La otra de mí
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La otra de mí

  1. 144 páginas
  2. Spanish
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  4. Disponible en iOS y Android
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La otra de mí

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Información del libro

Una mujer, sus madres, sus dos hermanos, un discurso: el de alguien que piel adentro va diciendo en voz baja todo aquello a lo que se le niega el sonido. "La otra de mí" es la historia de una mujer que se llama Helena, que tiene la pena larga como los abandonos y la risa dislocada de los suicidas. Una mujer que se desdobla y se enfrenta con esa otra que la mira desde el azogue de los espejos, esas que saben de amores y de olvidos, de infancias astilladas, de tristezas infinitas y alegrías como cascadas. "La otra de mí" es la voz de Helena que cuenta bajito, espantando los dragones de la madrugada, un pedazo de historia con un hueco enorme y abismal, como la boca de las madres.

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Información

Año
2019
ISBN
9788416687923
Categoría
Literatura

Ella dijo que era dueña de la noche. Y nosotros le creímos, los tres. ¿Quién más sino ella podría así, como hacía todo, adueñarse de la noche, hacerla suya, acariciarle el lomo negro de estrellas, de aliento a bosque impenetrable, de sabor a menta helada?
Y la noche, seguro, se dejaría domar, se echaría a su lado como una bestia dócil para que Nené la mire, con esos ojos negros también de mirar lejano, para que Nené se descalce y le deje sus huellas marcadas en la arena de sus caminos. Pequeñas huellas, pisadas de luna, de sutil encaje bordando un sendero por el que se iba, por el que siempre se iba. Hasta que los que se fueron fuimos nosotros.
Y ella se quedó, con su capa de terciopelo azabache y sus ojos desesperados. Con sus manos abiertas por las que se escurrían todas las culpas. Porque si algo tuvo Nené en toda su vida, fue impunidad.
Se habrá adueñado de la noche porque no podía adueñarse de nosotros, hacernos suyos, meternos en el bolsillo de su cuerpo y abrazarnos.
Nadie que nos hubiera visto de mañana cerrando la puerta de la casa, riendo y levantándonos las medias sospecharía que el espanto estaba agazapado detrás de las ventanas. No es fácil ser hijos de una mujer peligrosa. Pero nosotros no conocíamos otra vida. Por eso nos la pusimos al hombro y dimos por hecho que todas las madres eran alcohólicas y promiscuas, desordenadas y maravillosas.
Ahora, que los tres somos estos adultos con caras de gente seria, a veces nos sorprendemos de ser casi normales. La vida nos llevó por veredas distintas a cada uno, anduvimos lejos y en ocasiones olvidamos de dónde veníamos. Pero sabíamos que, bajo la cordura dibujada en nuestros gestos, seguíamos siendo, en el fondo, los hijos de la loca del barrio. Por más que luego nos dijeron que no era nuestra madre verdadera, por más que nos fuimos del barrio y de la calle de eucaliptos de la infancia, siempre, inmunes a todo, seguimos siendo esos tres que se trepaban a la higuera para huir de la ira de nuestra madre.
La casa era una de esas tipo chorizo con un patio lateral al que daban las habitaciones que estaban en hilera y conectadas entre sí. La entrada comenzaba en un zaguán oscuro con baldosas amarillas y arabescos negros, y de allí se podía entrar al enorme salón que era un living vacío, sólo habitado por un piano de cola. También, si uno seguía derecho, se encontraba con una galería pequeña donde un juego de sillones viejos, de hierro, rodeaba una mesa de piedra con una planta perfectamente colocada en su centro.
El zaguán tenía una tercera puerta enfrentada a la del living. Una puerta cerrada con traba desde el otro lado. Una puerta que daba a la casa vecina, tal vez porque en una época las dos casas fueron una. Desde el living se ingresaba a la habitación azul donde dormía mi madre, azul y descascarada, con una ventana que daba a la galería, de color azul también, azul grisáceo, azul tristísimo.
La cama era ancha, doble, y tenía un respaldo macizo de madera sobre el que ella solía recostar su cabeza y dejar el cabello caer entre él y la pared. Había dos mesitas de noche. Sólo en la suya la luz mortecina de un velador reflejaba una luna redonda en el techo altísimo.
