Los zapatos de Rita
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Los zapatos de Rita

  1. 462 páginas
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Los zapatos de Rita

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Información del libro

Los zapatos de Ritanarra la historia real de cómo la humilde familia de los Bravo, lucha por sobrevivir para no morir de hambre en tiempos de la posguerra Española. La pequeña Rita yace inmóvil en la cama. Hace una semana que en su estómago no entra nada de comida. Pero el destino y la casualidad deciden que ese no será su fin. Rita su protagonista, nos sumerge en una vida llena de tropiezos, aventuras, miserias, secretos y dolor. Eso nos convierte en su cómplice para reír y llorar con ella. Este libro pretende transmitir al lector, que por muchas caídas que nos dé la vida, al igual que Rita, en la adversidad hay que aprender a levantarse, sacudirse las vestiduras y continuar adelante con una sonrisa…

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Información

Año
2017
ISBN
9788417029272
Para mi madre.
El Ángel que un día pisó la tierra.
Sigues viviendo dentro de mí…
Para mis hijos, Abraham y Susana, ellos son el sol que me alumbra cada día, el aire en mis pulmones que me ayudan a respirar para seguir viviendo.
Por su puesto, para mi querido padre Hipólito. Mis hermanos, Félix, Rufi, Mari Carmen, Miguel y Julio. Nuestra mejor herencia es el amor que nos inculcaron.
¡Por ella. Siempre juntos!
Para Javier D’Onofrio, mi compañero de vida…
Va por todos los ¡BRAVOS!
Mi agradecimiento a todas las personas que colaboraron en este libro.
CAPÍTULO 1
El día, ya tocaba a su fin. La tenue luz del sol se colaba tímidamente por encima de los tejados de la pequeña aldea cercana a Trujillo. En una fría tarde de invierno, Lorenzo quiso hacer un regalo a sus habitantes ofreciéndoles sus últimos rayos para caldear con unos grados el pequeño pueblo de poco más de cuarenta familias. Cuando Rita llegó a casa, Brígida, su madre, no podía parar de gritar:
– ¿De dónde vienes? ¡Con el frío que hace! ¿Y esos zapatos? ¿De dónde los has sacado?
Su madre, era una mujer con mucho temperamento pero tenía buen corazón, lo que pasaba es que las formas le perdían, a la mínima, se ponía a gritar, eso daba una imagen de ella que no era la propia, también tenía sus virtudes, entre otras: la caridad, siempre estaba dispuesta a ayudar a las vecinas, que recurrían a ella sin dudar. De cabello castaño y ondulado, le gustaba llevarlo recogido en una coleta baja rozándole la nuca; su cara redonda con las cejas arqueadas, le daban el aspecto de la mujer bonachona que era.
Rita ya había cumplido los siete años, salerosa donde las haya, casi tanto como picarona. A su hermano Domingo le traía por el camino de la amargura haciéndole bromas que no siempre le gustaban, siendo como era la hermana mayor, abusaba de ello todo lo que quería y un poco más. Eso sí, tampoco tenía que hacer demasiado esfuerzo ya que conocía su punto débil a la perfección. –¡Eres un miedica…!.
Y conseguía hacerle llorar. En cambio, ella siempre se estaba riendo; la alegría la acompañaba, por donde quiera que pisasen sus pies. Cualquier cosa, por insignificante que fuera, podía ser motivo para soltar una carcajada.
Menudita, más bien pequeña para su edad, su belleza destacaba muy notablemente por encima de las demás niñas del pueblo. Motivos no le faltaban. Su padre y su madre, ya se habían encargado de dejarle esa herencia.
Apenas paraba en casa, solamente lo necesario. Después de ayudar a su madre en las tareas de la casa e ir a los recados, salía corriendo a explorar el mundo que tenía a su alrededor; todo le llamaba la atención, lo mismo estaba largo rato mirando cómo se movían las hojas de un árbol o se tiraba horas viendo la lluvia caer contra el suelo. Lo que para otros parecía insignificante, para ella era todo un mundo.
Aquel día, llegaba a casa con unos zapatos tres palmos más grandes que sus pies. Apenas podía caminar, tropezaban mil veces y una más, pero nunca llegaba a caer al suelo. A cada paso, se le juntaban una puntera contra la otra y así hasta el siguiente paso, los zapatos hacían intención de salirse, ella encogía los dedos para atraparlos.
