Miedo y osadía
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Miedo y osadía

La cotidianidad del docente que se arriesga a practicar una pedagogía transformadora

Paulo Freire, Ira Shor, Joaquín Martínez Ortiz

  1. 288 páginas
  2. Spanish
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Miedo y osadía

La cotidianidad del docente que se arriesga a practicar una pedagogía transformadora

Paulo Freire, Ira Shor, Joaquín Martínez Ortiz

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Este libro piensa una pedagogía transformadora a partir de las dificultades cotidianas de los profesores: cómo motivar a los alumnos, cómo lograr un equilibrio entre el currículo oficial y las necesidades que surgen en el aula, qué lugar dar a la lectura de los clásicos, cuál a los acontecimientos que sacuden el mundo real, cómo impulsar el debate y la reflexión. Miedo y osadía interroga las horas agitadas del aula desde la sabiduría de quienes se reconocen maestros y militantes de una sociedad más igualitaria.Pero abrazar una pedagogía liberadora, basada en el diálogo, y apartarse de la pedagogía tradicional, que supone la transferencia de conocimientos del profesor al alumno, puede suscitar muchos temores: ¿acaso no puede poner en riesgo la autoridad de quien enseña, y hacer que sus alumnos incluso sospechen de su capacidad y su experiencia? Miedo y osadía, una iluminadora conversación a fondo entre Paulo Freire y su discípulo Ira Shor, es un libro central para entender los desafíos y los riesgos de ese pasaje. Los autores sostienen que el aula es el espacio de exploración donde el conocimiento se produce, no donde simplemente se lo transmite; ponen en su justo lugar la modalidad de la "clase expositiva", que puede ser un momento fecundo en el marco de un intercambio dinámico; defienden la importancia del rigor y de la disciplina de estudio, que nunca implican memorizar información sino apropiarse de los textos al poder leer sus cruces con el contexto de producción y de lectura.Contra la celebración banal del diálogo, postulan un trabajo profundo, serio, con los temas de cada materia, en el que el profesor cumple un papel orientador que nunca se convierte en una posición de mando. Y contra las pedagogías que se limitan a sugerir un repertorio de metodologías, reivindican una educación que, si bien no podrá por sí sola transformar el mundo, es capaz de estimular la autonomía y el pensamiento crítico.