Esa habitación se conectaba con la nuestra por una puerta blanca, blanca y sucia. Allí estaban nuestras tres camas, una al lado de la otra sin ninguna separación entre ellas. Al frente, una mesa de fórmica donde comíamos y una cómoda de madera clara. El cajón de arriba era el de Inés, el del medio, el mío, y el de abajo, el de Panchito.
Nuestro dormitorio tenía salida al patio. Era un patio de cemento color rojo y con un brevísimo jardín con una estrella federal. Contra la pared se alineaban tachos de pintura y de galletas que servían de macetas de unas plantas que sobrevivían con el agua de las lluvias y a las que mi madre, alguna escasa vez, rociaba con su regadera.
Hacia el fondo, sin puerta, con una tela que hacía de cortina, estaba el cuarto de la cocina. Allí habitaba la Merci, una mujer venida desde lo más profundo del monte a acompañar a mi madre y a servirla. Siempre había música en la radio y el olor penetrante del comino con el que aderezaba todas las comidas.
Entre esas paredes verdosas y las alacenas de madera, yo sabía que había un consuelo para mis penas. Y casi siempre ese consuelo tenía el sabor del dulce de leche.
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A mi padre no lo recuerdo. Murió cuando yo aún no me había guardado su rostro en la memoria, pero en mi cabeza tengo escenas que no sé a ciencia cierta si ocurrieron o no. De todos modos sé cómo era porque sobre el tocador de mi madre descansa un portarretratos de metal con su foto. En blanco y negro, con ojos claros y el pelo un poco largo, nos miraba a esos que alguna vez fuimos su familia.
Sé a qué huele ese hombre. Huele a sudor limpio y libro recién comprado, a madera, a fuego. Me hubiese gustado tener su pecho a mi alcance para refugiarme durante la adolescencia. Otra hubiera sido mi vida si yo hubiera tenido padre, este padre, alguien que me dijera basta, que me cercara con un límite, que me atara con sus prohibiciones. Y no hubiese tenido que andar tan lejos, por tanto lodo y tierra, enredándome los pies en tanta maleza.
Me llevo su foto a mi cuarto. Lo pongo en mi mesita de luz, apoyado en el velador. ¿Me quisiste, papá? ¿Fui la niña de tus ojos, tu princesa, tu criatura? ¿O sólo fui un juguete que robaste para mi madre al precio de tu conciencia?
No puedo contar correctamente, me salteo el número seis. Y no es que no lo sepa, lo sé, me doy cuenta. Pero lo omito igual. Quiero poner seis huevos a hervir y se me rompe uno. Los lápices de colores que venían de seis perdían el sexto por arte de magia. A las seis de la tarde, el diablo las robó de mi reloj. Y la página número seis del diario, siempre, siempre, se me moja con el café.
Ahora… Ahora que lo pienso y trato de unir estos retazos de la vida que he ido teniendo, y de la otra mujer que a veces me habita, creo encontrarme en esa que se desmembró en la infancia, que supo en un momento que no era la niña que se levantaba cada mañana mirando un vidrio pintado de negro, sino era también otra niña que había nacido de otra madre y había tenido una vida anterior a esta.
¿Por eso habré vivido siempre con la sensación en las tripas de vivir dos vidas? ¿Por eso me desdoblo entera y me vierto en estos dos seres que soy? ¿Por eso será que soy esta mujer que desea hijos y esa otra que los asesina? ¿Por eso me enamoro de hombres que apenas me quieren de una sola forma y no sospechan de esa otra que acarreo como un ancla?
No son las palabras bonitas, no. Tampoco las obscenidades que me puedan susurrar, nada que ver. Son las vibraciones de la voz cuando suena altísima, cuando atraviesa la música de los parlantes y se mete por el caracol de mi oreja hasta tocarme por dentro, hasta pasar la voz como un dedo por un lugar que no tiene piel y se estremece cuando me hablan.
Sí, suena raro. No importa ni lo que piensen, ni cómo suene, ni lo que digan. Sólo me importa el volumen: fuerte, alto, profundo y oscuro.
Cómo no iba a preferirlo a él antes que a esas dos grandulonas desabridas que éramos Inés y yo. Tan blancas las dos, tan pecosas, tan conformistas y calladas, tan aprendidas y sabiendo que los pedazos de los jarrones y de los vasos había que envolverlos en papel de diario y sacarlos, muda la boca, ciegos los ojos, antes de que ella recuperara la cordura.
Panchito, no. Él la interpelaba, le agarraba las manos cuando ella se arrancaba los pelos, la abrazaba y le buscaba los ojos con los suyos para traerla de vuelta. Cómo no iba a quererlo a Panchito más que a nosotras, si él era un durazno maduro amarrado a su mano en las más oscuras de las tinieblas.
