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Participación, ciudadanía y democracia participativa
MARCO MARCHIONI
Trabajador e investigador social
1.1. Sin democracia no hay participación
Para poder hablar de los temas que dan el título al presente escrito, hay que afirmar que la base de todo es la existencia de un sistema democrático –siempre mejorable– que garantiza el predominio de la ley al mismo tiempo que las libertades, la igualdad y los derechos de la ciudadanía. Sin esta premisa es realmente difícil, si no imposible, hablar de participación y de democracia participativa.
A partir de esta premisa aparecen otras dos cuestiones esenciales:
• Un sistema democrático siempre es mejorable; y las mejoras que se quieran aportar tendrán que hacerse de manera democrática y con la participación de todo el mundo, sin exclusiones y sin modificaciones unilaterales. (Como podría ocurrir en el caso de Cataluña, donde se usa arbitrariamente el concepto del derecho a decidir, invocado unilateralmente a expensas del derecho a decidir de todo el mundo).
• Un sistema democrático necesita regenerarse y no quedar estancado, porque la realidad cambia, la sociedad cambia y, si no tiene capacidad de adecuarse, el mismo sistema corre el riesgo de quedarse obsoleto y no ser capaz de dar respuestas a las nuevas necesidades.
En este momento –por una serie de hechos y acontecimientos que se han producido– parece suficientemente clara la necesidad de reformar y modernizar el sistema democrático que nació al final del franquismo y sirvió en la primera etapa democrática del país. Una cosa es salvaguardar, en la medida de lo posible, los valores y el espíritu que cimentaron, en aquellos años, los acuerdos básicos y unitarios para dar vida a la Constitución del 1978, y otra cosa es ignorar la exigencia de modificarla para adecuar la Carta Magna a una realidad en gran medida diferente y para corregir errores o limitaciones que en estos años se han producido y que la experiencia ha hecho visibles.
1.2. Participación y democracia participativa
Entrando ya más directamente en el tema de la participación de la ciudadanía conviene intentar aclarar algunos elementos.
La participación de la ciudadanía en la vida pública tiene que ser encuadrada sin ambigüedades en el ámbito de la democracia participativa, entendida como extensión, profundización y vivificación de la democracia representativa, y no como alternativa a esta. La democracia participativa no pone en discusión quién toma las decisiones, sino el cómo se toman. Aquí está el quid de la cuestión. En un sistema democrático, las decisiones son tomadas por las personas que se han presentado a las elecciones y han sido elegidas gracias al voto con sufragio universal. Por eso es tan importante que los mecanismos electorales sean justos y permitan respetar el elemento fundamental en una democracia: todos los votos han de tener el mismo valor. Y por ese mismo motivo es tan importante que los partidos sean auténticas escuelas de democracia y espacios de vida democrática transparente. Es decir, hay que incidir en todo aquello que permita a la democracia representativa ser lo más representativa posible.
Lo que define realmente la participación en la democracia participativa está –como decíamos– en el «cómo» se toman las decisiones, y aquí necesitamos normas y derechos claramente establecidos para determinar cuándo y para qué hay que incluir momentos, temas, etc., sobre los que las personas elegidas tendrían que tomar las decisiones contando con órganos o espacios de participación previamente establecidos. Y también definir claramente «quiénes» componen estos órganos y cómo se designan. Resumiendo: analizar cómo está la calidad de la democracia participativa. Y el cómo tiene que estar garantizada por el derecho. Todo ello con metodología y fundamentado en la ley, sin improvisaciones que solo aumentan la confusión y queman expectativas.
Evidentemente hay muchos y diferentes niveles en los que hay que establecer estas normas y derechos que permitan que en el «gobierno de la cosa pública» haya posibilidades concretas para la participación de la ciudadanía, para hacer más democrática la gestión y asegurar controles y transparencia a todo lo que definimos como público y de interés general. En la mayoría de estos niveles es previsible que las personas representantes de la ciudadanía sean a su vez delegadas de otras instancias, lo cual introduce el tema, también importante, de los mecanismos que permiten estas delegaciones. Pero si hay un ámbito en el que potencialmente todo el mundo tendría la posibilidad de participar, ese es el ámbito municipal/local.
