1. Un mapa de muertes visibles
Este capítulo ofrece un mapeo de muertes violentas que alcanzaron visibilidad –a distintas escalas e intensidades– e interpelaron a públicos diversos en la Argentina desde la restauración democrática de 1983 hasta 2015. No es nuestra intención realizar una reconstrucción exhaustiva –objetivo imposible con las fuentes disponibles– sino recuperar, dentro del abigarrado abanico de muertes, aquellas que por razones muy diversas fueron noticia en los medios de comunicación, concitaron el interés de la ciudadanía y generaron discursos y prácticas de los gobiernos y de los dirigentes políticos y sociales.
Como veremos, la muerte violenta fue un tema constante de preocupación y debate entre diferentes actores y públicos en estos años. Hubo muertes que atrajeron de manera perenne el interés, como las provocadas por la violencia institucional. Al mismo tiempo, ciertos tipos de muerte relevaron a otros como temas de preocupación y debate. Este recambio no estuvo relacionado necesariamente con su incremento cuantitativo. La consternación no se debió tampoco a que no se conocieran casos anteriores similares. Fue una configuración particular de individuos con roles diferentes, de instituciones, organizaciones y acciones personales o colectivas específicas la que dio más visibilidad pública y capacidad política a un tipo de muerte por sobre otro. Las categorías usadas para encuadrar, organizar e interpretar las muertes violentas también mutan. Algunas se impondrán, y reorganizarán retrospectivamente muertes que en su origen no fueron catalogadas como tales, por ejemplo las que responden a la violencia de género. Otras categorías, como la de inseguridad, se mantienen en el tiempo pero engloban, remiten y cobijan a muertes muy distintas de acuerdo con el momento en que suceden y con el tipo de hecho al que hacen referencia.
Para clarificar la exposición, los distintos gobiernos nacionales que se sucedieron a partir de 1983 articulan las cuatro fases en las que subdividimos el presente capítulo. Cada ciclo político –el “alfonsinismo”, el “menemismo”, el de la “Alianza” y el “kirchnerismo”– organiza el relato y en simultáneo muestra el vínculo intenso que cada uno de ellos tuvo con ciertas muertes violentas y no con otras. Se trata de los casos que generaron más conmoción, no del total de las muertes violentas acaecidas, y como en todo paneo y subperiodización relativamente arbitrarios, pueden sugerir “fronteras políticas” y etapas sucesivas que se superponen unas a otras. Para menguar tal efecto, hablamos de fases y no de etapas o períodos asociados de forma excluyente con un gobierno en particular, y, al mismo tiempo, nos esforzamos por mostrar, junto con las formas de acción y de pensamiento dominantes o emergentes en cada fase, las continuidades hacia atrás y también hacia adelante.
Nuestro argumento es que es posible establecer para cada fase una tipología de muertes más resonantes. No porque hayan sido siempre novedosas ni las más frecuentes, pero sí porque fueron las que más repercusión alcanzaron en cada momento. Parte de la historia política argentina reciente casi podría narrarse tomando estos casos como hilo conductor. Y esto es así porque estas muertes compendian una porción de los problemas que produjeron mayor malestar en cada fase. Cada una de ellas nos informa también del estado de la sociedad: de los debates y del trabajo de distintos actores para categorizarlas, darles visibilidad y poder de interpelación.
La mayoría de estas muertes suscitaron un escándalo, entendido como un proceso mediante el cual se pone a conocimiento público un hecho que estaba oculto, y que puede recibir una condena moral y tener graves consecuencias para la persona, para otros individuos, para las instituciones y para el Estado (Thompson, 2001). Condena moral pero también política, pues el desenlace de muchas de ellas implicó además cambios imprevistos, no planificados, lo que atestigua que la incertidumbre es un rasgo central de las sociedades democráticas (Lefort, 2004).
Una vez que suceden, y una vez que pasan del fuero privado al espacio público, las muertes devienen un recurso significativo para la discusión política e inciden en la dinámica y la competencia por el poder. Cada una de ellas y todas en conjunto contribuyeron a generar discursos públicos, y en ocasiones también prácticas que buscaron poner límites al poder estatal de dar muerte y, al mismo tiempo, articularon demandas al Estado para que este interviniera, evitara o condenara ciertas muertes que en el pasado aparecían como asuntos del ámbito privado o eran atribuidas a catástrofes naturales. Miradas en conjunto y en perspectiva histórica, es evidente la capacidad que tuvo la muerte para proponer derechos y definir responsabilidades tanto de los ciudadanos como del Estado.