Eso era la pena. Él y ella, amarrados los dos, uno dentro del otro. Ella cayendo en un pozo oscuro y profundo, él gritando al borde, desesperado, bañado en lágrimas de espanto y soledad. Y nosotras, sin voz ni lágrimas, arrastrándolo a ese niño que era un pedazo en carne viva, sacándolo del cuarto donde ella ennegrecía las paredes con sus gritos ahogados y sus golpes. Cerrar la puerta y ponerle llave, y meternos adentro del ropero, las manos en los oídos de Panchito, la cabeza entre las piernas, el terror anudado en el estómago.
Cuando el silencio caía como una bendición en la sombra acolchada de la ropa en la que nos refugiábamos, cuando cesaban los ruidos del todo y nadie tocaba el timbre para preguntar qué pasaba, salíamos, sabiendo que la guerra había acabado, abríamos la puerta azul descascarada que daba a su cuarto y la mirábamos dormir, hecha un ovillo de oscuridad, en el suelo. Allí se enroscaba Panchito a su lado, se hacía un ovillo también, se chupaba el dedo y se dormía con el olor de su cuerpo dándole la paz que sólo en ella encontraba.
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Pero hubo tardes en que mi madre se ponía su vestido amarillo, sus zapatos blancos con pulsera en los tobillos, un collar de perlas enormes y blancas y anunciaba, la voz en alto, que salíamos a pasear y no sé cuándo volvíamos.
Esas tardes, nos pasábamos por la cabeza los vestidos floreados de mangas cortas, con una polera abajo si era invierno, los zapatos de charol, y nos peinábamos las dos, una a la otra, torpemente, con el pelo partido al medio y hebillitas de estrellas.
Mamá le ponía a Panchito fijador en la cabeza y le hacía un jopo ridículo y adorable, y nos íbamos, de la mano ella y el niño adelante. De la mano, Inés y yo, atrás. Caminábamos por el centro mirando vidrieras y después nos sentábamos a tomar licuados y sándwiches de pan tostado en la confitería que estaba frente a la plaza. Y mi madre fumaba, con boquilla, sin comer, tomándose un café amargo y mirándonos como a milagros.
A la vuelta, nos compraba un globo con gas a cada uno, un globo que volvía como testigo de esa tarde y se quedaba por la noche pegado al techo de la habitación, al altísimo techo de cielorraso y goteras enormes.
Mi madre tenía perfil de pájaro. Grandes los ojos, asustada la mirada, finos los labios y la nariz pequeña. Era alta y delgada, de piel transparente y huesos frágiles. Sabía cantar y tocaba el piano con una pasión que jamás tuvo para otras cosas.
Panchito se para en el medio del escenario. Francisco: los ojos ardiendo, las manos en alto, impecable el frac negro que lo viste, ensayada hasta el paroxismo la caravana con la que saluda al público, a su público que lo aclama y le pide otra. Y entonces él, haciendo como que no quiere, vuelve sobre sus pasos, se sienta en el taburete y sus músicos saben que va todo desde la hoja nueve, tal cual ensayaron para cuando la gente pidiera un bis.
De casualidad estoy sentada mirándolo. Es la primera vez que lo hago, pero sé de memoria cada movimiento, cada gesto que está haciendo mientras pasea las manos por el piano. Sé cuándo cierra los ojos apretados y cuándo se muerde el labio de abajo.
Le miro la espalda y le cuento los lunares que tiene debajo de esa camisa almidonada y blanca. Pulcro y prolijo, conoce el exacto lugar de cada nota en la partitura y jamás improvisa. Es consciente de que, si se filtra una grieta en sus pentagramas, si una corchea se torna semifusa, el caos entra por una puerta azul y descascarada, invadiéndolo todo.
Por eso Francisco no se sale jamás de lo previsto. Él sabe, con una certeza siniestra y melosa, que hay una puerta que no debe abrir.
—¿Te gustó? —me pregunta este hombre que maneja el auto en donde voy amarrada con el cinturón y con la cartera plateada en la falda.
—Sí —le contesto lacónicamente.
No hace falta confesarle que Francisco es mi hermano y que nunca lo había visto tocar en público. Para qué, si este hombre, igual a decenas de otros hombres, se quedará en los pliegues de mi olvido una vez que atraviese la puerta de mi casa y deje mi vestido en el perchero.
Porque Francisco es mi hermano, aunque haga siglos que hayamos hablado. Francisco es Panchito, mi niño, mi hermanito. El único hombre al que amé sin pedirle nada a cambio, al ...

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