¿Reformar o abolir el sistema penal?
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¿Reformar o abolir el sistema penal?

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¿Reformar o abolir el sistema penal?

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La obra reúne un conjunto de trabajos de investigación que abordan una temática común en el mundo occidental: el debate político y moral sobre el castigo penal. Las disertaciones en torno al castigo penal se construyen aquí a partir de rigurosos análisis que atraviesan la filosofía moral, la política, la criminología y el derecho penal y que, pese a su diversidad, encuentran un denominador común: la indignación frente al sufrimiento producido en esa institución total que es la prisión y la insistencia en que la expresión de las ideas acerca del castigo son un modo de reivindicar que esa administración y esa ejecución del sufrimiento humano no se hace en nombre de todos.

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Información

Año
2015
ISBN
9789586653503
Categoría
Pedagogía
Primera parte
ALGUNAS PREGUNTAS CENTRALES DEL ABOLICIONISMO PENAL: POR QUÉ, CÓMO Y CUÁNDO ABOLIR EL SISTEMA PENAL
REFORMAR O ABOLIR EL SISTEMA PENAL: ¿CÓMO?*
Julio González Zapata**
El cómo del título de este artículo me ha despertado ciertas dudas. Dudé si el cómo debería estar entre signos de interrogación o de admiración. Haberlo colocado entre signos de admiración seguramente evocaría la imagen de quienes consideran que el sistema penal es algo natural, sin el cual es impensable cualquier sociedad, y reproduce la respuesta, casi siempre irritada, de quienes consideran que hablar de la abolición del sistema penal es asunto de lunáticos.
Colocar el cómo entre signos de interrogación ofrece una mayor apertura. Puede evocar la petición de un procedimiento para hacerlo, pero, sobre todo, exige que se acumulen argumentos que demuestren que la pregunta, si bien puede resultar un poco utópica, no es impertinente.
Este escrito se refiere, en todo caso, a los ecos ya lejanos e irrecuperables de la década de 1960, años de locura sin término, de la imaginación al poder, de las drogas como acompañantes cotidianos, de sexo sin condones y sin sida, y que anunciaban también el fin de los manicomios, las escuelas, los hospitales, las fábricas, y tantas otras instituciones que, por paradójico que parezca, hoy están llenas de buena salud, como el derecho penal.
Eran los tiempos en los que se afirmaba con toda convicción que los hospitales no curan, las escuelas no enseñan, los manicomios no alivian y las cárceles no rehabilitan, ni socializan, ni reinsertan, en fin, que todas estas instituciones totales y, particularmente, las cárceles, son incapaces de cumplir las funciones que se les atribuyen, y tal vez como signo de los tiempos de ahora, cuando todavía se siguen mencionando como principios rectores en los códigos penales, se discuten en los textos académicos y hasta se diseñan enormes programas para hacerlas viables.
Hoy, cuando algunos alumnos me preguntan si soy abolicionista, siento el mismo escozor que sentía cuando de adolescente alguno de los mayores me inquiría por las actividades sexuales. Este interrogante cada vez me parece un tiro a quemarropa y rara vez doy respuestas que puedan satisfacer a mis interlocutores. Tengo que admitir que si esa pregunta me la hubieran hecho hace algunos años, no tendría ninguna duda sobre mi respuesta. Porque sé de la importancia de ella, he desempolvado viejas lecturas para aproximarme a una respuesta.
¿DE DÓNDE VIENE EL ABOLICIONISMO?
El abolicionismo, ese que surge después de la desintegración de la Conferencia Nacional sobre la Desviación (National Conference of Deviation) y que Larrauri Pijoán (1991) considera que es una de las líneas que dejó lo que se ha llamado la “crisis de la criminología crítica” (hay que recordar que el ala más derecha se agruparía alrededor del realismo de izquierda y la más jurídica alrededor del minimalismo penal o garantismo), fue posible, como todo movimiento social, político o intelectual, porque había unas condiciones que facilitaron su emergencia.
Ya decía: sin la euforia libertaria de esa loca década de 1960 ese abolicionismo no sería posible. Pero tampoco habría podido emerger, o por lo menos no con la fuerza que llegó a tener, si no hubiera tenido unos compañeros de viaje tan poderosos.