Del terrorismo de Estado a la fragmentación social
En los años ochenta, cuatro tipos de muerte hegemonizaron las preocupaciones públicas y el debate social y político: las ejecutadas por el Estado Dictatorial (1976-1983), las derivadas de los secuestros extorsivos, las producidas por la policía en las calles de las ciudades, y los crímenes no esclarecidos e impunes cuyas víctimas fueron mujeres.
Son todas muertes casi contemporáneas y sucedieron en momentos específicos y diferentes. Sin embargo, se cruzaron entre sí. Fueron puestas en relación con los muertos por la dictadura y algunas incluso reactivadas en democracia con aquellos casos que, más adelante, ingresarán en la categoría de violencia institucional. Con sus particularidades, que desplegaremos en el curso de este libro, funcionaron como contrapunto, oficiaron recíprocamente de contracara: un pasado reciente que seguía en acción y un sistema democrático amenazado y también enriquecido por nuevas promesas consideradas esenciales que estas muertes venían a reclamar.
Con la llegada a la presidencia de Raúl Alfonsín en diciembre de 1983, y en especial a partir de la publicación del Nunca más en 1984, las prácticas de secuestro, muerte y desaparición de personas de la última dictadura ocuparon un lugar prominente. La búsqueda de la verdad, el reclamo de justicia y el proceso de construcción de una memoria del terrorismo de Estado desató pugnas y el intento de reconfigurar el sentido de otras muertes, “los muertos por la subversión”. Tributo, revista de la agrupación Famus (Familiares y Amigos de Muertos por la Subversión), lideró el objetivo político de reivindicar el último gobierno militar a través de la recuperación de “sus muertos”, de los “muertos de los que nadie habla” (Gayol y Kessler, 2012). La exhumación de cadáveres y el hallazgo de NN de muertes provocadas por el terrorismo de Estado que algunos medios de comunicación difundieron a inicios de los años ochenta (Gónzalez Bombal, 1995) pretendió ser relativizado, deslegitimado. En ambos casos no se trató de la muerte en sentido general, sino de formas particulares de matar y de morir: violenta y la mayoría de las veces clandestina. En ambos casos, la muerte aparecía asociada a la democracia.
Desde la perspectiva de Tributo, la “guerra” había sido ganada en 1979, y fue esa victoria sobre la subversión la que permitió la libertad y la democracia de aquel momento (Gayol y Kessler, 2012). Sus muertos merecían, entonces, reconocimiento y gratitud pública y estatal. Por el contrario, desde el gobierno, la mayoría de los partidos políticos, los organismos de derechos humanos, algunos medios de comunicación y una porción cada vez más numerosa de la población la perspectiva era diferente: sólo la justicia del Estado y la verdad sobre los desaparecidos permitirían construir una democracia sólida.
La figura del desaparecido, más allá del derrotero de la representación política y cultural que atravesó (Crenzel, 2008 y 2010), aunada a la decisión política de no considerar a los desaparecidos como muertos, hizo que algunas muertes, incluso aquellas provocadas y confesadas por el terrorismo de Estado, tuvieran limitada capacidad de enunciación. En efecto, el descubrimiento de la desaparición de personas como una política sistemática de Estado fue tan traumático para la sociedad que dicha figura se convirtió en el plexo convergente de las luchas, demandas de justicia y trabajo intelectual. Frente a la potencia arrasadora de la desaparición, la muerte y los muertos aquí considerados fueron objeto de menos reflexiones políticas y académicas. También quitó visibilidad o relegó del espacio público a muertes provocadas por el delito común. Si ya a mediados de los años ochenta los homicidios dolosos en nuestro país estaban en el rango intermedio –casi seis sobre 100.000 habitantes, a diferencia de Francia con un poco menos de dos, y de los Estados Unidos por encima de los ocho cada 100.000 habitantes (Kessler, 2010: 117)–, fueron las muertes vinculadas de diferente manera con el pasado reciente las que ganaron presencia. El secuestro extorsivo y la “mano de obra desocupada” –ex represores despedidos, integrantes de los servicios de inteligencia y funcionarios de la policía en actividad– se constituyeron en la categoría dominante para describir una realidad amenazante para algunas personas en particular y para la estabilidad política en general. En 1985 se produjeron una serie de atentados con bombas, amenazas a comités del partido de gobierno, la Unión Cívica Radical, y una cadena de secuestros que ocuparon la primera plana de los diarios de tirada nacional (Juvenal, 1994).
