Historia mínima del cosmos
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Historia mínima del cosmos

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Historia mínima del cosmos

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Índice
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Información del libro

¿Qué diferencia hay entre cosmología y cosmogonía?¿Cómo llegó el agua a la Tierra?¿Por qué sabemos que nuestro planeta gira alrededor del Sol?¿Sucedió realmente el Big Bang?¿Qué es la eclíptica?¿Qué provoca el fenómeno de las estrellas fugaces?¿A qué se deben las mareas?¿Cuál es la cuarta dimensión?¿Qué es la antimateria?¿A qué llamamos "tamaño cuántico"?¿Qué es y para qué sirve un acelerador de partículas?¿Podremos encontrar vida en otros planetas cercanos?¿Qué dice la ciencia sobre el fin del mundo?

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Información

Editorial
Turner
Año
2016
ISBN
9788416354696
Edición
1
Categoría
Cosmología
CUARTA PARTE

LA VIDA, LA INTELIGENCIA, EL FUTURO

XIV
LA TIERRA, DESDE HACE 4.500 MILLONES DE AÑOS

EL CONVULSO NACIMIENTO DE UN PLANETA INSÓLITO

Ya hemos visto que el Sol apareció hace unos 5.000 millones de años, a partir de los restos de una supernova anterior a él y una sin duda más que notable aglomeración de materia intergaláctica (esencialmente hidrógeno, y algo de helio) que vagaba por el espacio probablemente desde poco después del Big Bang.
Eso significa que nuestro Sol, incluso hoy, está compuesto en casi un 99% por un plasma de partículas, sobre todo quarks procedentes de los protones (núcleos de hidrógeno) y de los neutrones (en los núcleos de deuterio y helio).
Aquel encuentro entre el hidrógeno intergaláctico y los restos de la supernova ocurrió por azar en la región de la Vía Láctea donde ahora se encuentra el Sistema Solar; luego, al entrar en contacto toda esa materia, la atracción gravitatoria unió el conjunto de manera cada vez más estrecha. El proceso terminó con una compresión brutal de toda esa materia, lo que fue calentándola hasta alcanzar una temperatura de muchos millones de grados. Se dieron entonces unas condiciones similares a las que hubo poco después del Big Bang, cuando se produjo la fusión termonuclear de los núcleos de hidrógeno, o sea de los protones, para acabar dando deuterio y luego helio, con enorme desprendimiento de calor.
Así fue cómo “se encendió” el Sol; ocurrió hace unos 5.000 millones de años y bien puede decirse, como un guiño poético, que de la muerte de la supernova anterior, la estrella madre, nació el Sol, la estrella hija.
Desde entonces, nuestra estrella particular está “quemando” –mejor dicho, fusionando a muchos millones de grados– hidrógeno para convertirlo en helio, consumiendo en el proceso casi 350.000 millones de toneladas cada día. Es una cantidad inmensa; pero a pesar de llevar haciéndolo desde hace 5.000 millones de años, aún le queda otro tanto hasta consumir el hidrógeno restante, al ritmo de casi cuatro millones de toneladas por segundo.
En sus primeros tiempos, aquella estrella naciente sufrió convulsiones propias de un “encendido” nada pacífico: turbulencias y brutales choques entre partículas elementales debieron de caracterizar al astro, con temperaturas del orden de 50 a 100 millones de grados. Y aquellas convulsiones iniciales provocaron la expulsión de la mayoría de los elementos más pesados procedentes de la supernova anterior, como pavesas arrojadas muy lejos por una hoguera que arde violentamente.
El efecto gravitatorio había hecho que los elementos ligeros iniciales se concentraran en el interior de la estrella naciente, puesto que ellos fueron los que iniciaron las reacciones de fusión termonuclear para transformar el hidrógeno en helio. Luego, a pesar de su masa superior, los átomos más pesados que el hidrógeno salieron despedidos por esas reacciones de fusión nuclear hacia el exterior del astro, con tal violencia que se alejaron lo bastante como para formar distintos anillos de materia, situados a distancias variables pero no excesivas, debido a la atracción de la enorme masa del Sol recién encendido.
