La ilusión de un país distinto
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La ilusión de un país distinto

Cambiar el Perú de una generación a otra

  1. 398 páginas
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La ilusión de un país distinto

Cambiar el Perú de una generación a otra

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Entrevistas a treinta personajes de diferentes edades y profesiones que trabajan con la común ilusión de hacer posible un Perú distinto al que conocemos. Estas personas no se resignan a un país injusto y están haciendo diversos esfuerzos para cambiarlo.La ilusión de cambiar el Perú es antigua y precede a la república. A partir de la década de 1950 se produjeron oleadas sucesivas de entusiasmos grupales y compromisos personales con el cambio mediante la acción política, que inicialmente dieron lugar a la Democracia Cristiana y el socialprogresismo, y luego se expresaron en los movimientos guerrilleros de los años sesenta. Durante el gobierno militar de Velasco Alvarado esos compromisos se abrieron paso en una pluralidad de partidos y grupos de izquierda, para saltar luego de la vuelta a las elecciones a la vía armada y sangrienta de Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru. El neoliberalismo instalado con la dictadura de Alberto Fujimori parecía haber reemplazado idealismo por pragmatismo hasta que una nueva generación, hoy de jóvenes adultos, produce expresiones diferentes de la búsqueda de un país distinto, no siempre en torno a la política pero sí ilusionadas con una sociedad mejor. A través de treinta trayectorias y memorias personales, este volumen compara aquella "generación de la utopía" con este empeño nuevo que en distintos terrenos persigue alcanzar relaciones humanas mejores. Entre los entrevistados se encuentran Vania Masías, Abelardo Oquendo, Max Hernández, Salvador del Solar, Jimena Ledgard, Victoria Villanueva, Héctor Bejar, Indira Huilca, entre otros.