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Información

Año
2019
ISBN
9789876294294
1. ¿Cómo puede un profesor transformarse en un educador liberador?
Cómo se relaciona la educación con el cambio social
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ira: Paulo, esta noche me gustaría analizar algo que los profesores y los alumnos plantean con frecuencia: ¿cómo transformarse en un educador liberador? ¿Cómo reciclarse?
El profesorado tiene pocas oportunidades de ver aulas liberadoras. Los programas de formación son casi siempre tradicionales y las escuelas que los profesores frecuentan no estimulan la experimentación. Así, el problema de los modelos es la primera cuestión que ellos plantean. Una parte de ese problema implica otras cuestiones: ¿cómo se diferencia la educación liberadora de la tradicional? ¿Cómo se relaciona con el cambio social?
paulo: También me han formulado ese tipo de preguntas en América del Norte y en Europa.
ira: Quizá sea una buena idea discutir nuestro aprendizaje y reaprendizaje para entender de qué modo llegamos a la pedagogía liberadora.
paulo: Me parece bien. Empieza tú y después comentaré algo al respecto.
Los verdaderos obstáculos de un aprendizaje crítico
ira: Recibí una educación muy tradicional. De pequeño no me gustaba la escuela, pero adoraba estudiar, en especial mapas antiguos, culturas antiguas, astronomía. De modo que leía solo, estudiaba la lección en casa y me resistía a ir a la escuela. El aburrimiento me volvió silencioso, y me transformé en lo que denominan un “problema disciplinario”. Mientras tanto, sentía una gran curiosidad por las cosas, muy a pesar de que la escuela se me hizo tediosa, así como también al resto de mis compañeros. Éramos mucho más espabilados de lo que la escuela nos permitía ser. Éramos tratados como imbéciles y nos transformaban en robots, y yo me rebelé contra esa estupidez.
Los otros estudiantes, amigos míos, tampoco eran felices. Ellos creaban problemas, pero yo me transformé, a los once años, en un líder de la resistencia estudiantil. Empecé a publicar un periódico extraoficial, que el director prohibió sin demora. Esa fue la primera lección que recibí sobre la libertad de prensa, muy diferente de lo que el libro de lectura contaba. Recuerdo haber leído respecto de la libertad de prensa y específicamente sobre un editor colonial llamado Peter Zunger, alrededor de 1735. En aquella época, los ingleses malvados lo encarcelaron porque había publicado unos artículos sin autorización; ¡pero ahora todos éramos libres!
Al mismo tiempo, los profesores me halagaban, me decían que yo era más listo que el resto de los niños, y que me comportara de acuerdo con las reglas porque de esa forma me aseguraría un buen futuro. Mi madre tuvo que concurrir a la escuela para hablar sobre mi comportamiento con la profesora e hicieron mucha presión para que yo permaneciera callado. Mi madre faltó al trabajo y se quejó de que la escuela me estaba aburriendo, pero mi profesora la dejó estupefacta al decir que, si yo necesitaba asistir a clases especiales, ella debería conseguir dinero para matricularme en una escuela particular. Avergonzada por pertenecer a la clase trabajadora, mi madre reculó y me dijo que obedeciera a los profesores. Yo me retraje y me quedé callado durante mucho tiempo, me convertí en un estudiante ejemplar y en alumno dilecto de los profesores. Esa fue una linda alteración de las reglas del poder: los profesores empezaron a adorarme y mis amigos a detestarme. Había cambiado de bando en la guerra cultural de la escuela. Continué así, dentro de un capullo, siendo bueno y quedándome quieto, hasta que llegó la agitación de los años sesenta, con el movimiento de los derechos civiles. Empecé a militar e incursioné en la nueva cultura de la protesta. Era maravilloso volar nuevamente y protestar junto a los otros.
En los años sesenta, mucha gente empezó a discutir un tipo diferente de educación. Nuevas formas de enseñanza emergieron, como el movimiento de las escuelas alternativas, las escuelas libres, experimentos de enseñanza radical, seminarios de profesores, seminarios informales vinculados a cualquier movimiento. Hice algunas experiencias en la enseñanza superior, como profesor posgraduado. Debo confesar que aprendí mucho sobre política, Vietnam, racismo, sexismo y capitalismo, pero muy poco sobre pedagogía, y menos aún sobre cultura de masas y concientización. Más tarde, en 1971, cuando fui a una Universidad laboral de Nueva York, los movimientos de los años sesenta estaban en decadencia, pero las clases de mi facultad permanecían abiertas a la experimentación. Empecé mis experiencias pedagógicas en medio de la nueva lucha por el “libre ingreso”, una política reciente de la Universidad de la ciudad de Nueva York que admitía estudiantes que no fueran de la élite, a pesar de su formación deficiente en la enseñanza secundaria. Con esa apertura histórica de la universidad a estudiantes trabajadores, no tenía idea de cómo enseñar.
El problema de la pedagogía se me impuso en esa nueva situación: estudiantes no académicos que ingresaban en masa en la educación superior, un choque fuerte de culturas. Antiguamente, sólo una pequeña cantidad de estudiantes trabajadores, como yo, había sido admitida en la academia. Ahora eran millones los que ingresaban. ¿Qué tipo de enseñanza podía provocar un conocimiento crítico? La situación parecía destinada al fracaso –poco presupuesto, clases multitudinarias, instalaciones insuficientes–, y las autoridades se movilizaron para restringir el acceso a la universidad a los estudiantes que venían de abajo.
