1
Bulerías de la embolia
Hoy hace un lustro que en la su villa de Guadarrama falleció mi tío Miguel. Y es raro que lo recuerde, pues aunque no hay día en que no piense en él varias veces, y siempre con una sonrisa de oreja a oreja, no suelo recordar el día de su óbito, tal vez porque no quiero recordar en el aniversario de su muerte a quien era todo vida. Con Carole me pasa algo parecido. El Día de los Enamorados es el único día del año en que no le digo que la quiero. Y lo comprende, porque sabe que ese día, al grito de ¡Víctimas de la sociedad de consumo, uníos!, me dedico a cualquier cosa menos a honrar la memoria del azarante San Valentín, aquel cursi edulcorado que nos impusieron en su día las Galerías Preciados para forrarse a cuenta nuestra, y de paso cubrirnos el amor de babas, que eso sí que no se lo perdonaré mientras viva. Que sólo Dios sabe cuánto más será, por cierto. Incertidumbre que me ha venido de una certeza reciente, la de saber que ya no soy inmortal, que es la que me ha hecho recordar a mi tío Miguel en un día en que nunca lo recuerdo. Y es que ayer, en el Professional Medical Centre, me diagnosticaron una embolia cerebral.
–A ver si lo comprendes de una vez, maestro. Una embolia es como cuando un chinazo te destroza el parabrisas. Vas tan tranquilo y, ¡zas!, salta un coágulo asilvestrado y te deja el cristal hecho una pena. Con la diferencia de que aquí no hay seguro que valga ni prado que no tenga hierba.
No cabe duda de que el fuerte del doctor Bill Battenkill, conocido cardiólogo, antiguo asistente a mis cursos universitarios y admirador declarado de Luis Buñuel, no es precisamente la sutileza, aunque logró que captara la gravedad del percance sufrido mientras leía no recuerdo qué, pero apaciblemente, sin hacerle daño a nadie y con una copa de coñac en la mano, llena, como es natural. Tal vez fuera por esa vanidad del profesor que ve a sus alumnos como criaturas hechas a su imagen y semejanza, pero me habría gustado que en vez de explicarme la cosa desde la metáfora del chinazo lo hubiera hecho de una manera menos celtibérica. Qué sé yo, diciendo que la embolia tiene nombre de ninfa, o de sílfide, y puede que así lo inevitable se me habría hecho más llevadero. Pero en ese estado pasajero que le cruza los cables al más flemático, le solté lo que le sueltan al mensajero aquellos a quienes el Usía ha sacado el pañuelo del primer aviso:
–¿Y por qué salta la piedra? ¿Y por qué coño tiene que darme a mí y no a ti?
–Porque a alguno tenía que tocarle la china, macho.
–Bill, las cartas sobre la mesa. ¿Por qué me ha dado este telele?
–El comercio y el bebercio, tío, que tienes más colesterol que un niño con mocos.
–¿Yo?
–Sí, hombre, tú, y encima lo riegas con lo primero que pillas y en plan vaso tamaño regadera.
–¿Y ahora, qué hago?
–Prepararte a bien morir. –Y el cabrito de él soltó una carcajada.
–Pues sí que me he lucido, me tendré que volver a aprender el Padrenuestro.
–No sería mala idea, pero mientras tanto, moderación.
–¿En todo?
–Sí, claro, dos vasitos al día, whisky, cerveza, vino, coñac
–¿De cada? ¡No jodas!
–No, dos en total, y los puedes combinar. Nada de fritangas, ¿eh?, y ojo con los huevos.
–¡No me estarás decretando el sexto!
–¿Qué sexto?
–¡El mandamiento, joder, no va a ser el cantante!
–¿Qué cantante?