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Información

Año
2017
ISBN
9786123172831
Edición
1
Categoría
Social Sciences
Pedro Brito
«Para mí, la idea de utopía era hasta cierto punto poco política: no levantaba tanto la toma del poder por un tipo de gobierno, sino el tema de una condición superior de la vida de la gente».
Nací en el puerto de Chimbote y me crie en una hacienda donde mi abuelo tenía una tienda de abarrotes en la que trabajaba mi padre. Vivíamos en una zona donde también vivían los peones; yo jugaba con los demás niños y compartía la vida con ellos en ese lugar. Mis mejores amigos eran unos mellizos negritos y a su mamá, que preparaba chicha y comida para vender, yo la llamaba madrina. En su casa cenaba todos los días; en verdad, cenaba dos veces, allí y en casa.
Mi familia, aunque no tenía vínculos con la hacienda, formaba parte de los «notables» que daban servicios. Mi padre y mi abuelo compartían —lejos de los peones— actividades de vida social con el maestro de la escuela, el telegrafista, otros comerciantes y algunos funcionarios de la hacienda. Esa fue mi primera lección sobre las clases sociales.
Había dos escuelas públicas, una para hombres y otra para mujeres. El profesor de nuestra escuela enseñaba simultáneamente a cinco grados diferentes. Don Luis era un profesor muy bueno: tenía una serie de técnicas para estimular la iniciativa y la creatividad de una masa de alumnos muy disímil, tanto en edad como en origen familiar. En vez de tener un recreo «normal», con juegos recreativos y actividades deportivas, el profesor nos enviaba a trabajar en la huerta de la escuela, donde cada alumno tenía una pequeña parcela e incluso podía vender sus productos. Yo tenía un arbolito de plátanos manzanos —una de mis frutas favoritas—, que me daba algún ingreso.
Mi padre y mi madre solo habían terminado la primaria. Mi abuelo Antonio había sido aprista de la generación heroica. Nos contaba cómo había tenido que esconder al hermano de Haya de la Torre y a otros líderes del APRA, perseguidos después de la fallida revolución de Trujillo. Nos llevaba a mis hermanas y a mí de paseo a unos bosques de algarrobo y nos mostraba los escondites. Él mantenía reuniones semiclandestinas con los peones y con el sindicato de la hacienda. En la trastienda tenía una biblioteca en la que había de todo y donde yo leía, aunque no entendía todo. De esa biblioteca recuerdo El Capital de Marx, en una de las ediciones populares de Editorial Tor de Buenos Aires, y algunos libros de Schopenhauer y Nietzsche. Como en el tango «Cambalache», allí estaban la biblia y el calefón: mezclados Marx con Vargas Vila y Jorge Isaacs con Haya de la Torre, entre muchos otros autores. Tenía también una colección grande de la revista Variedades, algunos números de Amauta, muchos de Life que abarcaban toda la segunda guerra mundial y muchas Selecciones, que era lo que leía mi abuela. Allí me hice lector empedernido; mi abuelo me hizo lector y me estimuló a tener mi biblioteca. Cada mes me daba el dinero para comprar las ediciones de Populibros. Leí entonces a Ciro Alegría, López Albújar, Juan Seoane, Miguel Ángel Asturias, etcétera. En secundaria empecé a leer Los Siete Ensayos de Mariátegui gracias a que el profesor Herrera me indujo a leerlos. A partir de mi abuelo y de las lecturas hechas, empiezo a pensar y a ubicarme frente a ese mundo en el cual vivía y empiezo a darme cuenta que era un mundo injusto.
Mi familia siempre mostró un compromiso político. Recuerdo que en las elecciones de 1956 mi madre votaba por primera vez, porque se dio entonces el derecho de voto a las mujeres. Mis padres tenían que ir a votar a Santa que es la capital del distrito, y esperaron hasta último momento la consigna del Partido Aprista de a quién debía votar, que finalmente fue Manuel Prado y no Hernando de Lavalle.
En 1967 llegué a Lima para ir a la universidad. Entré a la academia y luego postulé a San Fernando y a Cayetano Heredia, ingresé a las dos y mi tío me dijo: «yo te doy la plata para que vayas a Cayetano» y me fui a Cayetano. Estudié allí con mucha ayuda, primero la de mi tío, que se acabó antes de terminar el primer año, y luego la ayuda de mi abuelo. Vivía gratis en la casa de mis tíos.
Ingresé el año 1968, un año tremendo para el país y el mundo. En lo económico, de un lado, entre unas inundaciones en Chimbote en el año 1969 y el terremoto de 1970 mi familia la pasó mal; pero, de otro lado, el sistema de ayuda a los alumnos de escasos recursos, vigente en Cayetano Heredia en esa época, me permitió estudiar casi gratuitamente a partir de 1970. Incluso me dieron trabajo, primero en la farmacia del hospital, y después, ya más avanzado en mis estudios, como ayudante de prácticas.
«En Cayetano me encontré con un mundo muy desigual, lo que fue un choque: una separación muy fuerte entre un grupo muy grande, diría mayoritario, de muchachos que vienen de colegios privados y un grupo menor que viene de la escuela pública… que nos sentamos en la parte de atrás».
Para mí fue un trauma enorme adaptarme a Lima y la universidad, sobre todo a la Universidad Cayetano Heredia, que era una universidad de élite: los profesores y mentores eran gente de la élite intelectual y científica del país. Llegar desde la provincia, con un background escolar bastante precario me obligó a hacer un aprendizaje muy acelerado desde el punto de vista técnico, porque entré a la facultad de medicina más importante del país. Ahí. Los de colegios privados se sientan adelante y los de colegios públicos nos sentamos en la parte de atrás, creo que por inseguridad en ese ambiente.
Me encuentro con ese mundo, que no sabía que existía, y también con una sorpresa: es una institución en ruptura importante con lo que era la educación superior en el viejo San Marcos, de donde provenían casi todos los profesores, que en 1961 se habían ido de San Fernando y lo dejaron muy debilitado. Ellos desarrollaron una doctrina universitaria, alternativa a la que cuestionaron y abandonaron en San Marcos, que venía de lo que fue la reforma de Córdoba. Para ellos, tal vez los aspectos más negativos eran el cogobierno y la politización, que consideraban muy fuerte a partir del rectorado de Luis Alberto Sánchez. Al llegar a este mundo, hay un punto clave de inflexión en mi vida.
Debo mucho a Cayetano porque, siendo una universidad privada de élite, los fundadores eran humanistas y quienes dirigían la Universidad, siendo conservadores, eran muy cultos. Yo podía debatir y en esa época debatíamos del marxismo con gentes formadas en fisiología, bioquímica, en lo que quieras; se podía debatir con ellos porque estaban muy informados de todo.
