El color del espejo
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El color del espejo

  1. 226 páginas
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El color del espejo

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Información del libro

Las historias de estas mujeres nos interpelan a partir de su derecho y su capacidad de autorepresentarse, no como adalides de las luchas de las mujeres negras colombianas en general, sino como subjetividades y trayectorias encarnadas de tensiones, ambigüedades, contradicciones y zonas grises presentes en las reconstrucciones de sus biografías. Con este libro comprendemos que autorepresentarnos como mujeres negras es oponernos a la imposición de un relato nacional que ignora o estereotipa nuestras actuaciones y producciones culturales. Autorepresentarnos es crear y recrear ?desde nuestras propias identificaciones y con nuestros propios recursos estéticos e intelectuales? la historia y la cultura negras colombianas en toda su polifonía; es hacer uso de nuestra agencia subjetiva para adquirir existencia política y cultural como mujeres negras, en toda nuestra diversidad, dentro de la sociedad colombiana.

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Información

Año
2017
ISBN
9789588936390
Edición
1
Categoría
Social Sciences
Categoría
Sociology
Parte 1

El problema de lo (anti)estético: belleza y fealdad como experiencias vitales trascendentales y articuladoras de la búsqueda identitaria

Las historias de LaCigarra y Martina, a mi parecer, ofrecen la descripción más amplia de cómo las múltiples articulaciones de los valores estéticos de nuestro contexto y las categorías raza, género, clase y sexualidad pueden informar la trayectoria vital de lxs sujetxs; en este caso, mujeres afro residentes en Bogotá. Aunque claramente, los discursos sobre lo bello y lo feo no son exclusivos de estas dos narraciones, sí es en ellas donde encontré mayores posibilidades de sondear lo relacionado con las implicaciones quizá menos obvias de los juicios y convenciones estéticas y con cómo estas exceden o trascienden el cuerpo o la figura.
En suma, me interesa explorar lo que podría llamarse continuum de los juicios estéticos y/o de los valores estéticos propios del contexto en el que todas nos situamos en el momento de la investigación. De este modo, no me dedico solamente a la imagen corporal sino a la belleza y la fealdad como construcciones que se experimentan y que atraviesan todos los campos de la existencia. Mi tema aquí es la estética, reconstruida y vista desde la narración contingente de la experiencia vivida. Lo abordo a partir de las narraciones de estas dos mujeres con quienes he entablado relaciones en el curso de los últimos años.
Conocí a LaCigarra durante la visita de Angela Davis a Colombia. En ese entonces, estaba empezando mi primer semestre de maestría y apenas tenía contacto con mis compañerxs de clase, blanco-mestizxs en una totalidad de la que yo era la única excepción. Esta situación no tenía nada de novedoso en mi vida, pues casi siempre fui la única persona afro –la única mujer, además– en los diferentes espacios en los que me desenvolví. Era la única profesora negra de toda la facultad de la universidad privada en la que enseñaba (y de la que egresé) e igualmente, la única estudiante negra de mi promoción, mientras cursé el pregrado. Ahora que ya no trabajo allá, no hay ningún profesor ni ninguna profesora negrxs en toda la planta. Típico.
Total, nunca antes, durante mi vida en Bogotá, había tenido la posibilidad de estar en un espacio en el que yo no fuera el token de diversidad. Recuerdo que las dos –LaCigarra y yo– participamos en la ceremonia de apertura del evento, pero no sé ubicar con precisión el momento en el que las dos empezamos a llamarnos «parientas». No fue mucho después de habernos encontrado por primera vez en la vida y estoy casi segura de que pasó justo tras el cierre del acto de apertura de la cátedra inaugural de los posgrados en ciencias humanas, luego impartida por A. Davis.