Tampoco hay que pedirle peras al olmo, pero se ve que a Battenkill no le interesa la música, como le pasaba a mi tío Miguel. A no ser la que hacía la cama al moverse bajo el ayuntamiento de dos cuerpos, esa unidad de destino en lo carnal que en mis tiempos tardaba más en llegar que el tranvía, otra unidad de destino pero en lo municipal. Los médicos de antes eran otra cosa. Igual te auscultaban, que te sajaban, que te recetaban lo que fuera, que te escribían un libro sobre Velázquez, el pintor o la calle, daba igual. Bill Battenkill al menos se ha visto todo Buñuel y habla el castellano, que en estas latitudes canadienses equivaldría a que un concejal de Cabezón de Cameros se supiera de memoria las sagas nórdicas en versión original, y si encima receta con tino, no hay por qué andar quejándose.
–Toma. Una pastilla diaria. Éstas con el desayuno, y éstas al acostarte y con mucha agua.
–¡Agua!
–Del grifo, que algo tendrá cuando la bendicen. ¿No es así como se dice?
–¡Se dicen tantas estupideces!
–Y me vienes a ver dentro de un mes.
–Si duro.
–Durarás. Mala hierba, ya sabes, buena sombra la cobija. ¿No? ¿Puta la manta que la cobija?
–Frío.
–¿Busca la sombra el perro?
–Nunca muere.
–¿Quién?
–¿Y quién coño va a ser? ¿El perro, la manta? ¡La mala hierba! ¡Yo!
Por entre nubes de buen tiempo se mueve un sol de agosto aún juguetón, y por encima de las olas de Mahone Bay, una voz verde limón acaricia las copas de los abetos. El coro tornasolado de la chopera agita sus hojas y los abedules menean sus ramas. Los pájaros han enmudecido sus reyertas, y al compás de las palmas de Rubichi, el chinchorrito chapotea en la marea baja de la cala. “Yo no le temo a la muerte porque morir es natural”, está cantando Estrella Morente por bulerías en la brisa salada. Tampoco yo le temo a la mía, que ahí mismo está, esperándome sin prisa, ensabanada en espuma y tan intensamente azul.
Carole lleva tiempo preocupada. Se lo noto en el gesto triste y en la mirada, en cómo no se le escapa la cantidad de mantequilla que me unto en la rebanada, ni si me salto a la torera la barrera etílica impuesta por el buñuelero de Bill. “Me cuentas hasta los garbanzos”, protesto. Tampoco se olvida de preguntarme con una voz dulce pero firme si me he tomado las pastillas, y me recuerda que me lleve el móvil si voy al bosque, o que ya va siendo la hora de la siesta. Me tiene dominado. Sólo puedo decirle que sí y que no, según, y si veo que el silencio se le espesa en la mirada, entorno los ojos y bizqueo, para que se ría.
–¿Por qué no pones otra cosa?
–Porque el flamenco es lo más grande que hay.
–¿Y qué está diciendo?
–Que no le teme a la muerte porque morir es natural.
–Claro, es muy joven. ¿Y tú, le temes?
–¿Me estás llamando vejestorio?
–Te estoy haciendo una pregunta.
–Pues yo tampoco.
Bueno, siempre y cuando la autoridad competente me permita doblar con limpieza, pienso. Y si es así, verde y con asas, porque eso que está cantando ahora de que más que a la muerte le teme a las cuentas que le tendrá que dar a Dios no va conmigo. De verdad. Hace un montón de años que el padre Pazos, aquel franciscano benévolo del colegio “Estudio” que me absolvía de cualquier barbaridad que le confesara, y fueron muchas, y todo por alargar la penitencia en el ropero para no tener tiempo de volver a la clase de matemáticas del señor Bauluz, me desmontó las fritangas eternas del infierno con una frase: “Sí, claro que hay infierno, pero está vacío”. Desde entonces, habiendo sobrevolado los no tan felices años cuarenta del nacionalcatolicismo, sé que haya o no haya Dios, pura cuestión de detalle, es misericordioso. Natural. El Señor, con mayúscula por si acaso, que malcreó a este ser plagado de imperfecciones que llamamos Hombre, ¿cómo iba luego a pedirle explicaciones por sus torpezas y a mandarlo a las calderas de Pedro Botero a pagarlas todas juntas? No, va y lo perdona, y al perdonarlo se perdona la chapuza, porque divina o no, tenemos que reconocer que somos una chapuza, pero gracias a ello el infierno está vacío y Botero en el paro. ¿Cómo voy a temerle a la muerte? Todo lo contrario. ¡A mí el pelotón, Sabino, que los arrollo! ¡Dejadme solo! Y que conste que no es cuestión de furia española ni de valentía, es que el toro es una cabra.