La saga incluyó a Osvaldo Sivak, secuestrado el 28 de julio de ese año en el barrio porteño de Palermo. Víctima de un secuestro extorsivo en 1979, fue su segunda desaparición y posterior muerte la que operó como símbolo del “pasado mordiéndonos los talones” (Clarín, 21/11/1987). No se trataba de una práctica criminal nueva en la Argentina, por supuesto. A comienzos del siglo XX las comunidades santafesinas vinculadas con redes mafiosas de origen siciliano ofrecen varios ejemplos (Aguirre, 2000). En los años treinta cobra otra vez visibilidad cuando las víctimas, algunas fatales, fueron los hijos integrantes de familias de la alta sociedad argentina. Sivak no hizo serie, no reactualizó estos casos del pasado. A diferencia de estos, que fueron explicados como una manifestación particular del incremento global del crimen en bandas, y factibles por la disponibilidad de bienes modernos como automóviles y armas de fuego automáticas (Caimari, 2007: 211), Sivak remitía al pasado inmediato y su cadáver desafiaba la estabilidad política. Reactualizaba de manera brutal el modus operandi habitual de la dictadura: un secuestro en la vía pública seguido de desaparición.
El hallazgo de su cuerpo dos años después, en 1987, derivó en el esclarecimiento de otros secuestros y trajo al centro de la escena pública a sus asesinos. Lejos de integrar la “mano de obra desocupada” por el Estado democrático, los detenidos y luego acusados pertenecían al riñón del Estado y recibían un sueldo para supuestamente proteger la vida, los bienes y la seguridad de los ciudadanos. La muerte no generó movilizaciones masivas, tampoco una llamarada punitiva ni empatía con la víctima. No reside aquí su poder, sino en que convirtió al secuestro extorsivo seguido de muerte en el símbolo aglutinante de los peligros impensados e inesperados que acechaban a la consolidación democrática. Las amenazas a la democracia eran parte aceptada de los problemas del momento, y base de justificación de varias políticas (entre ellas el Punto Final y la Obediencia Debida, las leyes de Defensa de la Democracia y la declaración transitoria del Estado de sitio en 1985), pero algunas de ellas no fueron pensadas. El secuestro extorsivo seguido de muerte por agentes estatales fue una de ellas.
Desde esta perspectiva, o sea desde la combinación de desestabilizaciones imaginables y amenazas impensadas, quizá se pueda comprender mejor el escaso interés público que despertaron los muertos del 23 y 24 de enero de 1989. El ataque al Regimiento de Infantería Mecanizado 3 con sede en La Tablada por integrantes del Movimiento Todos por la Patria (MTP) a fines de enero de ese año conmocionó a la opinión pública, fue transmitido y repetido por los medios de comunicación masiva y disparó un rechazo generalizado de la dirigencia política en general y del gobierno nacional en particular (Hilb, 2007). Sin embargo, las formas en que se produjeron las muertes y el saldo de 43 fallecidos (32 integrantes del MTP, 9 militares y 2 policías) no estuvieron nunca en el centro de las discusiones públicas. La información y los rumores que circularon, muchos y contradictorios, convergían en subrayar el carácter agresor de la guerrilla –como se insistió ya desde el gobierno de Isabel Perón, luego desde la dictadura y posteriormente en la voz de sus defensores– contra el sistema democrático.
El “gatillo fácil”: una forma de matar ahora intolerable
La muerte de Sivak –que se resignificó en los inicios de 1992 cuando se hizo público el caso de la banda de comisarios de la provincia de Buenos Aires que participaba en secuestros con extorsión– no sólo se remontó a los muertos del pasado inmediato sino que convivió en el tiempo y se potenció con muertes que generaron otra de las categorías hegemónicas para describir una realidad amenazante: las del “gatillo fácil”. Son muertes que tienen como principales víctimas a jóvenes varones de los sectores populares, y como victimarios a empleados de la Policía Federal o de las policías provinciales. Las estadísticas indican un notorio crecimiento de la violencia policial en el período comprendido entre julio de 1983 y junio de 1986 (Gingold, 1997: 13). Los registros que empieza a llevar el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) muestran, por ejemplo para 1985, que de las muertes producidas en enfrentamientos entre policías y civiles, 255 correspondían a civiles y 15 a policías (Oliveira y Tiscornia, 1990). Reveladora de la disparidad en el uso de armas de fuego y de la letalidad policial, fue en 1987 cuando la violencia policial planteó un problema público. El asesinato de tres jóvenes mientras tomaban cerveza en la puerta de un bar por parte de suboficiales de la Policía Bonaerense en Ingeniero Budge, partido de Lomas de Zamora, generó una espiral de movilización colectiva que inició en la Argentina el proceso de construcción de la categoría de “gatillo fácil”.