Me es dificultoso contar todo eso, pero confieso que empecé en una universidad municipal, como profesor tradicional. Impartía clases de redacción. Empecé enseñando gramática, preocupado por el uso correcto de la lengua.
paulo: [Riendo.] Sí. Mi comienzo también fue así, hace muchos años. La gran diferencia es que, primero, fui profesor de sintaxis portuguesa. Adoraba dedicarme a eso. Está claro que entonces yo estaba lejos de la comprensión necesaria del condicionamiento social del lenguaje. Pero empecé como tú.
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ira: A mí me gustaba la gramática cuando era niño. Era un rompecabezas. Aprendí las estructuras y realizaba experiencias con las frases. Con todo, la gramática y la escritura no eran sólo un rompecabezas creativo para mí. Las usé como escalones para ascender socialmente. El estudio intelectual era mi camino de superación. Yo formaba parte de aquel uno por ciento de niños pertenecientes a la clase trabajadora que llegarían a obtener un doctorado, de manera que tenía un gran interés social en la utilización correcta de las reglas gramaticales. Pensaba que ellas serían mi boleto de ingreso a la Facultad de Medicina, porque sabía que, para ser médico, debía leer y escribir como la élite.
Cuando empecé a impartir clases a estudiantes trabajadores, quería transferirles mi conocimiento. ¿Te das cuenta de cuál era el problema? Ingenuamente, les imponía mi experiencia. No sabía qué era reinventar con ellos el conocimiento de manera crítica, a partir de su posición en la sociedad. Yo tenía una relación social con las reglas de la gramática diferente de la de ellos, porque, como mucho, ellos habían sido aceptados en facultades municipales, mientras que yo estaba ahí después de haber pasado por dos universidades de élite. Ellos eran todo, salvo alumnos brillantes o predilectos de los profesores. Por lo tanto, ¿cómo podían tener el mismo interés por esas reglas? ¿Cómo podría introducir en sus vidas la corrección gramatical de la misma forma que yo la había cultivado? No sabía cómo plantear la educación a partir de su propia experiencia. No entendía su lenguaje, ni sus expectativas. Mientras tanto, sabía exactamente cómo enseñarles.
Me costó algunos años descubrir los verdaderos obstáculos para el aprendizaje crítico, entre los que estaba mi ignorancia, como también la inmersión de ellos en una cultura de masas que los incapacitaba. Pero al comienzo, a causa de mi inexperiencia, pensaba que, ya que yo había engullido las reglas de la gramática, ellos también debían hacerlo. Evidentemente, Paulo, me planteaba racionalizaciones maravillosas para justificar lo que estaba haciendo. Me consideraba un “gramático creativo”. Enseñaría la gramática de forma tan emocionante que todo el mundo adoraría la gramática [riendo]. ¡Qué equivocación!
paulo: [Riendo.] Es así. Es casi imposible, ¿verdad? En un determinado momento, uno debe luchar contra la gramática, para tener libertad para escribir. Yo también pensaba como tú, a los diecinueve años. Sin embargo, ahora recuerdo lo mal que escribía en aquel tiempo. No obstante, estaba siguiendo los modelos “literarios” de la lengua.
ira: Era lo que yo hacía, también. Y, aún más, escribía poesía. Exactamente como la poesía prerromántica en la Inglaterra del siglo XVIII. Escribía poemas horribles, copiando las formas correctas aprendidas en la escuela, completamente desinformado sobre la libertad de la poesía moderna. Simplemente copiaba cualquier cosa que veía impresa en un papel. Mi profesor de redacción de la facultad se admiraba por la precisión con que imitaba a Gray o a Collins. Él estaba seguro de que yo había copiado sus versos prerrománticos y los presentaba como si fueran míos. También me miraba con menosprecio, como una persona poco refinada, oriunda de una clase equivocada. Y de esta manera empecé a enseñar, a partir de las formas impresas de la escritura.
paulo: Eso es interesante. En Brasil, hubo algunos autores muy buenos que me salvaron. Me salvé a través de la lectura de esos autores, cuando tenía unos veinte años. José Lins do Rego y Graciliano Ramos son dos de ellos. Jorge Amado y Gilberto Freyre, el gran sociólogo y antropólogo, que escribe muy bien, fueron otra influencia importante para mí. ¡Pero esos autores no estaban preocupados en seguir la gramática! Lo que buscaban en sus obras era un momento estético. Los leí mucho. Y de esa forma ellos también me recrearon, como joven profesor de gramática, por la creatividad estética de su lenguaje. Me acuerdo todavía hoy, sin duda, cómo cambié la enseñanza de la sintaxis, cuando tenía más o menos veinte años.
La cuestión, en aquella época, no era sólo negar las reglas. De joven, aprendí que la belleza y la creatividad no podían vivir esclavas de la devoción a la corrección gramatical. Esa comprensión me enseñó que la creatividad necesitaba ser libre. Entonces, cambié mi pedagogía, como joven profesor, inclinándome por la educación creativa. Eso fue un fundamento, también, para que yo supiera, después, cómo la creatividad en la pedagogía está relacionada con la creatividad en la política. Una pedagogía autoritaria, o un régimen político autoritario, no permite la libertad necesaria para la creatividad, y la creatividad se requiere para aprender.
Pero antes de que yo hable de mi transformación, tengo curiosidad por escuchar más cosas con respecto a cómo pasaste de la educación tradicional a la liberadora.