Eso sí, de toda esa materia expulsada (apenas el 1% de la masa del Sol), los elementos ligeros se alejaron más; más adelante formarían los cuatro planetas gigantes y poco densos: Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Los elementos más pesados se quedaron cerca de la estrella naciente; acabarían formando los cuatro planetas rocosos, densos y pequeños: Mercurio, Venus, la Tierra y Marte.
Aquellas ascuas incandescentes se enfriaron muy deprisa, porque el espacio exterior al Sol estaba a unos 260 grados bajo cero (apenas 10 a 15 kelvins), y se fueron agrupando mediante choques dentro de cada anillo. Y apenas 500 millones después de encenderse el Sol, aparecieron los actuales planetas, girando en torno a la estrella y sobre sí mismos, debido a los choques entre los residuos incandescentes de los que procedían. Todos ellos se habían quedado girando en el mismo plano, que coincide aproximadamente con el plano ecuatorial del Sol. Ese plano lo llamamos eclíptica, porque en él tienen lugar los eclipses (cuando la sombra de la Tierra o la Luna oculta al Sol, que está precisamente en el mismo plano).
Todo este proceso explica por qué los planetas exteriores son grandes y ligeros, sin suelo rocoso, y por qué los planetas más cercanos al Sol son más pesados y pequeños. En los primeros predominan elementos ligeros, en los más cercanos al Sol predominan los elementos más pesados, con un núcleo de hierro y silicatos, y una zona más externa rocosa a base de carbono, oxígeno, nitrógeno e incluso agua. Esta seguramente llegó en su mayoría a lomos de los cometas, que por entonces nacían y morían desde el exterior de los discos protoplanetarios chocando con la materia o cayendo directamente en el Sol. Hoy se piensa que muchos cometas proceden de zonas muy exteriores del Sistema Solar, más allá de Neptuno: ante todo, el cinturón de Kuiper –así llamado en honor del astrónomo estadounidense Gerard Kuiper (1905-1973)– que, además de cometas de periodo corto, contiene planetas pequeños como Plutón y Eris, de tamaño muy similar, y Sedna y Quaoar, algo menores. Y bastante más lejos aún, la Nube de Oort, bautizada en honor del astrónomo holandés Jan Oort (1900-1992), que origina millones de cometas de periodo muy largo. Los cometas están hechos de agua (helada, por supuesto) y materia mineral variada, como “bolas de hielo sucio”. Y su choque con los planetas les proporcionó inicialmente agua, que en muchos de ellos se evaporó y desapareció (por estar muy cerca del Sol, como Mercurio), o se quedó congelada en mayor o menor cantidad (como ocurre en Marte y en algunos satélites de Júpiter y Saturno). En la Tierra, el agua formó inmensas nubes de vapor que luego se condensó en agua líquida, depositada en las zonas bajas para formar los océanos actuales.
Aquel planeta nuestro de hace más de 4.000 millones de años nada tenía que ver con el actual. Era lo más parecido a lo que pensamos que podría ser el infierno: rocas ardientes y semifundidas, a cientos de grados, rodeadas de inmensas nubes de vapores de todo tipo, sacudidas por impactos meteoríticos muy frecuentes, uno de los cuales debió de ser tan violento que llegó a desgajar una buena parte de la masa existente para dar lugar a lo que luego sería la Luna.
Hoy subsiste algo de aquel calor intenso de los primeros tiempos en el interior del planeta, mantenido por las desintegraciones radiactivas que ocurren allí dentro desde aquella remota época. De hecho, hoy vivimos sobre una delgada corteza de suelo aparentemente sólido, aunque bastante agrietado, que flota sobre una enorme masa semiviscosa de rocas radiactivas fundidas y comprimidas. Para hacernos una idea, la temperatura de ese manto interior que rodea al núcleo oscila todavía hoy entre los 2.000 y los 3.000 grados, y la del núcleo mismo se acerca a los 7.000 grados…