Algunos suelen citar a Michel Foucault como un abolicionista, que lo colocaría como un autor propositivo, lo que no corresponde a su pensamiento y obra. Pero es indudable que sin La historia de la locura en la época clásica (1998) y Vigilar y castigar (1988), los abolicionistas hubieran perdido un referente para hablar de la relación entre la razón y la sinrazón y, obviamente, de la posibilidad de situar las prácticas penales entre las más grandes sinrazones que ha producido la humanidad. El mismo Ferrajoli, tal vez el más lúcido crítico del abolicionismo, lo admite:
La historia de las penas es sin duda más horrenda e infamante para la humanidad que la propia historia de los delitos, porque más despiadadas, y quizá más numerosas, que las violaciones producidas por los delitos han sido las producidas por las penas y porque mientras el delito suele ser una violencia ocasional y a veces impulsiva y obligada, la violencia infringida con la pena es siempre programada, consciente, organizada por muchos contra uno. Frente a la fabulada función de defensa social, no es arriesgado afirmar que el conjunto de las penas conminadas en la historia ha producido al género humano un coste de sangre, de vidas y de padecimientos incomparablemente superior al producido por la suma de todos los delitos. (Ferrajoli, 2006, p. 386)
Sin esos movimientos que conocimos como antisiquiatría, con los esposos Basaglia (1977) y el trabajo de Goffmann (1970) sobre las instituciones totales, no hubiese sido posible entender la perversa lógica del encierro, la capacidad devastadora que tienen todas estas instituciones que supuestamente se han hecho para curar, rehabilitar, educar, formar personas integrales y resocializar, y que lo único que consiguen es aniquilarlas y creer que sus éxitos consisten en crearles artificialmente una careta de obediencia y sumisión.
Y qué duda cabe de que tampoco hubiera sido posible sin los aportes que hizo la criminología crítica, sobre todo, en dos puntos: al denunciar el sistema penal como el instrumento del orden social más discriminatorio, selectivo y desigual y, tal vez, invitar a reflexionar sobre él como solo una parte de todos los modos de ejercer el control social; y al haber dicho que no hace sino continuar esas tareas de discriminación, selectividad y desigualdad, que ya habían empezado en la familia, la escuela, el trabajo, los medios de comunicación, el sistema económico, etc.
Pero, a su vez, la criminología crítica no hubiera sido posible sin los aportes que había hecho Sutherland, en el ya clásico El delito de cuello blanco (1999). Uno de los aportes más importantes de este autor es haber visualizado la gran importancia del carácter definitorio de la ley penal. Los delitos de cuello blanco no se consideraban ilícitos penales no porque materialmente no lo sean (para él producen más daño que la delincuencia callejera), sino porque la ley no los considera como tales; por lo tanto, no los tenían previstos en los códigos penales y el tratamiento que recibían no estigmatiza, pues no eran objeto de un juicio penal y, por ende, no hay sentencias que señalen al empresario como delincuente, a diferencia de lo que ocurre con los delitos comunes, con los cuales sí se dictan sentencias estigmatizantes.
Y, a su vez, tampoco habríamos podido hablar de criminología crítica sin los aportes de la reacción social o del etiquetamiento, con algunas de sus más importantes proposiciones: como consecuencia obligada de ese nuevo tipo de preguntas que formuló, se abandona la concepción ontológica tanto del delito como del delincuente y se asume que son meras creaciones sociales. No hay ningún hecho que sea intrínsecamente desviado:
La desviación no es una simple cualidad presente en algunos tipos de conducta y ausente en otros. Es, más bien, el resultado de un proceso que implica las reacciones de las otras personas frente a esta conducta. La misma conducta puede ser una infracción a las reglas en un momento y no en otro; puede ser una infracción al ser cometida por una persona, pero no cuando es otra quien lo hace; algunas reglas pueden quebrantarse impunemente, otras no. (Becker, 2009, p. 23)
Y los individuos tampoco son naturalmente desviados:
Algunos individuos que beben demasiado reciben el nombre de alcohólicos y otros no; ciertos individuos que actúan de manera extraña son encerrados en manicomios y otros no; solo algunos individuos sin medios de vida conocidos tienen que comparecer ante el tribunal por vagos… y la diferencia entre unos y otros depende exclusivamente de la manera como la comunidad interpreta los numerosos datos personales que somete a clasificación. A este respecto, el tamiz de la comunidad puede ser objeto de un estudio más interesante para la investigación sociológica, que la conducta real del individuo. (Erikson, 1962, p. 42)
Con estos y otros antecedentes en las teorías criminológicas y con ese ambiente cultural, político y social que se vivió en aquellos años, el abolicionismo encontró un ambiente afortunado y tuvo un eco bastante fuerte que, de alguna manera, facilitó su tarea.