Celebramos que compartir maquillaje y ritual de arreglo antes de presentarnos frente al público, en el auditorio, hubiera dado tan buenos resultados porque al final, todo salió perfectamente. Como ya dije, yo no la había visto nunca antes, pero la familiaridad fue inmediata, no sólo con LaCigarra, sino con la mayoría de mujeres asistentes al evento. Actualmente, tres años después de todo eso, aún soy amiga de varias de ellas y de hecho, hacemos lo posible por reunirnos cada vez que alguna viaja a Bogotá o que yo viajo a Cali, ciudad donde residen muchas.
Después de que la cátedra de Angela Davis culminó, todo volvió a la normalidad, es decir, se fueron todas las invitadas y yo volví a ser el token. Sentí el mismo frío y el mismo desarraigo que experimentaba cuando era pequeña y volvía de pasar mis días de veraneo en Quibdó, ciudad originaria de la mayor parte de mi familia materna. Pocos días después de irse todas ellas, como también solía pasarme cuando era pequeña, mis sentimientos de frialdad y desarraigo desaparecieron o quizá simplemente volvieron a hacérseme habituales e imperceptibles. En fin, vuelvo a mi encuentro con LaCigarra.
A lo largo de la cátedra, tuve la oportunidad de pasar tiempo con ella y con otras mujeres activistas del movimiento afro de Bogotá y de diversas ciudades del país. La familiaridad se ha conservado y hasta el momento, seguimos llamándonos primas. Nos hemos involucrado juntas en actividades autónomas (feministas, sobre todo) y durante un tiempo, frecuentamos los mismos espacios de socialización afro (activismo, academia, cultura, rumba), es decir, que para cuando decidí invitarla a hacer parte de mi investigación, tenía ya una relación de confianza con ella. Sabía que se auto-reconocía como negra o afrodescendiente (criterio fundamental para elegir a las entrevistadas) y pensé que la cercanía que habíamos construido sería favorable para un ejercicio de entrevista a profundidad. De ella, siempre me atrajeron su vivacidad, su inusitada creatividad –es artista– su espontaneidad y su aguda inteligencia. Siempre la encontré interesante y me pareció apropiado incorporar su experiencia en este trabajo. La entrevista se dio a finales de alguna tarde, luego de cualquier jornada laboral, en el que entonces era mi pequeñísimo apartamento de soltera, que ya ella conocía bastante bien porque por esa época, me visitaba muy a menudo.
El ejercicio fluyó como una conversación hasta cierto punto normal (nadie graba una conversación con una amiga, para después transcribirla). Siento que su locuacidad, aunada a la complicidad que hasta entonces habíamos desarrollado, le facilitaba el ejercicio de narrarme su trayectoria de vida, en la contingencia de ese encuentro planeado. No hubo silencios prolongados ni resistencias; las interrupciones fueron solamente producto de los timbres de celular o de otras eventualidades sin trascendencia. Su entrevista se dio en una sola sesión. Recuerdo que ambas teníamos restricciones de tiempo, de modo que es muy probable que hayan quedado por fuera cosas que ella habría querido relatar. Como todos las demás historias, la suya resultó de un arduo trabajo de edición de su entrevista original y fue revisado por ella misma. Yo introduje las modificaciones que ella me demandó o sugirió.
Por otro lado, mi relación con Martina data de la misma época, pero me es aún más difícil de rastrear. En ese período, conocí a mucha gente negra con la que entablé relaciones de amistad, un poco salidas de ninguna parte, por así decirlo, pues realmente no había visto a ningunx de ellxs sino hasta esa coyuntura. Creo que el vínculo principal con todxs ellxs estuvo en mucho nutrido por la filiación étnico-racial.5 Por supuesto, tal vez no habría resultado lo mismo para mí de un evento con economistas o ingenierxs afro (todxs lxs que conocí en esa ocasión eran activistas o artistas, así que había afinidad de intereses), pero lo racial sí fue “fundante”, como dijo Orika, en su relato, al hablar sobre la sexualidad.
Recuerdo que antes de entrar a la maestría y de la visita de Angela Davis, había visto a Martina en una especie de manifestación pacífica, en medio de una plenaria de asuntos afro, en una institución gubernamental. Posteriormente, en otras ocasiones hablamos, sobre todo vía chat de Facebook y tal vez de otras redes sociales. Igualmente interactuamos en un viaje de vacaciones a una ciudad del Pacífico y en una reunión informal, con otras mujeres del medio –incluida LaCigarra– en mi casa.