–¿Por qué la iba a temer? Que yo sepa, nadie que haya muerto se ha molestado en volver. ¿Recuerdas lo que decía tu padre de las tapias de los cementerios españoles? Que no servían para nada, porque los muertos no querían salir
–Ni los vivos entrar. ¿Y tú, quieres entrar?
–Hombre, prisa, lo que se dice prisa, no tengo.
–¿Entonces?
–Que tampoco tengo miedo.
–Pues a mí el más allá no me hace la menor gracia.
–¿Y no hablas a menudo con tu abuela Bruce, que en paz descanse? Pues si la ves contenta, como dices, será porque descansa en paz, ¿no?
–Tal vez sea porque nunca he podido con las abstracciones.
–¿Y qué me dices entonces de la laguna Estigia? Dicen que el barquero Caronte cruzaba a los antiguos de la orilla de la vida a la de la muerte.
–¡Un crucero en la Transmediterránea!
–Y más sabiendo que el puerto de destino era el jardín de las delicias.
–Otra abstracción.
–No, no lo es. Por lo visto ya se te ha olvidado aquella cinta del tío Miguel.
El orden impecable que reina en los anaqueles de la cocina (Serie I: las cintas que grabamos juntos, en el primero. Serie II: las que él me mandaba, en el segundo), me permite encontrarla en cosa de un instante. Serie III: cintas cidianas, en el tercero. GLORIA, rezan unas letras negras en el lomo. Y procurando no apagar la voz de Estrella en mitad de un verso, por si trae mala suerte, he pulsado el botón de la flechita.
–¿Qué me dices ahora? –pregunto al cabo de unos minutos.
Carole se lo está pensando.
“Arena lleva la playa, yo tu querer no lo olvido, por donde quiera que vaya”.
Al ritmo del chapoteo del chinchorrito, la voz dorada de Estrella Morente sale de esas algas amarillentas que peina la marea en la cala. ¡Ay, cómo escuecen esos versos de salitre!
“Que mis ojitos estaban tan hechos a verte a ti tó los días”.
Un lamento salado pespuntea las aguas, como el cormorán.
¿Lo está cantando Estrella, o es Carole la que lo cantará, la que lo canta ya?
Mis vecinos de Blandford me han contado que sus antepasados zarpaban con el nombre de su mujer grabado en la proa de las goletas, Katherine M. MacAdam, Matilda McKay, Maggie Cruickshank, Bernice Zinck, y para cuando volvían con la bodega llena de bacalao, o de ron caribeño, ya ellas habían subido cientos de veces al widow’s walk por ver si divisaban las velas en el último azul. Porque “el mar sabe a desesperación de mujer esperando”, como escribió Alberti, que sabía la mar de mares. Y en lo más alto de las casas antiguas de por aquí se ven todavía esas barandillas cargadas de melancólica amargura, pino verde de nuestra canción popular, barandales de la luna de aquella gitana sonámbula que se cansó de esperar. Widow’s walk. ¡Balcón de viuda! Hay palabras amargas que lo dicen todo. Recuerdo un anuncio que en su laconismo me llenó de desolación. Solía citarlo en clase para sacar a la soledad y la amargura de la abstracción aséptica en que las tenía, bien arropaditas ellas, el diccionario. “Vendo. Traje de novia. Sin estrenar”.
Al timón de mi goleta yo no le temo a la muerte porque morir es natural, pero ¿cómo puedo dejar a esta mujer en tierra, malviviendo con la viudedad, del usufructo, lidiando con el papeleo de la testamentaría, el lío de los proindivisos, mis pertenencias, con Hacienda? Ahí me duele. No el que se vaya uno por esos mares de Dios, sino el ...