos destinados a hacer invisible la racionalización que la soporta. O sea, que requiere ser interiorizada para que se nos presente como si fuese natural, normal, inevitable. De hecho, en muchos casos, las rutinas que creamos devienen en nuestros relatos como si fuesen hábitos impuestos o inevitables: expresiones como “yo no puedo trabajar de día, solo de noche”, “si no me tomo un café, no logro concentrarme” o “no soy capaz de salir de la casa sin desayunar” fueron constantes en las entrevistas.
En resumen: interiorizamos la rutina impuesta socialmente, mecanizamos nuestras rutinas al punto en que las apreciamos como estilos de vida ineludibles y, además, nos imponemos otras que deseamos se hagan habituales, tales como hacer ejercicio todas las mañanas, escribir por lo menos una página por día, no trabajar los domingos o levantarnos una hora más temprano.
En otro sentido, regresando a la relación entre rutina y sabiduría, Simmel (1986) asegura que la rutina puede reconocerse como una forma de sabiduría que se concreta en la repetición de ritmos de series de actividades. Schumpeter (1999) coincide con Simmel: para este economista el acto cotidiano entraña un trabajo intelectual tradicionalmente despreciado. Estas posturas se distancian de las versiones, primordialmente marxistas, como la que propone Hannah Arendt (1975), que consideraron la rutina como pura reproducción o labor, actividad no creadora, desencantada –en cuanto carente de todo sustrato simbólico–, estupidizante y destinada solo a la supervivencia genérica. Así, para esta autora el trabajo doméstico, tender la cama diariamente o lavar los platos, por ejemplo, estaría constituido por labores, actividades que no gestan obras y que históricamente han sido asignadas a las mujeres o a los individuos ubicados en la escala más baja de la pirámide social.
El conflicto entre las perspectivas más reivindicativas de la rutina cotidiana y aquellas que denuncian su alienación encuentra en Michel de Certeau (2000) una salida posible. Este intelectual, preocupado por el estudio de las prácticas populares, asegura que lo cotidiano entraña tanta miseria (entendida como alienación y reproducción) como riqueza (esto es, innovación y creatividad). De Certeau –en oposición o complementariedad con Foucault, según como se mire– sugiere que en la vida cotidiana se hacen legibles tanto mecanismos estructurales de poder y control como minúsculos dispositivos, maneras de hacer, que se pueden entender como contrapartidas y reinvenciones del poder. En esta vía, tal y como veremos en la experiencia de los y las entrevistadas, la vida ordinaria responde a racionalizaciones que expresan una suerte de agencia, “incluso en las formas límites de bajo nivel de proyecto personal, cuando el presente invade la vida” (Juan, 2008:445), y de mantenimiento y soporte de la subjetividad. Esta racionalización y las tentativas de control sobre el presente, fundamentos del saber ordinario, no ocurren sin embargo en el vacío o en el libre albedrío indeterminado: hay en la práctica cotidiana tanto de innovación social y agencia como de estructura que modela y limita lo posible. Constantemente, los y las entrevistadas describieron sus esfuerzos por intentar contener su vida cotidiana en rutinas más o menos predecibles. Estos esfuerzos son restringidos, sin embargo, en virtud de los azares del trabajo. Si bien la mayoría de ellos afirma haber conquistado una suerte de orden que les permite planificar sus horarios semestrales y destinar tiempo para otras actividades, también es cierto que, en la medida en que muchos y muchas de ellos efectúan trabajos no previstos (Camilo dicta clases de matemáticas, Federico participa ocasionalmente en proyectos de intervención social, Alicia hace consultorías empresariales y Manuel actúa eventualmente como gestor cultural, por ejemplo), la programación de sus agendas se ve alterada constantemente.
Mirá, la cosa es tan tenaz para mí, con esto de la cantidad de trabajo, que me he matriculado en clases de esas que dan en Icesi (de manualidades, cocina, artes) todos los semestres. Yo todos los semestres voy y me matriculo y digo “este semestre sí voy a venir todos los mediodías a hacer esto”. Nunca he podido porque finalmente siempre salen cosas y yo vengo a la primera clase y luego ya no puedo volver… No, pues por ejemplo, el semestre pasado me salió lo del proyecto este de diseño que te conté y nada, pues me tocaba meterme a salas [de cómputo] a trabajar en eso al mediodía y ¿yo qué hago?; no puedo decir que no porque voy a aprender a hacer carpintería.
Verónica, 34 años.
Diversas y contradictorias respuestas emocionales parecen presentarse frente a estas alteraciones de la rutina: complacencia y consentimiento ante la idea de una intensa vida en movimiento y sensaciones de pérdida de control respecto a la planificación del presente; aburrimiento (como describiré posteriormente) y rápida incorporación de la novedad a la rutina; resignación o irritación. En este sentido, Kaufman (2009) efectúa algunas reflexiones sobre el papel de las irritaciones en la vida cotidiana. En su investigación sobre las riñas cotidianas de pareja, este autor elabora una suerte de génesis sociológica de la irritación. Nos irritamos, asegura, porque hemos memorizado modos de hacer las cosas y operaciones de organización sobre la cotidianidad que al verse perturbadas nos obligan a realizar una suerte de movimiento, de ajuste, en el que ponemos en juego la creatividad ordinaria. El ajuste aparece entonces como un ejercicio en el que nos vemos obligados a resolver sobre la marcha asuntos que suponíamos ya resueltos. Las salidas que encontramos y el manejo que hacemos de la irritación dependen tanto de la personalidad y la propia historia como de factores asociados a nuestros procesos particulares de socialización, pero lo cierto es que el gesto de irritación, por minúsculo que nos parezca, alude para Kaufman a dos asuntos sociológicos de extrema importancia cuando se estudian los procesos de individuación: por un lado, a la forma en que hacerse individuo pasa por trabar prácticas cotidianas en las que se afirman maneras de hacer las cosas y, por el otro, al modo en que la distancia que los individuos procuran, sin proponérselo, construir frente al límite estructural –esto es, el modo en que se proveen de un espacio más amplio de juego– pasa a su vez por la generación de estructuras cotidianas, de estas referidas maneras de hacer las cosas, que nos generan la sensación de tener una cierta autonomía sobre la propia vida.
Pero los límites a la rutina no son solo impuestos por lo social. La vida cotidiana es restringida por los tiempos siderales, como decíamos antes, por los espacios y las tecnologías, por las cosas y las demandas del cuerpo biológico, por el confinado espacio de control que un sujeto puede tener sobre su propio destino. Así, los individuos planearíamos el futuro mediato, como asegura Giddens (1996:46), a partir de una serie de confianzas y preceptos ontológicos que naturalizamos: confiamos en que amanecerá mañana, en que estaremos ahí, en que seguiremos siendo los mismos día tras día, en que no nos asaltará la muerte, etc.
Estas confianzas nos resultan, sin embargo, ineludibles y funcionales. Las rutinas nos permiten automatizar racionalizaciones y, con ello, nos permiten pensar en otras cosas, igual que los obreros de cadenas de producción o que l...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Página legal
  4. Agradecimientos
  5. Índice
  6. Presentación
  7. Introducción
  8. PARTE I Trabajo provisorio y docentes flexibles
  9. PARTE II La experiencia a destajos: apuestas preliminares sobre el estudio de la experiencia
  10. Conclusiones
  11. Bibliografía
  12. Anexos
  13. Notas al pie
  14. Contraportada