Mi relación no ha sido tan cercana con ella como con la primera narradora, pero sí se ha caracterizado por su carácter personal y amistoso. Pienso que ella tiene una manera de socializar más reservada que la mía, además de que en ese momento estaba sujeta a limitaciones propias de la vida familiar que llevaba, de modo que la frecuentaba menos que a otras personas de ese mismo círculo. Sin embargo, como ya dije, siempre nos tratamos en tono amistoso; tal vez le hice alguna confidencia sobre un problema sentimental que tenía entonces y poco después, celebramos juntas mi cumpleaños.
A ella la entrevisté en un edificio del centro de Bogotá, también en la tarde y después de terminadas nuestras respectivas jornadas académicas o de trabajo. Evidentemente, este espacio era neutral y para nada íntimo, a diferencia de mi aparta-estudio. En ese edificio trabajaba una amiga de las dos pero no nos encontramos con ella, ni en su oficina, sino en la cafetería, donde no había mucha gente, ni ruido. Ninguno de lxs presentes era conocidx.
Como dije anteriormente, he sido más cercana de LaCigarra que de Martina, por lo que no sólo la entrevista fue más reservada y corta, sino que además, fue necesario (más que en la primera entrevista) que yo le explicara más ampliamente el propósito de mi investigación, antes de empezar el ejercicio. En suma, creo que mi charla con Martina fue, en cierto modo, un encuentro furtivo y aislado del resto de nuestras vidas, mientras que con LaCigarra, la conversación se dio en una especie de visita de amigas, más íntima y confidencial que de costumbre. A Martina no la he visto personalmente desde entonces, mientras que con LaCigarra he mantenido el contacto.
Martina, al igual que LaCigarra, militaba, en ese momento, en un colectivo afro estudiantil (las dos estaban en colectivos distintos) y aún cursaba su pregrado. Vivía con su familia y no recuerdo que estuviera formalmente empleada. Si bien Martina fue mucho más frugal en su narración, no puedo decir que el ejercicio haya resultado difícil. Hubo quizá menos detalles que en la historia de LaCigarra pero tampoco pasamos por silencios largos, ni por ningún tipo de resistencia. También nos encontramos una sola vez y como en el caso anterior, no hubo mayores interrupciones. Su relato está editado conforme a las anotaciones que ella pidió que yo le hiciera. En ambos casos, encuentro que el hecho de que fuéramos conocidas y que además tuviéramos como referencia común la academia y el activismo de lo negro y de lo feminista facilitó los diálogos. Pienso que la entrevista se convirtió en lugar de catarsis y de compartir, más que de simple aportar.
En esta primera parte intento, básicamente, delinear las configuraciones estéticas en distintos niveles de la trayectoria vital, a través y a partir de los relatos de estos dos personajes. Como lo planteé al principio, mi objetivo es re-narrar los discursos sobre belleza, para develar las formas en que los valores estéticos se articulan con las categorías raza, género, clase y sexualidad. Abordo la belleza y la fealdad como experiencias vividas e informadas por sistemas de valores socialmente (re)construidos, (r)establecidos y (re)producidos y no como cualidades abstractas, ni únicamente fijadas en rasgos de la corporalidad de lxs sujetxs. Analizo la problemática desde dos niveles diferentes: la ideología de la belleza femenina en Colombia y las apropiaciones singulares de la belleza como constructo ideológico hegemónico.
Para estos efectos, tomo como referencia los capítulos uno y dos del libro Pasarela Paralela, escritos por Ingrid Johana Bolívar y Elisabeth Cunin. Ambos giran en torno al reinado nacional de la belleza en Colombia, que se constituye también en referente temático principal del análisis. Por otro lado, acudo a los planteamientos de Judith Butler y Frantz Fanon e igualmente establezco relaciones entre las narraciones de las dos narradoras y fragmentos de la obra The Bluest Eye, de Toni Morrison. A continuación, narran LaCigarra y Martina.