En Cayetano había en esa época un Departamento de Ciencias Sociales, que debe haber sido el primer departamento de ciencias sociales en una facultad de medicina. Carlos Delgado era el director o el jefe del Departamento pero en 1968 ya estaba muy ocupado en asesorar a Velasco y quien manejaba el departamento era Luis Soberón. Él había contratado a algunos egresados de la Facultad de Ciencias Sociales de la Agraria, dirigida por Arguedas, que eran de Vanguardia Revolucionaria y nos dieron el primer curso de Introducción a las Ciencias Sociales. Fue un curso que organizaron en una forma, a mi modo de ver, bastante novedosa, avanzada, con material clásico en sociología. Tuvimos que leer a Ely Chinoy, la Economía política de Óscar Lange, que era un manual de economía marxista, y La formación de los intelectuales de Antonio Gramsci, una de las lecturas más importantes de mi vida. Desfilaron, dándonos clases, Ricardo Letts, Ricardo Napurí, Rodrigo Montoya, todos vinculados a Vanguardia.
Teníamos ocho horas semanales para ciencias sociales —lo que en una escuela de medicina era revolucionario— y además teníamos tres horas de literatura, tres horas de historia de la cultura y tres horas de filosofía. Nos sacaban el alma porque, aparte de eso, teníamos física, química, matemáticas. Pero era una formación bastante balanceada en lo que antes se llamaba Premédicas.
En la Introducción a las Ciencias Sociales, después de una hora y media o dos horas de clase nos pasaban una película, que venía de la cinemateca de la Agraria e ilustraba el tema. Ellos eran explícitos en su planteo, que era muy marxista. Yo estaba alucinado, venía ya con una cierta efervescencia de Chimbote y era una esponja, lo disfrutaba mucho. Me parece que fue uno de los mejores cursos por los que he pasado en mi vida.
Había gente de Vanguardia en Cayetano y nos captaron a mí y a dos o tres más. Julio César Mezzich, ya estaba en cuarto año de Medicina y era dirigente de la Asociación de Estudiantes de Cayetano Heredia. Él y Eduardo Garrido, el Zorro —un piurano, de familia pobre, muy buen alumno—, me iniciaron en Vanguardia. Siendo militante leí y estudié El Manifiesto Comunista, así como una novela que leí como treinta veces: Diez días que estremecieron al mundo, de John Reed.
Militando y formándome como médico, para mí fue muy importante leer un libro de un psiquiatra italiano, Franco Basaglia, padre de la desinstitucionalización: sacar a los enfermos mentales de los hospitales psiquiátricos. El libro se llamaba La institución negada y con ese libro discutía y me enfrentaba con mis profesores de Psiquiatría. Con el único con el que podía entrar en sintonía era con don Javier Mariátegui, porque era el tipo más culto que, con una formación mucho más amplia, había leído a Basaglia; era muy abierto, muy afectuoso y me invitaba a ir a su consultorio por las tardes, a conversar.
Otros dos libros que me marcaron mucho fueron de Foucault: El nacimiento de la clínica y La historia de la locura en la época clásica. Un libro que me gustó muchísimo, fue el de Norberto Bobbio, Izquierda y derecha. Fuera de las lecturas, algo que me marcó mucho fue una película que pusieron, en el primer año, en 1968: Morir en Madrid, que estaba prohibida en el Perú. Estábamos estudiando la estructura social y el tema campesino y de la tierra —César Benavides fue a darnos una conferencia sobre la cuestión agraria— y Morir en Madrid, que no es la mejor película, habla de la guerra civil española y la llegada de la República para cambiar la estructura social, productiva y de clases de España. Cuando vi la película —éramos muchachos de dieciséis, diecisiete o dieciocho años— no entendí nada, porque nunca me habían hablado de que había habido una guerra civil en España. La vi como tres veces y me fui a leer, a buscar en la biblioteca qué había pasado en España entre 1931 y 1939. Me metí en uno de mis temas favoritos, el de la Guerra Civil.
«Estuve en Vanguardia dieciocho años… Hice una opción de médico militante, no de militante médico… Participé poco o nada en los grandes o pequeños debates de la izquierda, que al final acababan en escisiones y en rupturas».
El año de 1968 fue un año que me movió la cabeza. La idea de cambiar el mundo se me mete a la cabeza y se consolida en ese año. Fue el año en el que ingresé a la universidad y pasó de todo, aquí y en el mundo. Luego del golpe de Velasco, empezó a llegar material de todas partes. Aparte de la vinculación con Vanguardia, para mí fue la exposición a un mundo totalmente nuevo, tanto en lo científico, en lo técnico, como en lo social y político. Y vivir en Lima.
Fue muy duro acostumbrarme a vivir en Lima pero, por otro lado, estaba maravillado. Me hice adicto a las funciones de la Sinfónica los viernes en la noche y al cine-club del Cine Venecia, los domingos a las once de la mañana, y al cine-club del Ministerio de Trabajo. En uno de esos cines del centro de Lima daban mucho cine ruso y empezaban a pasar las primeras películas del cine cubano.
Otro año importante para mí fue 1979, porque cambié la orientación de mi vida profesional. Era un buen clínico —incluso fui jefe de residentes de medicina interna del hospital— y podía ser excelente, pero mi compromiso político me obligó a asumir la salud pública. Había leído muchísimo, desde Virchow y Westenhofer, los pioneros de lo que después se llamó medicina social. Virchow decía que la medicina clínica tiene un correlato social: la medicina social o salud pública, que es la acción política en la salud. Esa idea me marcó mucho.
En Cayetano Heredia hubo un programa, desde la fundación de la universidad prácticamente, que se llamaba Medicina Comunitaria, un tipo de proyección de la Universidad, en apoyo a los centros del Ministerio de Salud, en las barriadas alrededor de la Universidad. Salíamos a vacunar, a hacer educación sanitaria, a ayudar en los centros. Eso era muy de avanzada, no solamente en el Perú sino en América Latina. Fue una de las primeras facultades que tuvo un Departamento de Ciencias Sociales fuertes, pero además un Programa de Extensión Universitaria bastante importante. Ahí nos metimos algunos y muy pocos fuimos quienes seguimos salud pública. Yo me decidí ahí. Hice tres años de residencia después de mi formación médica y del año de SECIGRA [Servicio Civil de Graduandos]. Tenía entonces una doble vida: en el día como residente de medicina y en la noche trabajaba organizando pequeños servicios de salud y dando atención para la salud en las barriadas, sobre todo en la zona de Cantogrande. Fundamos el centro de salud de Bayóvar.
Estuve en Van...