Corría el año 1942, la guerra civil de España había dejado la zona devastada quedando sólo piojos y mucha hambre. Hasta entonces los habitantes vivían del cultivo de cereales, pero hacía tiempo que esas tierras no se cultivaban por culpa de la contienda y los pocos recursos se iban terminando. Eso les obligaba salir a la calle para buscar comida. Pedían por las casas e iban al campo, con lo cual casi todos los días volvían con las manos vacías, ya que la mayoría estaba como ellos.
– Señora Engracia, ¿me daría un poco de comida? – rogaba Rita alargando la mano; ella no soportaba tener que ir a pedir, pero no le quedaba otra…
Con suerte y sólo a veces le llamaban a Rufino, su padre, para hacer algún trabajo. Aunque él era un hombre pequeño de una extremada delgadez, eso no le suponía ninguna dificultad para hacer la labor que fuese necesaria, desde arreglar una valla hasta matar un cerdo para hacer chorizos en casa de doña Guadalupe, la rica del pueblo. Los reales que ganaba Rufino no eran suficientes para mantener a sus cinco hijos. Brígida, le preparaba la comida para todo el día, que sólo se basaba en un trozo de pan y un poco de tocino. La mayoría de los días regresaba con ello a casa. Sabía que los niños no habrían tenido nada que llevarse a la boca. Muchas noches se iban a dormir con una sopa hecha de agua, pan y el tocino con el que él volvía. Él siempre llegaba con buen humor, se ponía hacer tonterías para sacar a los niños una sonrisa y así no sentir el rugir de sus estómagos. En el pueblo era muy querido y respetado. Solía reunir a los jóvenes para todas las fiestas y se encargaba de los preparativos, los bailes de disfraces… Le adoraban por sus grandes ideas y buen humor.
De repente se oyó un golpetazo, ¡plom! Era su hermano Domingo. Entró corriendo y al abrir la puerta golpeó una silla que se hallaba cerca. Domingo era su hermano del alma. Más pequeño que ella, menudito y bajo como todos en la familia y de la misma belleza que Rita, por dentro y por fuera. Siempre estaban juntos, ella le llamaba «el miedica».
– ¿De dónde habéis sacado esos zapatos Domingo? –Brígida su madre gritaba, no se podía explicar de dónde los podría haber sacado.
Domingo miró a su hermana asustado por los gritos esperando que Rita le hiciera una señal para que pudiera hablar. Cuando su madre se dirigió a él dando la espalda a Rita, ésta aprovecho para poner el dedo índice sobre sus labios. Fue suficiente para que Domingo guardara silencio… (Sólo su hermana y él conocían el secreto de los zapatos…)
Rita, coge el cántaro y ve a la fuente con tu hermano. Y tú Domingo llévate el botijo. No tardéis que cuando llegue tu padre no tiene agua para lavarse.
Los dos caminaban acelerando el paso, apenas quedaba luz del día y no querían que se les hiciese de noche antes de regresar. La fuente no estaba demasiado lejos. Un camino de tierra salía de detrás de la casa en línea recta apenas cien metros. Al final se encontraba la fuente. El sol en su ocaso pareciera querer meterse dentro de ella para beber. Rita no paraba de tropezar a cada paso que daba.
– ¡Jo! ¡Otra vez! –se quejaba Rita mientras intentaba no caerse.
– ¡Ja, ja, ja, ja...! –Domingo la miraba y se reía a carcajadas.
– Sí… ríete, pero yo no me hago daño en los pies y tú vas descalzo…
– Anda Rita, déjamelos un poquito…
– ¡No, que a ti te quedan grandes!
– Pues me parece que a ti también- dijo Domingo con un hilo de voz por si ella se enfadaba.
– Pero menos que a ti, y te vas a caer.
– Y tú también te vas a caer.
– ¡No ves que no! Me tropiezo pero encojo los dedos, así no se me salen y no me caigo.
Rita llevaba el cántaro en su mano derecha, y al mismo lado a domingo con el botijo en la mano izquierda. El insistía incansable.
– Anda hermanita, déjame los zapatos…Si no me los dejas, le diré a madre de donde les has sacado.
– ¡No, no se lo digas!
– Vale, pero no me vuelvas a llevar allí que me da mucho miedo.
De repente, otro nuevo tropiezo, pero esta vez sin éxito. Por mucho que apretó los dedos de los pies no pudo sujetar los zapatos. Pero eso no fue lo peor. En su tropiezo, se produjo un sonido, justo el que hace dos objetos de barro al chocar.
¡Crack! Domingo se quedó completamente blanco, como si le hubiesen sacado toda la sangre del cuerpo. Mientras, Rita rodaba por los suelos.