¿EN QUÉ CONSISTE EL ABOLICIONISMO?
La recuperación del libro Pena y estructura social, escrito por Rusche y Kirchheimer (1984), la aparición en la década de 1970 de Vigilar y castigar, de Foucault (1988) y Fábrica y cárcel, de los italianos Pavarini y Melossi (1980), hicieron fácil la tarea de criticar la cárcel. Tal vez Foucault había logrado una síntesis muy acabada y que permitía unir el trabajo de Goffmann (1970), los antisiquiatras, las críticas de Szasz (1976) al concepto de enfermedad mental, con algunos movimientos sociales de resistencia antinstitucional, al afirmar: “La prisión: un cuartel un tanto estricto, una escuela sin indulgencias, un taller sombrío; pero, en el límite, nada de cualitativamente distinto” (Foucault, 1988, p. 235).
Las críticas de Mathiesen a la cárcel (2003), de Christie (2004) al proceso penal y las más abarcadoras de Hulsman y Bernat de Celis (1984) a todo el sistema penal, que constituyen el eje central del abolicionismo contemporáneo, completaron esa tarea ya insinuada en esos antecedentes que he mencionado. Un resumen extraordinariamente bien hecho de todas esas críticas en Sánchez y Ramírez:
Es anómico, transforma las relaciones sociales en actos individuales, tiene una concepción falsa de la sociedad, reprime las necesidades humanas, concibe al hombre como un enemigo de guerra, defiende y crea valores negativos para las relaciones sociales, se opone a la estructura general de la sociedad civil, la pena impuesta por el sistema es ilegítima, la prisión no es solo privación de la libertad. El sistema penal estigmatiza, el sistema penal sigue siendo una máquina para producir dolor inútilmente, al sistema no le interesa la víctima, o también víctima del sistema penal. (Sánchez y Ramírez 1995, pp. 57-63)
OTRAS REALIDADES
Pero a finales de la década de 1970 y con toda fuerza en la década de 1980, la dirección que se le va a dar a la cuestión criminal va a ser bastante diferente. Y, tal vez, lo más difícil para los abolicionistas va a ser que muchos de sus postulados serán instrumentalizados para expandir, fortalecer y relegitimar el derecho penal. Una de las primeras voces de alarma fue dada por Larrauri Pijoán:
A partir de entonces se observa con desmayo la facilidad con que los movimientos progresistas recurren al derecho penal. Grupos de derechos humanos, de antirracistas, de mujeres, de trabajadores, reclamaban la introducción de nuevos tipos penales; movimientos feministas exigen la introducción de nuevos delitos y mayores penas para los delitos contra las mujeres; los ecologistas reivindican la creación de nuevos tipos penales y la aplicación de los existentes para proteger el medio ambiente; los movimientos antirracistas piden que se eleve a la categoría de delito el trato discriminatorio; los sindicatos de trabajadores piden que se penalice la infracción a las leyes laborales y los delitos económicos de cuello blanco; las asociaciones contra la tortura, después de criticar las condiciones de existencia en las cárceles, reclaman condenas de cárcel más largas para el delito de tortura. (Larrauri Pijoán, 1991, p. 217)
Y HAN TRIUNFADO
El panorama que se ofrece a partir de la década de 1980 en el campo penal es completamente distinto del que existía cuando floreció el abolicionismo. Si en las décadas de 1960 y 1970 el sistema penal se conceptualizaba como un problema social grave que debería ser removido para construir una sociedad mejor, a partir de la década de 1980 asistimos a un optimismo punitivo casi sin límites y a una instrumentalización desvergonzada de algunos de los postulados del abolicionismo y aun de la criminología crítica, que le han dado al sistema penal unos aires de rejuvenecimiento y fortaleza, impensables hace apenas unas décadas. Veamos algunas de las características del campo penal hoy en día:
1) El “descubrimiento” de nuevos campos sociales a los que se pretende enfrentar con los instrumentos del derecho penal. La revolución informática, la difusión de sustancias estupefacientes, las manipulaciones genéticas, el trasplante de órganos, la irrupción del sida, la necesidad de protección del medio ambiente, la criminalidad económica, el crimen organizado y el terrorismo, la pretensión de mantener a los niños fuera de cualquier contaminación sexual, etc., permiten que el derecho penal deje de ser un instrumento para reaccionar ante daños y se convierta en un factor para la prevención de riesgos.
