Los pasos del escorpión y otros ensayos
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Los pasos del escorpión y otros ensayos

  1. 190 páginas
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Los pasos del escorpión y otros ensayos

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Cuando me preguntan por qué escribo ensayos, nunca sé qué decir. El primer impulso es contestar la verdad, "porque sí... porque me gusta", pero entiendo que la gente espera otro tipo de respuesta; esperan, con razón, que un escritor sepa dar cuenta al menos de los asuntos relacionados con su profesión. Por esto he aprendido a ensayar respuestas. A veces digo, y de verdad lo creo, que hago ensayos para pensar con cierto orden en algunos temas. Otras veces, digo que los hago porque no sé hacer aforismos, es decir, ensayos brevísimos, y envidio a esos sujetos que son capaces de poner en una sola línea la introducción, el desarrollo y la conclusión de un asunto complejo, y les sobra espacio para añadir humor, música, ironía. Son sujetos como Millor Fernandes: "El inventor del alfabeto era analfabeto". Leemos esta revelación ¡y apenas podemos creer que no se nos haya ocurrido antes! O como Francois Jacob, un señor capaz de demostrar que el blanco es un matiz del negro: "El brujo y el científico se parecen: ambos tratan de explicar fenómenos visibles por medio de fuerzas invisibles".

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Información

Año
2017
ISBN
9789587204124
Categoría
Literature
Categoría
Literary Essays

Los pasos del escorpión y otros ensayos

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La moda

El origen de la moda no se pierde en “la noche de los tiempos” como piensan algunos historiadores perdidos en perifollos, miriñaques, lacitos y arandelas. La moda empezó ayer no más, en la Baja Edad Media, hacia la mitad del siglo XIV.
Claro que las tribus primitivas tenían costumbres indumentarias, al igual que los chinos, los egipcios, los griegos y los romanos de la Antigüedad, y sus vestidos tenían elementos estéticos además de los meramente funcionales, pero eran costumbres tan inmutables que no las podemos considerar “modas”, concepto inseparable del cambio constante, de la fugacidad propia de las obras del ramo. Las griegas vistieron peplos casi idénticos desde los tiempos de la hetaira Friné hasta el siglo VI d. C. Los romanos vistieron togas blancas con fajas vinotinto y estolas mostaza hasta el final del imperio. Incluso los egipcios, metrosexuales por excelencia, llevaron túnicas unisex durante quince siglos, prenda que solo se cambiaban por una práctica minifalda para ir a la guerra.
La moda ama la liberalidad y el presente, el “último grito”; estas culturas honraban el pasado y eran conservadoras, jerárquicas.
En la Baja Edad Media, Europa cambia. El epicentro es Italia: las ciudades crecen, se desarrolla el comercio, aparecen los bancos, estalla una revolución agrícola y técnica, se resquebraja el poder monárquico, con el feudalismo proliferan las cortes y el lujo, la alta burguesía copia las maneras y los gustos de los nobles, los pintores empiezan a firmar sus cuadros, aparece el retrato y la autobiografía y nace el individuo. Por raro que parezca, antes de 1050 no había individuos. Había tribus, engranajes sociales o religiosos, gremios y “rebaños”; los artistas eran amanuenses de las musas y los héroes fichas de los dioses. No había méritos ni responsabilidades personales. El destino era fatal. Edipo es inocente. Homero es un medium: “Canta, oh musa, la cólera del pélida Aquiles”.
Por la Baja Edad Media circulan con facilidad sedas del Extremo Oriente, pieles preciosas de Rusia y Escandinavia, algodón turco, sirio o egipcio, cueros de Rabat, plumas de África, colorantes de Asia Menor (quermes, minio, laca, índigo...).
El escenario está servido para la aparición del amor caballeresco. Sin soltar la espada, el caballero se vuelve seductor y poeta, marcha al combate con un pañuelo de su dama en el pecho y regresa con un madrigal en los labios. De repente todos se fijan en la belleza del lenguaje y de los objetos. La mujer es idealizada y los hombres descubren que el verdadero amor está fuera del hogar, quizá por ese viejo error de diseño que puso el erotismo en la calle y en la casa apenas el cariño.
El arreglo personal cobra importancia. Por primera vez las plebeyas se acicalan tanto como las damas. Los hombres reemplazan el viejo blusón largo y amplio por medias largas, pantalones cortos, braguetas abultadas y una casaca ceñida en el talle y abombada en el pecho, que puede ser mitad lila y mitad azul rey; o vinotinto y oro. Las mujeres desnudan por primera vez los hombros y la espalda, el corte subraya la curvatura del arco lumbar... en el mercado se venden anillos cuyas gemas son la tapa de un vasito reservado para el perfume... o para el veneno.
Es por esto que el inicio de la moda se fecha hacia 1350. Atrás quedan los modelos que duraban siglos. Todavía es una moda lenta y artesanal. Aún falta mucho tiempo para la llegada de la revolución industrial y sus frenéticos telares, el incesante afán de novedades, las tallas estándar, la alta costura, el giro hacia la sobriedad, el prêt-à-porter, la antimoda, el jean desgarrado...
Con todo, el traje medieval ya es moda pura: le preocupa al noble, al burgués y al rústico, y no lo inspira el pudor sino la seducción.