El blanco de las críticas y de los temores era la Policía de la Provincia de Buenos Aires, en este caso, que se movía con impunidad y mataba en la vía pública. Por supuesto que no era la primera vez que la policía ejercía y era denunciada por sus prácticas letales. Desde su constitución como brazo del Estado moderno argentino, los cuestionamientos a su ineficacia siempre fueron a la par con los cuestionamientos a su brutalidad (Gayol, 1996). Dirigentes y militantes anarquistas y socialistas primero, radicales y comunistas después, denunciaron en el curso del siglo XX la privación de la libertad, las torturas de las que fueron objeto y las represiones brutales a muchos de sus simpatizantes (Suriano, 2001; Kalmanowiecki, 2003). Pero estas críticas y oposiciones persistentes nunca habían logrado constituirse en un problema general; nunca alcanzaron a superar las explicaciones que anidaban en “los excesos de un agente”, en la coyuntura política o en la existencia de ideologías “extrañas” y amenazantes para la Nación. Ahora lo “novedoso era que la opinión pública comenzaba a cuestionar los métodos de represión de la policía y la falta de garantías individuales” (Gingold, 1997: 15-16).
Por otra parte, una serie de muertes violentas que involucraron a mujeres, dos adultas y dos niñas respectivamente, también tuvieron alto impacto. Se trata de Oriel Briant en 1984 y de Cecilia Giubileo en 1985. En 1988, el cadáver de Jimena Hernández, de 11 años, fue encontrado en el fondo de la piscina de la escuela privada católica a la que concurría. En 1990, en la ciudad bonaerense de Tres Arroyos, el cuerpo ultrajado de Nair Mostafá, de 9 años, fue hallado en un descampado. Belleza, inocencia, honestidad, abuso sexual hacia seres indefensos, animaron las primeras noticias públicas sobre cada una de estas muertes. Los rumores iniciales fueron acompañados por acciones de familiares y vecinos que clamaron, y en algunos casos atacaron, a las instituciones del Estado en demanda de justicia. Cecilia Giubileo desapareció de la Colonia Psiquiátrica Montes de Oca donde trabajaba como médica, ubicada en Torres, partido de Luján, y nunca más se supo de ella. Oriel, Jimena y Nair fueron asesinadas, y sus cuerpos fueron recuperados por las familias. En ninguno de los cuatro casos se halló a los culpables; la justicia del Estado fue ineficaz para condenar e incluso para determinar cómo se llegó a la muerte.
El caso de Adriana Montoya en 1983, en el que una joven de 17 años se arrojó por la ventana de un cuarto piso para tratar de evitar una violación por parte de un cliente del local de electrodomésticos donde era empleada, fue un catalizador para un grupo de mujeres que venían trabajando por el reclamo de sus derechos. Se creó el grupo de mujeres feministas denominado Tribunal de Violencia contra la Mujer y comenzó a construirse el problema como un tema justiciable que logró en 1994 la promulgación de la Ley 24.417 de Protección contra la Violencia Familiar (López Oliva, 2006).
Dictadura, negocios turbios y “sectas” en las dos primeras muertes; complicidad policial y encubrimiento en las segundas, volvían a ser pensadas juntas. La desaparición de Cecilia Giubileo se vinculó a un supuesto tráfico de órganos extraídos de los pacientes de la colonia psiquiátrica. Entre las múltiples versiones del caso Oriel Briant, una establecía un vínculo con la por entonces conocida “Secta Moon”, un grupo transnacional liderado por un religioso surcoreano, Sun Myung Moon, acusado de vínculos ultraderechistas y de intensa manipulación de sus acólitos (Sdrech, 1986). La justicia no comprobó ninguna de las versiones que circularon, y las causas prescribieron. Son muertes que invocan lo siniestro, que alientan la sospecha, la asociación de lo político y la política como algo oculto, que está en las sombras, y de lo que hay que desconfiar. Todas ellas tuvieron una importante presencia me...