LaCigarra

…se me ocurría que podía ahorcarme o tirarme por la ventana pero también pensaba que tal vez, al día siguiente podía irme de viaje y si me mataba, me lo iba a perder.
Cuando hablaste de usar un seudónimo, pensé en LaLora porque así me llamaba uno de mis primos y porque así me reconocían también en mi casa. Sin embargo, desde pequeña tuve el apodo de «LaCigarra». Decía mi mami que yo usaba un vestido café que me gustaba y que me hacía parecer una cigarra. Voy a llamarme así para recodar esos tiempos. En otras ocasiones, mi mami me decía, tiernamente, «MiTeta», cosa que a mí nunca me gustó, no porque no fuese bonito sino porque mi mami era muy brava y cuando me decía «LaTeta», fijo me iba a regañar. Encima, mis senos son pequeños y ese sobrenombre me lo recuerda.
Nací en Bogotá, tengo veinticinco años y hoy en día estoy terminando biología en una de las públicas. Soy la hija mayor de mi papá y la segunda de mi mamá. Vivo aún en la misma ciudad, con mis hermanas, mi mamá y mi hermano menor. Hasta hace un año, más o menos, fui habitante de una localidad del sur de la ciudad.

Era mentira: yo no vivía en Roma

Cuando era pequeña, no me gustaba decir que vivía allá, a pesar de que estudiaba en el mismo barrio. Obviamente, mis vecinos también eran del sector, pero cuando ellos mismos me preguntaban dónde vivía, yo decía que en Roma. Creo que lo hacía así porque Roma era otro barrio y eso quería decir que debía coger bus para llegar al colegio, lo cual era más interesante que vivir en el mismo barrio en el que estudiaba. Además, tampoco quería que la gente supiera cuál era mi casa.
Para eso había varias razones. Primero, como siempre vivíamos en arriendo, yo nunca tenía un espacio que sintiera lo suficientemente propio como para invitar a alguien. Mi mami nunca estaba, siempre estábamos solos. Seguramente por eso no quería que nadie me visitara y en cambio, yo sí vivía visitando a la gente. Igual, yo decía que vivía en Roma y mis compañeros me creían o se hacían los tontos, aunque me veían salir y coger para el mismo lado todos los días. Si bien yo siempre tuve claro que todo era una mentira, sólo pude entender, aceptar y reconocer la situación cuando ya crecí. Yo creo que, más o menos hasta los nueve años, conservé la idea loca de vivir en Roma, que era bastante lejos.
Más allá de eso, no sé realmente de dónde saqué ciertas ideas. O sea, en el colegio sí había quién viviera de la Boyacá para arriba, pero tampoco mucho más lejos. Digamos que como el colegio era detrás de mi casa, yo conocí la ciudad tal vez a los dieciocho años, que fue cuando comencé a moverme sola. Antes de eso, siempre me movía en mi sector o me desplazaba a Engativá, donde vivían mis familiares. Nunca iba sola y normalmente sabía qué bus coger para llegar. Al centro, por ejemplo, nunca fui sola cuando pequeña. Visité Monserrate o la Plaza de Bolívar pero siempre con una de mis tías. Así las cosas, habitualmente me moví en el sur e independientemente de eso, a mí me parecía injusto que la gente tuviera cosas y los otros no. Por televisión o en las noticias, oía que la gente siempre estaba en necesidad y con frecuencia me preguntaba por qué a unos les faltaban cosas y si acaso no habría manera de conseguirlas sin matarse porque mi mami, por ejemplo, siempre se quejaba: «me estoy matando», decía. Por eso, tal vez, nunca me interesó perder materias, ni tener novios en el colegio. Siempre fui consciente de que lo único que tenía era mi estudio y lo aprovechaba bastante, ya que no me tocaba trabajar; para eso mi hermana siempre estaba encargada de cosas y metida en la cocina. Por otro lado, veía los reflejos de mis compañeras embarazadas y tenía claro que no quería ser madre y estar atendiendo pelaos. Pero bueno… te estaba hablando de mi barrio, donde nunca me gustó vivir.
Ahora que ya estoy grande, paso por los barrios y me parecen lo mismo: todo igual de popular. Sin embargo, en términos de localidad, la otra, la de al lado, siempre representó para mí un ideal de zona en dónde vivir. Me gustaba mucho lo que veía de allá. Las casas de Castilla, por ejemplo, me parecían muy bonitas también y pues, no eran las que veía en el barrio donde vivía, a pesar de que ahí también hay barrios donde uno dice: «no puedo creer que aquí haya casas de dos y tres pisos, de esa estructura y con ante jardín». A mí, personalmente, siempre me gustó tener un ante jardín o un patio central grande y el sector donde yo vivía nunca tuvo eso. Ni siquiera balcón. Entonces, me desilusionaba esa casa pintada del azul cielo feísimo que le ponían. Jamás me gustó y siempre pensaba en que me gustaría una casa de tal o cual otra manera aunque, ahora que lo pienso, las casas en que vivíamos eran, de alguna forma, escogidas por mí.