Sobre una ciencia mundana

Los cosméticos son tan viejos como el timo. Ya los usaban hace miles de años el guerrero para verse más fiero, el chamán para lucir más grave, la muchacha para subrayar su belleza y la vieja para disimular las afrentas del tiempo.
Como todo lo que encierra ardides, la cosmetología es un sector muy dinámico. Hace treinta y cinco años solo existían nueve colores de lápices labiales. Hoy la paleta tiene doscientos cincuenta y cuatro tonos que van desde el rojo bermellón, color que grita “estoy a punto”, pasan por la gama de los tierras, que significan “soy distinta”, y llegan hasta el negro, un desdén gótico que traduce: “Vete a la mierda, baby”. Pero los más populares siguen siendo los rojos fuertes porque imitan, como el rubor de caja, la afluencia de sangre hacia la superficie de la piel durante la excitación sexual.
El origen de los tatuajes es incierto. Los han encontrado en la famosa momia Ötzi (3300 a. C.), en los hipogeos griegos y en las pirámides aztecas. Luego desaparecieron de la escena hasta finales del siglo XIX, cuando fue redescubierto como ornamento erótico del cuerpo femenino, esa geometría hechizada. Pero solo empezaron a usarse masivamente en los años sesenta, cuando Joan Baez se tatuó un signo de paz en el hombro y Janis Joplin un corazón en el pecho.
El tatuaje y los cosméticos se encontraron en los ochenta, cuando las mujeres decidieron utilizar “maquillaje permanente” para delinear los labios y los ojos. Se estima que hoy una de cada cinco mujeres tiene tatuado algo permanente en su rostro... o en partes más íntimas: los esteticistas ofrecen cambiar ese plebeyo café oscuro de los genitales por “un precioso tono sonrosado que cautivará a sus amistades”.
El piercing lo inventaron los aborígenes de todos los continentes pero solo llegó a las calles con las narigueras y los zarcillos múltiples de los hippies estadounidenses de los años sesenta. La moda hizo furor en los ochenta, cuando el piercing fue adoptado como accesorio de choque en la pinta del chico punk. La novedad de nuestra época consiste en usarlos también en los genitales, una audacia inédita en la milenaria historia de la moda.
El pubis se ha deforestado al ritmo del encogimiento del pantalón de baño. Hoy la tendencia es llevarlo calvo, como ofreciendo una segunda desnudez, o con el “estilo Hitler”, un simpático bigotito que se deja arriba del vértice goloso. Es más cómico que erótico pero a los fotógrafos les encanta porque permite tomas muy explícitas sin renunciar del todo al encanto del agreste vello.
La depilación, el corte y las extensiones, el esmalte, el lápiz, el tinte y el rubor, el piercing, las joyas y el tatuaje, la loción y los desodorantes son solo una parte del vasto arsenal de los afeites y aderezos de ese bluff infinito que llamamos moda y cuyos ciclos resumió para siempre Marlene Dietrich: “Aunque la moda de ayer es risible, admiramos la de antier, es decir, la de mañana”.