Por ello –por lo menos en este ámbito– la experiencia nos dice que sería importante sustituir el método de las votaciones sobre las cuestiones de su competencia legalmente establecidas, con el debate sobre los contenidos. Las votaciones llevan a priorizar la contraposición y el enfrentamiento, pues reproducen la cultura dominante de las mayorías y de las minorías, típicas y sustanciales en la democracia representativa, pero negativas en la democracia participativa en la que tendrían que priorizarse los contenidos y la calidad de las aportaciones, y no la pertenencia a una u a otra formación. De todas formas, hasta que los órganos de participación no tengan poderes decisionales –que siguen estando exclusivamente en el pleno municipal–, las votaciones resultan totalmente inútiles y contraproducentes.
Esto nos lleva inmediatamente a evidenciar que si queremos promover procesos participativos que den mejor y mayor espesor al sistema democrático en el que vivimos, tendremos que introducir en todos estos procesos, a todos los niveles, grandes dosis de información relacionada con los temas y cuestiones objeto de la participación y, por fin, también grandes dosis de conocimientos científicos objetivos para que los debates, las aportaciones y hasta las decisiones finales de estos procesos no sean fruto exclusivamente de visiones ideológicas (o intereses) de las diferentes partes.
Cuando hablamos de participación generalizamos y hablamos como si todo el mundo fuera a participar. Hoy sabemos que la participación siempre es un hecho minoritario que normalmente solo implica a unas cuantas personas. Esto es así porque la participación necesita un tiempo público –sustraído de lo privado de cada uno– y de cierta posibilidad de contar con conocimientos e informaciones que no están igualmente disponibles para todo el mundo. También se ha alejado mucha gente de la participación porque las experiencias y la praxis participativas han sido muy a menudo negativas o simplemente aburridas e inútiles. Todo ello pesa mucho; además, sabemos que hay muchas personas que tienen dificultades personales/familiares que prevalecen sobre los intereses públicos.
El conjunto de estos y otros elementos nos lleva inmediatamente a una conclusión de gran importancia práctica y teórica: los procesos participativos, además de conllevar una mejora de lo existente, tienen que ser abiertos, es decir, espacios, ámbitos, momentos, actividades, reuniones, etc., potencialmente accesibles a la participación de todo el mundo, cuando cada uno quisiera y pudiera hacerlo. Para poder asegurar este planteamiento es necesario prever métodos correctos, información continua y un trabajo permanente para la participación que generalmente no existe, o existe de manera puntual, coyuntural o instrumental.
1.3. Los protagonistas (los actores locales)
En sociedades modernas y democráticas, todo proceso de cambio y de desarrollo requiere la participación de muchos actores que tienen diferentes papeles, pero todos necesarios para las mejores posibilidades de respuesta a las demandas y necesidad de sociedades particularmente complejas y cada vez más diversas. Pero en todas las comunidades locales –fundamentalmente identificables, en nuestro sistema democrático, con los municipios– hay tres categorías que tienen que poder participar, aunque sin confusión de papeles, en todos los procesos participativos. Las definimos como los tres protagonistas:
• Las administraciones: las personas que han sido elegidas democráticamente para administrar la cosa pública.
• Los recursos técnico-profesionales: las personas que gestionan servicios y recursos públicos –también privados– en el marco de las leyes existentes.
• La ciudadanía: las personas destinatarias de la acción de la Administración y de los recursos técnico-profesionales que tendrían un papel activo –de usuario a sujeto– a través de su participación en el gobierno y gestión de la cosa pública.