Índice

  1. Quién es quién
  2. Introducción
  3. I. La generación de la utopía
  4. Del social-progresismo y el social-cristianismo hasta la lucha armada
  5. Abelardo Oquendo
  6. José Alvarado Jesús
  7. Héctor Béjar
  8. Jaime Montoya Ugarte
  9. Max Hernández
  10. Victoria Villanueva
  11. Alberto Gonzales
  12. Inés Claux
  13. Fernando Rospigliosi
  14. Paloma Valdeavellano
  15. Farid Matuk
  16. Cecilia Oviedo
  17. Fernando Eguren
  18. Diana Ávila
  19. Baltazar Caravedo
  20. Julia Cuadros
  21. Pedro Brito
  22. Cecilia Tovar Samanez
  23. Mirada al pasado
  24. II. Es posible hacer cambios
  25. Activar cambios desde la sociedad misma
  26. Gerardo Saravia López de Castilla
  27. Natalia Iguiñiz
  28. Salvador del Solar
  29. Álvaro Henzler
  30. Tania Pariona
  31. Alberto de Belaunde
  32. Vania Masías
  33. Joseph Zárate
  34. Mariana Costa Checa
  35. Mauricio Delgado
  36. Indira Huilca
  37. Jimena Ledgard
  38. Mirada al presente
  39. Anexos