En su origen, la Tierra era mucho menor que ahora, aproximadamente la mitad. El hierro fundido que la formaba se hundió hacia el interior por su mayor densidad, y se fue enfriando al hacerlo. El calor se fue hacia el exterior, fundiendo algo del hierro que por allí debía de quedar; en el manto interno hay, pues, algo de hierro viscoso cuyo movimiento genera el campo magnético variable (en función de ese movimiento lento del manto) que desde entonces caracteriza a la Tierra. Un magnetismo que se da también en Mercurio y quizá en Marte, aunque no en Venus.
Hace algo menos de 4.000 millones se había ido depositando ya, en los grandes huecos de esa corteza, el agua procedente de la condensación de aquel vapor denso que cubría el cielo desde el bombardeo de meteoritos y cometas. Y en el seno de esas masas líquidas hirvientes, con todo tipo de elementos minerales disueltos y en suspensión, fue donde se inició la gran aventura de la vida.
El aire del planeta de esa época no tenía nada que ver con el actual. Los gases más ligeros, como el hidrógeno y casi todo el helio, se fueron enseguida hacia el espacio. Pero el resto se quedó junto al suelo, debido a su mayor densidad. No había todavía oxígeno, solo muy poco nitrógeno y casi nada de argón: curiosamente, estos tres gases suponen el 99,99% de la atmósfera actual. El Sol emitía muchas más radiaciones electromagnéticas de onda muy corta (ultravioletas, incluso rayos X), pero también luminosas e infrarrojas (calor), que hoy. Todo ello se sumaba al propio calor de la Tierra todavía ardiente para conformar un aire infernal a más de 100 grados, con cada vez menos hidrógeno, mucho vapor de agua, bastante metano y amoniaco, y algo de dióxido de carbono, helio y neón.
La parte superior de ese manto viscoso y caliente se fue enfriando poco a poco para dar lugar, en la zona externa, a la corteza que hoy conocemos y sobre la que vivimos. Por esa época, hace menos de 4.000 millones de años, se fue haciendo cada vez menos intenso el bombardeo de meteoritos que, como consecuencia secundaria, hizo crecer el planeta casi al doble, hasta el tamaño actual.
Todavía hoy caen de vez en cuando meteoritos, y de gran tamaño en contadas ocasiones; pero lo más frecuente es que sea en forma de granitos minúsculos de materia, que se volatilizan en contacto con el aire, brillando efímeramente: son las estrellas fugaces.
Según la NASA, la Tierra recibe diariamente unas 100 toneladas de materia extraterrestre. Una vez al año, en promedio, cae una roca del tamaño de un automóvil. Cada 5.000 años cae, en promedio, un objeto del tamaño de un campo de fútbol, de efectos destructivos de alcance regional. Y se estima que una vez cada cien millones de años cae un meteorito de tamaño suficientemente grande como para provocar una pérdida más que considerable de la biodiversidad (la última vez que ocurrió fue hace 65 millones de años, cuando se extinguieron, entre otras especies, los dinosaurios). El bombardeo meteorítico no se ha detenido aún, pero ahora es mucho menos intenso de lo que fue en aquel remoto periodo.
Volviendo a aquella época en que apareció la vida, hace algo menos de 4.000 millones de años, en el aire comenzaba a haber ya cada vez más nitrógeno y dióxido de carbono a causa de los gases emitidos por el frecuente e intenso vulcanismo, mientras disminuían mucho tanto el metano como el amoniaco. Y en los huecos más profundos ya había mares, con agua entre 80 y 100 grados, extremadamente corrosiva por su contenido en sales y en ácidos.
Curiosamente, hoy el 97,2% del agua total del planeta está en los océanos, que cubren el 71% de la superficie de la esfera terrestre (nuestra Tierra debería llamarse, más propiamente, planeta Agua). El resto se encuentra mayoritariamente bajo forma de hielo: en la Antártida (en torno al 90% de ese hielo total) y en Groenlandia (en torno al 9% del hielo total); queda un 1% de hielo para los glaciares de las montañas no polares. Una pequeña parte, el 0,6% del agua total, está bajo tierra; y el 0,02% en ríos, lagos y otras aguas continentales, y un minúsculo 0,0001% en la atmósfera, en forma de vapor (o sea gas invisible), o bien formando nubes (gotitas de agua líquida en suspensión).