ira: Cuando empecé como profesor, recién salido del posgrado, programaba los cursos hora por hora. Tenía una programación precisa de lo que sería el lunes o el miércoles. Estudiaba mucho cómo presentar las reglas de gramática, las formas correctas y el arte de escribir. Los resultados no eran muy alentadores y, entonces, me preguntaba en qué me había equivocado, tenía pocos resultados para tanto esfuerzo. Me reunía, casi semanalmente, con otros jóvenes profesores para discutir nuestras clases, en un programa experimental. Juntos, como un equipo, nos ayudábamos unos a otros, nos enseñábamos unos a otros, nos reeducábamos en el mismo lugar de trabajo, año tras año. El profesorado que quiere transformar su práctica puede beneficiarse inmensamente del apoyo de un grupo como ese.
Mientras buscaba reciclarme como profesor, por lo menos encontraba menos hostilidad por parte de los estudiantes. A menudo me pregunté por qué eran tan tolerantes, a pesar de mis tropiezos y de presentarles un menú de gramática y retórica cuya mayor parte ya la habían visto antes. Pienso que mi entusiasmo les revelaba mis buenas intenciones, aunque yo no supiera qué estaba haciendo. Ellos toleraban mi confusión de una manera muy generosa. Yo me sentía agradecido porque ellos me permitían aprender a su costa. Estaba contento de estar en clase con ellos, por lo tanto, no los menospreciaba por ser alumnos universitarios que no pertenecían a la élite, y tampoco me menospreciaba por ser un profesor doctorado que impartía clases en una facultad marginal, de masas. Quería estar exactamente donde estaba, en un aula, impartiendo clase a estudiantes trabajadores entre los que yo había crecido. Las agitaciones de los años sesenta me hicieron desear el cambio social, y opté por trabajar en una facultad de gente común. Cuando menos tuve el buen criterio de no hablar sobre política con los alumnos. Yo estaba a su izquierda, pero no les daría discursos sobre capitalismo, guerra y otros temas de ese tipo; intuitivamente, sabía que eso exigía un debate y que estudiaríamos redacción escribiendo sobre temas que fueran relevantes para ellos.
Abrir la ventana del lenguaje
ira: En la micropolítica de la clase, mi actitud era la de que estábamos haciendo algo muy importante. Eso era una diferencia. A pesar de que pedagógicamente no tenía claridad en cuanto a los métodos, tenía una visión política sobre poder y clase ante los estudiantes de “libre ingreso”, los primeros en sus familias que asistían a una facultad, los que, hasta entonces, detestaban la escuela, dada su educación inhibidora de la capacidad creativa, rodeados por una cultura de masas incapacitadora. Empecé a estudiar su lenguaje y su realidad junto con ellos, para descubrir lo que estaba bloqueando el estudio crítico.
Ya puedes imaginar mi confusión en los primeros meses. Atravesé los años sesenta e incluso así iba al aula a enseñar gramática. Todo eso es increíble y embarazoso ahora; sin embargo, como se dice, aquel era otro país, o también, agua que pasó no mueve molino. Cualquiera que sea la metáfora, estoy feliz de que todo haya quedado atrás.
En aquella época, nos parecía que una arruinada ciudad de Nueva York y su destrozada Ciudad Universitaria estaban hundiéndose a nuestros pies, justamente cuando algunos de nosotros estábamos inventando la frontera del “libre ingreso”. Cada reunión en el aula o las amargas juntas de profesores parecían estar a punto de estallar en un colapso. La protesta de los estudiantes forzó a la universidad a adoptar el “libre ingreso” cinco años antes de lo previsto y a permitir el acceso de los estudiantes que no eran de élite a los cursos de las mejores facultades. Cuando llegué, en 1971, la crisis había desintegrado el mundo de los negocios, como siempre pasa, abriendo un espacio, no supervisado, para nuevas experiencias, un momento maravilloso que las autoridades dejaron parcial y temporalmente vacío. La tradición estaba a la defensiva y por eso teníamos cierta libertad para experimentar. El 1976, las autoridades reanudaron la ofensiva, y el período de experimentación acabó con la restauración del conservadurismo.
Pero aprendí mucho en los años de apertura, especialmente de otros profesores que realizaban experiencias y del lenguaje de los estudiantes. Los integrantes de los grupos dominados hablan varios dialectos, que varían según la situación en la que se encuentren. Cuando las autoridades están cerca, utilizan un lenguaje defensivo, lleno de manierismos y construcciones artificiales para “librarse” de ellas. Esas formas discursivas son los aspectos lingüísticos de la lucha más amplia por el poder en la sociedad. Yo percibía esos diferentes lenguajes y sentía que la clase iba bien cuando se expresaba de modo no defensivo. Ellos lo hacían con bastante frecuencia para que yo aprendiera sobre su cultura, sobre su conciencia. Ellos son muy hábiles para esconderse del profesor, para decir lo que este quiere oír, para confundirlo con afirmaciones defensivas y respuestas que suenan como si fueran sus propias palabras. Ese lenguaje defensivo no permite que los profesores descubran lo que los estudiantes realmente saben y pueden hacer.
Como era de prever, cuando ellos hablaban, a mí o a otros, sobre su realidad se volvían mucho más animados. Era la motivación intrínseca de la que hablabas en nuestra primera sesión, Paulo. La motivación estaba en su relación con la materia y en las relaciones sociales en clase. El crecimiento de su instrucción no podía ser sustraído del contacto crítico con los temas de su mundo. Lentamente, entendí lo que estaba haciendo. Los temas de la realidad sobre los que nos volcábamos estaban saturados de cuestionamiento crítico, hasta tal punto que entrábamos y salíamos de la vida cotidiana al mismo tiempo, estudiando las cosas comunes con una atención poco común.
En nuestras discusiones, oía algunas palabras y frases que no entendía. Algunas veces, yo decía frases que los estu...

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