Al principio fue el nailon

Como la mitad de los objetos del mundo, la moda se diseña para el ojo, es verdad, pero debe pasar por el tacto. Después de mirarlo, lo primero que hacemos con un textil es palparlo porque sabemos que las telas nos rozan siempre con su revés y, lo presentimos, serán tocadas en ciertos momentos por el haz. Por esto deben ser “bifaces”, táctilmente hablando.
Las pieles naturales han ido ganando estatus con los milenios. Traje de faena en las cavernas, pasaron a ser abrigo de mujeres muy caras. La marta, el zorrillo y el visón tienen la tersura del viento de las praderas, la calidez roja de la sangre y el vapor sagrado de las lágrimas de Brigitte Bardot. Por esto, por las campañas ecológicas y las protestas de los animalistas, ya empiezan a perder prestigio y es probable que sean mal vistas mucho antes de 2030.
El primer tejido de lujo fue la seda. “Fueron necesarios los imperios y las dinastías, las guerras y el comercio, la cruz y la medialuna (cuenta un poeta) para que una seda china llegara a manos de Virgilio y le inspirara un hexámetro”. El romano, primer cronista fashion de la historia, no tuvo que pensarlo dos veces para definirla para siempre: la seda es como el agua, dijo, y agotó el tema.
Como la seda era carísima, los ingleses inventaron una fibra maravillosa y económica, una “seda artificial”, el satín, a finales del siglo XIX. En realidad no era sintética sino una manufactura natural producida a partir de pulpa de madera, quizá por esto resultó una impostora perfecta; su brillo y textura soportaron todas las pruebas. Las faldas de satín tenían tanta “caída” y movimiento como las de seda, y usado en prendas interiores resultó no menos sensual y delicado. El satín no desentonó en los salones ni en las alcobas, y las mujeres lo adoraron. En adelante, se mantuvo codo a codo con la seda, el terciopelo, el chifón, el lino y el crepé.
Los ejércitos de la Segunda Guerra Mundial acapararon todos los textiles y las mujeres tuvieron que volver a tejer. El tejido de punto hizo furor, remendar bien fue un arte y simular una obligación: las mujeres se dibujaban una línea vertical negra o marrón en la parte posterior de las piernas para aparentar que llevaban medias con vena, y nosotros, enternecidos, las quisimos mucho más.
La primera fibra realmente sintética fue el nailon, una larguísima cadena de polímeros. Con nailon se hicieron primero cepillos de dientes en 1938, después medias baratas que no se arrugaban en los tobillos de las damas y luego cualquier cosa: a partir de los años cincuenta, el mundo será irreversiblemente plástico: relojes, blusas, zapatos, bolígrafos, balas, autos, válvulas cardiacas, muñecas inflables... Desde los años sesenta, las artes visuales se llamarán artes plásticas, las mujeres fashion serán “chicas plásticas” y la “plasticidad” medirá la capacidad de respuesta del cerebro a los cambios del entorno externo e incluso a lesiones cerebrales.
Postulado uno: en términos de sustancias, la realidad es una mezcla de plásticos y silicio en proporciones aleatorias.
La obsesión por la salud ha marcado hondamente la moda. El resultado son los textiles inteligentes, que suenan modernos pero son tan viejos como las telas impermeables, también hijas de la segunda guerra. En los ochenta, Versace y Miyake diseñaron sobre tejidos tecnológicos. Hay prendas térmicas que retienen el calor, hay otras que bloquean los rayos del sol, camisetas que proporcionan vitamina C al entrar en contacto con la piel, brasieres que prometen refrenar la sed de nicotina con aromaterapia (lavanda y jazmín), medias que hidratan las piernas con aloe vera, ropa deportiva que lleva el sudor a la superficie exterior de la prenda para que el cuerpo respire y el aire circule, y ropa interior que responde con fragancias al menor síntoma de humedad de la cliente...
Postulado dos: el diseño de modas es una suerte de geometría glamurosa de la que nunca supo nada Euclides.