– ¡Hermanita, hermanita! –dijo soltando el botijo y acercándose a ella.
La chiquilla era todo un poema. Los zapatos ya no estaban puestos en los pies. Sentada en el suelo del camino, se echó las dos manos a su rodilla izquierda, abrazándola y soplando la herida que se había hecho al caer. Domingo se agachó y soplaba también, como si eso fuese a curar la herida de su hermana.
– ¡No llores hermanita!
– Mira… ¡mira qué herida me he hecho…!
– Eso no es nada…esta que tengo yo es mucho más grande que la tuya y no lloré.
– ¡Mentira! Yo te vi cuando te la hiciste y llorabas mucho más que yo.
Rita se levantó sacudiéndose el vestido. Tenía la cara hecha un barrizal entre la tierra del suelo y las lágrimas. Domingo de puntillas intentaba limpiárselas.
– ¡Quita! Me las limpio yo, que ya soy mayor -decía mientras se limpiaba ella sola ¡Halaaaa, halaaaa!
Se puso a llorar de nuevo, esta vez con mucha más rabia. Acababa de descubrir el cántaro hecho pedazos en el suelo.
De regreso a la casa y agarrados de la mano, llorando, sucios y descalzos, mirando hacia atrás apenas se podían ver los zapatos y el cántaro hecho añicos desperdigados por el camino. Lo único que salió indemne del tropiezo fue el botijo que llevaba Domingo de la mano. Los dos juntos sin soltarse de la mano y apretando los puños, lloraban temblorosos temiendo llegar a casa. Sus padres al ver llegar a los niños en esas condiciones de lo último que se preocuparon fueron del cántaro. Brígida, después de conseguir calmarles, les dio la poca cena que había y los acostó.
CAPÍTULO 2
Rita llevaba muchos días, incluso meses, sin poder dormir bien. Precisamente coincidía en el tiempo con el incidente de los zapatos y del cántaro. Casi todas las noches se despertaba sobresaltada dando gritos. Su madre estaba muy preocupada por tanta intranquilidad de la niña, esa mañana se despertó frotándose los ojos. Brígida estaba sentada junto a la chimenea cosiendo unos calcetines de Rufino.
– Buenos días nos dé Dios, – dijo Rita.
– Buenos días hija. Esta noche te volviste a despertar gritando. ¿Qué te pasa hija? – le dijo soltando la labor.
La niña se dio un giro frotándose de nuevo los ojos haciéndose la desentendida, Brígida sabía que algo ocultaba y no quería decir, pero la dejaba tranquila, algún día se lo contaría por su propia voluntad.
– Despierta a Domingo y lavaros bien; ayer vi a la maestra y me preguntó por vosotros. Estuve hablando para que hoy vayáis a la escuela. -Rita daba saltos como loca de alegría, salió disparada a la cama de su hermano, dando gritos y despertando a todos los demás.
– ¡Domingo, Domingo, despierta! –le decía mientras con las dos manos agitaba su cuerpecillo –que vamos a la escuela a aprender.
Luciano, Ángel y Anastasio (sus hermanos mayores) también se levantaron.
Ellos ya llevaban un tiempo yendo a la escuela. Hoy marcharían todos juntos. Los mayores cada vez acudían con menor asiduidad. Las necesidades de la casa eran muchas, y si alguien les reclamaba para hacer algún trabajo, dejaban de asistir a la escuela. Otros días, tenían que buscar la comida y se iban a pedir de casa en casa. Con suerte, alguien les daría un trozo de pan o unas mondas de patatas. Nunca querían pero las circunstancias y la obediencia hacia sus padres les obligaban a ir con ganas o sin ellas. Otro recurso era salir al campo a coger cardos que luego pelaban y se llenaban las manos de pinchos. Con ellos Brígida hacía un caldo muy rico que a todos les gustaba menos a Rita; aun así, ella prefería ir al campo antes que a mendigar.
Un día, llegó como loca. Doña Guadalupe, la señora rica del pueblo, le había dado un trozo de tocino. Normalmente le solía dar las mondas de manzana. A su madre todo le venía bien; de cualquier cosa hacia una sopa. La alimentación se basaba en pan, mondas de patatas, cardos y si había un poco de suerte tocino.
Brígida corría escopetada por la calle
¡Buenos días Brígida!
¡Buenos días! Catalina –le contestó a la maestra.
¿Dónde anda Rita que hace tiempo no va por la escuela? Allí tengo su sillita.
Como todo quedó desolado por la guerra, la escuela no fue menos. Cada niño tenía que llevarse su propia silla. Catalina la cogió tal afecto a la niña que siemp...

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