Estos tres protagonistas son fundamentales para el desarrollo social y para contribuir a la mejora de las condiciones de vida de la comunidad de la que forman parte. La forma de participar de los tres no puede ser idéntica, ya que tienen diferentes papeles y diferentes funciones. La confusión de papeles, la no comprensión de las diferencias entre los tres papeles, el no reconocimiento del papel de los otros, etc., ha llevado a errores y fracasos de experiencias participativas importantes y positivas: ciudadanos que quieren tomar decisiones en lugar de las personas elegidas para ello; técnicos que se implican y participan a título personal y no en el marco de su trabajo; responsables de la cosa pública que deciden legalmente, pero de manera autoritaria, temas que afectan directamente a necesidades sociales, cuando podrían haberlo hecho contando con el consenso y la colaboración de la ciudadanía y la aportación de los técnicos, etc. Por eso hablamos hoy de «participación en el gobierno de la cosa pública» y no solo de participación ciudadana.
Todo ello adquiere gran importancia si se quiere abandonar una etapa en la que la ciudadanía ha sido asumida por parte de las administraciones –a veces también por los gestores de los servicios– como destinataria pasiva y si se quiere que la ciudadanía abandone, a su vez, una actitud muy difundida hasta ahora que podríamos definir de «delegación pasiva».
Aquí subrayamos la importancia de que los tres protagonistas se impliquen en procesos participativos, cada uno en su papel y sin confusión de funciones. Es decir:
• Las personas elegidas democráticamente para gobernar y tomar decisiones han de hacerlo de la forma más participativa posible, contando con la ciudadanía no solo en el momento del voto, sino también durante el ejercicio de su mandato, introduciendo fórmulas y normas que hagan de la participación un elemento diferencial y positivo de la convivencia y del modo de gobernar.
• Los recursos técnico-profesionales, públicos y privados, que realizan su trabajo en contacto directo con la población no tienen que limitar su actividad a la gestión asistencial de las prestaciones, sino que han de contribuir, aportando conocimientos técnico-científicos para que la ciudadanía pueda participar, de manera más activa y más informada, en la acción de mejora de su realidad individual y colectiva. Y para que las administraciones puedan gobernar y tomar las decisiones contando con esos mismos conocimientos.
• La participación de la ciudadanía y de las organizaciones sociales ha de constituir un elemento central de la participación y una referencia constante para las administraciones y para los servicios públicos y privados.
Tradicionalmente, la idea básica de la participación se basaba en un único protagonista: la población. Las administraciones eran consederadas como el «enemigo» o, si se quiere, «la contraparte» de la misma población. Aquí queremos aportar la idea de que quien administra en un sistema democrático ha sido elegido por medio de elecciones por sufragio universal, a las que, además, cualquiera puede concurrir.
Por coherencia –y por lo tanto–, quien administra es parte de la comunidad, así como quienes viven o trabajan en ella. Naturalmente asumir que las administraciones –y también los recursos técnicos– son los protagonistas de procesos participativos introduce elementos de dificultad y complejidad, pero resulta coherente con planteamientos innovadores, modernos y adecuados para que la participación pueda formar parte del sistema democrático mismo; ser algo normal y permanente, y no algo a lo que recurrir en situaciones y momentos puntuales o de necesidad. Sin embargo, convertir en protagonistas a las administraciones requiere aclarar que su participación en el proceso no se da basándose en una superioridad jerárquica respecto a los demás protagonistas, sino en su papel: el de haber sido elegidos para administrar la «cosa pública».
Los planteamientos que hacen de la población –ni siquiera, la ciudadanía– el único protagonista de los procesos participativos y de cambio pueden ser válidos, evidentemente, en contextos no democráticos, en los que no existen cauces y posibilidades para un cambio que no sea a través de la contraposición. En contextos democráticos –siempre mejorables, como el nuestro–, planteamientos de este tipo corren el riesgo de caer en la demagogia o ser utilizados para fines aj...