Y tampoco me llamaba Kimberly…

Lo otro es que vivía cambiándome el nombre porque el que me pusieron no me gustaba. Siempre me ponía uno diferente: cuando no era Liliana, era Patricia, Kimberly, Maritza o Diana o cualquiera de esos nombres que sonaban mucho y que todo el mundo quería tener. Ejemplo: Samantha o Stephany. El mío propio me parecía horrible porque, encima de todo, no rimaba con nada. ¿Con qué rimaba? Mira que si hago memoria así, rápidamente, yo no conocía el nombre de mi mamá porque la llamaba «mami». Sólo hasta que tuve como ocho años vine a saber cómo se llamaba ella en realidad. El nombre de ella, en latín, significa «amiga de Dios» pero esas cosas nadie las sabe. Nadie iba a llegar a buscarla diciendo «buenas, vengo a buscar a doña AmigadeDios». Cuando yo escuchaba que la llamaban o le hacían chistes, le preguntaba si no tenía otro nombre. Es decir, me disgustaba el hecho de que el nombre se prestara para broma. Afortunadamente, tampoco tuve un nombre con Y (los Yurany, Yazmín, Yesenia. Maryury, Yury) porque esos sí son tenaces.
Yo le preguntaba a mi mami por qué nuestros nombres. De hecho, empezó a gustarme el mío cuando ella por fin me contó la historia que había detrás. El cuento es que mi mami leía una novela en la que la protagonista era italiana. El nombre le gustó y me lo puso a mí. Eso fue lo que pasó. En adelante, empecé a creerme el cuento de que era súper chévere mi nombre, por lo extranjero. Tiempo después, como a los dieciocho o diecinueve años, encontré su significado en internet: «la que vive rodeada de laureles». Entonces me pregunté: «¿Quiénes viven rodeados de laureles?». Y pues ¡Claro, los emperadores en Roma! Eso me llevó a hacer un juego de palabras, ya que a mí, desde pequeña, me gustaba Roma, pues, el barrio. También me gustó la historia greco-la-tina porque igual era lo que a uno le enseñaban. Después dije: «una de dos: o me duermo mucho e...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Página legal
  4. Dedicatoria
  5. Agradecimientos
  6. Índice
  7. Presentación
  8. Prólogo
  9. Sobre el lenguaje no sexista
  10. Introducción
  11. Parte 1 El problema de lo (anti)estético: belleza y fealdad como experiencias vitales trascendentales y articuladoras de la búsqueda identitaria
  12. Parte 2 «Las negritas tienen cuerpo menos cara», la escisión cara/cuerpo y la noción de belleza (in)completa
  13. Conclusiones
  14. Bibliografía
  15. Anexos
  16. Otros títulos en esta colección
  17. Notas al pie
  18. Contraportada