LA VIDA NACIENTE… E INVASIVA

En el aire y en el agua de aquel planeta todavía muy joven, las altas temperaturas, la radiación ultravioleta del Sol y la variedad de elementos químicos en contacto debió de producir una especie de sopa química, aérea y marina, tan variada como compleja. Algunas de esas nuevas moléculas formadas en el aire a base de nitrógeno y carbono pudieron disolverse en al agua. Y allí pudieron reaccionar con otros elementos químicos hasta producir moléculas cada vez más complejas, una potencial materia prebiótica que, con mucho tiempo por delante y en un medio favorable a las reacciones complejas (agua muy caliente, sales y minerales de todo tipo, enorme acidez, energía solar intensa), acabaría siendo como una “sopa primordial” en la que, bastantes millones de años después, se produjeron sin duda al azar las primeras moléculas complejas “vivientes”, es decir, capaces de reproducirse, copiándose a sí mismas y perpetuando su contenido interno.
Algunas de aquellas moléculas prebióticas se enlazaron en cadenas, cuyos eslabones eran átomos de carbono. Esas largas, o cortas, cadenas fueron, en cierto modo, el mejor “truco” que pudo encontrar el azar para obtener mayor complejidad y variación molecular, a partir de elementos simples. Por ejemplo, los aminoácidos son elementos sencillos que, encadenados, forman las complejísimas proteínas, y los también sencillos ácidos nucleicos se enlazan para dar las complejas moléculas de ADN de los genes y del ARN que actúa como mensajero químico entre los genes y el resto de la célula.
Por lo que sabemos, pues, hace algo más de 3.500 millones de años había ya aminoácidos y algunas proteínas sencillas en los mares terrestres, y también material genético; aunque probablemente todavía no genes como tales sino, quizá, alguna forma de ARN simple.
Todas las cadenas de las moléculas de la vida tienen, como hemos visto, átomos de carbono como eslabones de unión: sin carbono la vida es imposible. Pero la unidad vital por excelencia es la célula, que requiere para formarse muchas de esas moléculas prebióticas formadas por cadenas de moléculas simples unidas a través del carbono. La inmensa mayoría de los seres vivos, desde el inicio mismo de la vida, constan de una sola célula. Lo que significa que, a pesar de su tamaño microscópico, la célula es realmente compleja a escala molecular: tiene forma cerrada, limitada por una especie de piel, la membrana, que solo deja pasar aquellos compuestos químicos, disueltos en agua, que le interesan a su metabolismo. Además cuenta en su interior con numerosos corpúsculos, orgánulos y macromoléculas, incluidos los genes que caracterizan a su especie y que garantizan su metabolismo, y las proteínas, grandes moléculas que realizan todas las labores necesarias para que ese metabolismo mantenga con vida a la célula. Y, finalmente, posee la capacidad de reproducirse gracias a los genes que se desdoblan para traspasarlos a la descendencia antes de morir. La reproducción celular es una forma de inmortalidad, pero solo de los genes que caracterizan a cada especie.
A partir de restos fosilizados sabemos hoy calcular la fecha de aparición de las primeras células con vida autónoma: hace unos 3.850 millones de años. Aquellas primeras células vivientes, que hoy clasificamos en el dominio de las arqueas, eran capaces de reproducirse y metabolizar –es decir, fabricar– proteínas y material genético.
En suma, los átomos básicos de la vida proceden de las estrellas (supernova anterior al Sol, y Sol naciente); y las primeras células vivas se construyeron al azar en los mares terrestres unos centenares de millones de años después de aparecer la Tierra como rescoldo de ese Sol naciente.
Lo que significa que somos, todos los seres vivos, hijos de las estrellas y del azar. Y, como veremos, la posterior evolución desde las primeras arqueas hasta los seres vivientes cada vez más complejos y diversos también siguió rigiéndose por el azar, sumado a la necesaria adaptación al medio casi siempre hostil, mediante la selección natural que hacía desaparecer a los menos dotados y perpetuaba la descendencia de los mejor dotados.
Algunas pensarán que esa idea es frustrante: hijos de las estrellas, del azar, de la necesidad… Para otros quizá sea sencillamente maravilloso que hoy seamos capaces de averiguar y comprender semejante proceso.
Aquellas primeras arqueas, que eran como bacterias muy primitivas, acabaron por tener compañeras algo más complejas, las bacterias mismas. Luego se formaron, muchísimo más tarde (2.000 millones de años después) otras células mucho más complejas que desarrollaron capacidades hasta entonces desconocidas.
Desde el principio mismo, hace unos 3.850 millones de años, todas esas células eran obviamente marinas y poseían la capacidad de utilizar la energía que adquirían del entorno para sus labores metabólicas internas y para reproducirse.
Las primeras bacterias, las cianobacterias, que comenzaron a aparecer hace unos 3.500 millones de años, podían utilizar la energía solar para sus procesos químicos gracias a la clorofila. Y las células más evolucionadas, hace unos 2.000 millones de años, pudieron aislar su material genético en un orgánulo interior de la célula, el núcleo, preservando la identidad genética de manera más eficaz y permanente. Muchísimo más tarde aparecerían los primeros seres multicelulares, y solo hace unos 400 millones de años algunos de ellos conquistaron tierra firme.
Algunos autores llegaron a aventurar en la segunda mitad del siglo XX una teoría según la cual aquellas primeras moléculas vivas no se formaron en los mares terrestres sino que pudieron llegar desde el lejano espacio a lomos de cometas y meteoritos. Esa teoría, llamada panespermia cósmica –expresión culta de origen griego que podríamos traducir por “fertilización generalizada de origen cósmico”–, fue defendida por Fred Hoyle y otros astrónomos heterodoxos, basándose en que el nacimiento de la vida compleja en los mares terrestres era enormemente improbable.
Eso es cierto. Pero esa bajísima probabilidad no significa imposibilidad. Y si aplicamos las leyes del azar, por improbable que sea un proceso, este puede ocurrir con mucha “suerte” (o sea, mucha casualidad) y también con una repetición casi infinita del proceso, que aumente estadísticamente el margen de probabilidades favorable.
Y en la Tierra naciente, descartando la casualidad –o quizá no, porque las casualidades existen–, es obvio que hubo a disposición de ese proceso t...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Primera parte. Cosmogonías
  6. Segunda parte. Nace la cosmología
  7. Tercera parte. Del Big Bang a hoy
  8. Cuarta parte. La vida, la inteligencia, el futuro
  9. Apéndices
  10. Notas al píe