La piel de tu piel

El bluyín encierra varias paradojas: es un símbolo de la moda pero es esquivo a los cambios, que son la esencia de la moda. A pesar de ser tan áspero y hermético que parece una versión moderna del cinturón de castidad, se puso de moda justo en los años del destape sexual, en el decenio de los sesenta. Y, tercera paradoja, cubre de modo tan celoso el cuerpo, que termina revelando hasta sus más recónditos detalles.
La historia de la moda del siglo XX puede verse como un lento striptease. Empezó por donde tenía que ser, por el pie, que se descubrió en 1902 con el troteur, un traje femenino de chaqueta, falda recta por encima de los tobillos y zapatos abiertos que humedecieron a los varones.
En los años veinte, unas chicas díscolas, las flapper, decidieron llevar el cabello corto y teñido, le cogieron el ruedo a la falda cinco centímetros por encima de la rodilla y el mundo contuvo el aliento.
En los cincuenta, el escote dio dos saltos intrépidos: el primero fue horizontal, se abrió 180 grados a la altura del nacimiento del busto para dejar al descubierto los hombros (escote de bandeja) y el segundo fue vertical y alcanzó profundidades de vértigo.
En los sesenta, la mujer lo mostró todo. El decenio arranca con las enormes y espléndidas tetas con que Anita Ekberg hipnotiza a Marcelo Mastroiani en La dolce vita, sigue con el culo, calcado por primera vez en la historia por los jeans, y termina con la minifalda, homenaje a las piernas, apoteosis de la brevedad, hai ku del vestido.
En su larga historia –fue inventado en algún momento de la segunda mitad del siglo XIX–, el bluyín ha tolerado pocos cambios. El primero fue el reemplazo de los botones por el invento de Gideon Sundback, un muchacho que siempre andaba con la bragueta abierta porque le daba pereza abotonarse. Para adecentarse, y evitar los continuos regaños de su padre, un sastre, el muchacho inventó en 1917 un “zurcido instantáneo”, una cosa absolutamente genial, la cremallera.
En los decenios siguientes, el único cambio que se registra es la aparición del bluyín para mujer, una invención alentada por los pantalones de paño femeninos que Coco Chanel diseñó en los años treinta. Antes, a nadie se le había ocurrido que la mujer podía usar pantalones. Luego, nada varió en sus remaches ni en sus puntadas hasta que llegaron la bota campana y los parches de los sesenta y setenta.
Los años ochenta vieron nacer la era fashion. La moda se volvió espectáculo, hubo derroche de lujo y precios de escándalo, nació el culto por el cuerpo, proliferaron los gimnasios y las cirugías estéticas y se rediseñaron todas las prendas. El jean no escapó a este revolcón y ocurrió lo impensable: ¡aparecieron blue jeans que no eran azules! Los hubo negros, grises, caquis, blancos, terracota y hasta rosados, con apliques de pedrería, y telas menos ásperas que la lona original.
En los noventa se impone una corriente llamada grunge, el estilo antiestilo, un movimiento contestatario que afectó el arte, la mo da y hasta las historietas. Los muñecos infantiles dejaron de ser tiernos y bonitos y empezaron a ser tan feos y cáusticos como los Simpson, y los cantantes tuvieron que aprender a bailar muy bien y a vestir muy mal: medias corridas, colores inéditos en el pelo, piercings, bluyines rotos. A mediados del decenio ocurrió un cambio que iba a hacer historia: aparecieron los descaderados, un modelo que bajó cinco centímetros la línea de la pretina. Esta innovación tiene sus luces y sus sombras. Por detrás es desastroso porque aplasta las nalgas, las achata, se tira sus divinas proporciones. Por delante es perfecto porque alarga el talle y, combinado con blusitas cortas, descubre el vientre y nos deja contemplar el romavali, una sombrita pilosa, una tenue línea de vellos que va del ombligo al pubis, como mostrando el camino...
Romavali es una palabra árabe porque ese pueblo descubrió el camino muchos siglos antes que cualquier otra nación. Y se nos adelantaron por la sencilla razón de que los árabes fueron también los primeros en descubrir, entre la música de los címbalos y los velos de una bailarina de caderas vibrátiles y ojazos muy sombreados y mil y una noches enredadas en el pelo, el vientre femenino.
La moda femenina es la historia de una guerra entre la falda y el pantalón, y las mejores batallas las han librado sus exponentes más radicales, la minifalda y el bluyín. Y aquí vuelve a aparecer la paradoja: a pesar de que la tendencia del destape se mantiene desde los sesenta, el bluyín, la prenda que cubre, le sigue ganando la partida a la minifalda, la prenda que revela. Esto se debe en parte que la minifalda es invisible (las piernas no la dejan ver) y muy exigente: requiere piernas perfectas. El bluyín, en cambio, es cómplice, disimula los de...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Contenido
  6. Prólogo
  7. Los pasos del escorpión y otros ensayos
  8. Notas al pie
  9. Contracubierta