En el centro de tal fenómeno está, a su vez, la asunción del concepto de sociedad de riesgo, lo que ha traído como consecuencia inmediata para el derecho penal adelantar la barrera de protección, y por este camino el delito ha dejado de ser una conducta que produce resultados dañinos a los bienes jurídicos, para, en su lugar, diseñarse como un artefacto a fin de prevenir peligros abstractos que se supone afectan las condiciones de supervivencia de la sociedad. Ese peligro, como normalmente no se conoce en toda su extensión, se presume y, en algunos casos, se deduce estadísticamente. “No busca exactitud sino probabilidad, no habla de ‘causa’ y ‘causalidad’ sino de otro tipo de conexiones menos exigentes (factores, variables, correlaciones, etc.)” (García-Pablos de Molina, 1999, p. 37).
2) Se le atribuyen nuevas funciones al derecho penal. La tensión entre modernidad y posmodernidad se ha reflejado en el derecho penal, modificando profundamente sus funciones declaradas.“El derecho penal ya no debe (o ya no debe únicamente) castigar, sino infundir confianza a la colectividad e incluso educarla; siendo así, estas funciones de tranquilización y de pedagogía no pueden más que provocar una extensión del ámbito que debe ser cubierto por el derecho penal”(Stortoni, 2003, p. 16).
Tales funciones que se le adjudican al derecho penal lo sitúan, paradójicamente, en un estadio premoderno, ya que, como lo dice Stortoni, se vuelven a confundir el derecho y la moral, y entonces el derecho penal se ve necesariamente abocado al autoritarismo “porque [se] confía en el derecho penal y a un instrumento coercitivo[,] una misión pedagógica que contradice la naturaleza de ese instrumento, situándolo más en una lógica autoritaria que en una tolerante y democrática” (p. 14). Se ha llegado a ver en el castigo, inclusive, un componente importante de un nuevo orden democrático.1 De esta manera,
el derecho penal deja de ser un medio de protección de la libertad, para convertirse en un medio de uso técnico y tecnológico en función de cualquier interés político o político-partidista. (Aponte, 2006, p. 146)
3) La reaparición y, sobre todo, la instrumentalización de las víctimas. Uno de los temas que han resurgido con más fuerza en el derecho penal de los últimos años ha sido el de las víctimas.2 Aparentemente, recogiendo una de las críticas del abolicionismo al derecho penal (el derecho penal secuestra el conflicto y desplaza a la víctima, con lo cual convierte el derecho penal en una relación entre el delincuente y el Estado), se pretende poner ahora a la víctima en el centro del debate, pero instrumentalizándola:
Si las víctimas fueron alguna vez el resultado olvidado y ocultado del delito, ahora han vuelto para vengarse, exhibidas públicamente por políticos y operadores de los medios de comunicación que explotan permanentemente la experiencia de las víctimas en función de sus propios intereses. (Garland, 2005, p. 241)
Tal uso estratégico de la víctima coincide con un movimiento ampliamente desconocedor de los derechos del delincuente:
Esta santificación de las víctimas también tiende a invalidar la preocupación por los delincuentes. El juego de suma cero que existe entre unas y otros asegura que cualquier demostración hacia el delincuente, cualquier mención de sus derechos, cualquier esfuerzo por humanizar su castigo puede ser fácilmente considerado un insulto a las víctimas y a sus familias. (Garland, 2005, p. 241)3
4) El derecho penal de enemigo. Uno de los instrumentos más eficaces para la realización de la actual expansión y del endurecimiento del derecho penal es la reaparición del concepto de derecho penal de enemigo. Como lo han demostrado Gracia (2005), Zaffaroni (2006) y otros, de la mano de Jakobs y Cancio (2003), este modelo adquiere un nuevo aliento para enfrentar los nuevos peligros (el terrorismo, la delincuencia organizada, el delincuente sexual, el tráfico de personas, la pornografía infantil, la multirreincidencia, etc.).
Un trabajo...

Índice

  1. Portada
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. Consideraciones editoriales
  5. Introducción. Indignación, reflexión y resistencia
  6. Primera parte Algunas preguntas centrales del abolicionismo penal: por qué, cómo y cuándo abolir el sistema penal
  7. Segunda parte De las cifras y las vergüenzas. Razones de más para la abolición de la máquina del dolor
  8. Tercera parte ¿Hay vías de escape al derecho penal hoy? Reflexiones urgentes