La crisis catalana
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Una oportunidad para Europa

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Una oportunidad para Europa

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La crisis catalanaUna oportunidad para Europa"La crisis catalana es una crisis europea, y no solo española. Pone a prueba a la Unión Europea y la obliga a demostrar si está dispuesta a situar los intereses de los ciudadanos por encima de los de algunos Estados miembros."— Carles PuigdemontTodo el mundo fue testigo de lo acontecido el 1 de octubre de 2017 en Cataluña. Unos sucesos que han sido valorados desde múltiples y controvertidos puntos de vista según quién los explica, que fueron el detonante de una frenética sucesión de acontecimientos que han mantenido en vilo no solo a Cataluña, sino también a España y Europa, y que han llevado a varios miembros del gobierno de la Generalitat a la cárcel y a otros al exilio.Este libro, surgido de la iniciativa de una editorial belga que vio la necesidad de explicar el caso catalán a la ciudadanía europea, brinda a Carles Puigdemont una ocasión única para exponer su punto de vista sobre la crisis catalana. Se trata de una oportunidad de oro para que los lectores puedan forjarse su propia opinión sobre la mayor crisis política de la democracia española mediante el testimonio de primera mano de uno de sus principales protagonistas, entrevistado por un experto en política europea totalmente ajeno al conflicto.Durante sus largas conversaciones con el periodista Olivier Mouton, Carles Puigdemont explica las motivaciones del pueblo catalán, no renuncia al sueño de su independencia y anhela que se reconozca su derecho a la autodeterminación. Pero por encima de todo, Puigdemont esgrime que lo que impulsa este proyecto es un deseo de democracia radical, hecha a medida del ciudadano y constata que la crisis abierta en Cataluña es una gran oportunidad para que la Unión Europea demuestre si es capaz de situar los intereses de sus ciudadanos por encima de los de sus Estados miembros.

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Información

Editorial
Librooks
Año
2018
ISBN
9788494957857
1
«De niño no podía llamarme Carles»

Las raíces de mi voluntad
de independencia
La idea de independencia es natural para mí. Soy catalán porque me siento catalán. No es que yo decidiera un día que quería ser así. La cuestión de la catalanidad siempre ha estado presente en nuestra familia, como en muchas otras familias de Cataluña. Mi madre se acuerda de que cuando era pequeña, en Barcelona, si hablaba catalán le contestaban: «¡Hable usted en cristiano o haga el favor de callarse!». Hablar catalán en público estaba prohibido y ella no comprendía por qué. El 28 de julio de 1940, el gobernador civil de Barcelona aprobó un decreto para conseguir «el restablecimiento del uso exclusivo de la lengua nacional en todos los actos y relaciones de la vida pública en esta provincia». No fue sino una de las numerosas medidas oficiales contra la lengua catalana decretadas por las autoridades fascistas.
Yo no estudié en catalán. Hablaba catalán en casa y con mis amigos en la calle, pero durante la época de Franco estaba prohibido utilizarlo en la escuela, en las relaciones con la administración, en los medios de comunicación, en los acontecimientos públicos… No sabía escribirlo y no había casi nada que leer en catalán. Para nosotros, el español era la lengua de la autoridad. No lamento hablar español; al contrario, me gusta mucho su literatura y lo escribo sin ningún problema. Pero éramos literalmente analfabetos en nuestra propia lengua, y hace trescientos años que esto dura. Nos prohibieron hablar catalán en las administraciones, en la justicia y en los comercios, y aún queda algo de aquello: un juez que venga a trabajar a Cataluña no está obligado a saber catalán. Y eso no es normal, porque induce la autocensura en nuestra propia lengua, por temor a ser juzgados de modo diferente si hablamos en catalán.
En mi familia hablamos de política desde hace mucho. Mi bisabuelo fue alcalde a comienzos del siglo xx. Mis dos abuelos vivieron la Guerra Civil: uno pertenecía a la derecha católica catalanista y apoyó, sin entrar en acción, el bando de Franco; y el otro tuvo que exiliarse a Francia tras la caída de Barcelona, porque permaneció leal a la república. Pasó por diferentes campos de internamiento, y sus últimas cartas a la familia son de 1943. Después, el silencio y la desaparición. En 1979, mi tío fue el primer alcalde demócrata elegido en mi pueblo, Amer, tras la muerte de Franco en 1975. Todos los lunes había un debate en el comedor de casa, y en él participaban curas comprometidos, porque la Iglesia catalana tuvo un papel importante en la restauración de la democracia y la lucha antifranquista. Allí se discutía la situación y se evocaba el regreso del presidente catalán en el exilio. Yo escuchaba. No sabía casi nada de Cataluña ni de su historia. En la escuela se hablaba de ella como parte de España y punto. Yo ni siquiera sabía que tuviéramos un presidente en el exilio. Mi conciencia política se desarrolló en aquella época. Entonces estaba en un internado, en las montañas. Por las noches estábamos solos y discutíamos mucho sobre lo que iba a pasar. Eran las primeras inquietudes.
A partir de la muerte de Franco, empieza a producirse una liberalización de la expresión, de las publicaciones, de las conferencias y de los artículos en la prensa. Se abre una ventana y descubrimos muchas cosas que antes nos habían ocultado. De ese periodo posfranquista, en Europa se recuerda sobre todo la movida, esa gran corriente de liberación cultural que se hace posible gracias a la transición democrática española, aunque su foco principal es Madrid. En Cataluña se siente más la necesidad de recuperar la autonomía, de conocer nuestra historia, nuestra lengua, nuestra cultura. En aquella época me doy cuenta de que si habíamos sido un Estado durante tantos años, con sus constituciones e instituciones hasta que trescientos años atrás perdiéramos la Guerra de Sucesión a la corona española, entonces sería perfectamente posible volver a pensar en ello. Se trata, a mi juicio, de una aspiración democrática. ¿Sin ponerse ningún límite? No. Los límites son los que marca la decisión democrática. Durante toda aquella época, nos planteábamos muchas preguntas al respecto de qué es la democracia. Literalmente, tuvimos que educarnos en esa cultura política, nueva para nosotros debido a la camisa de fuerza franquista que había mantenido al país adormecido durante tantos años. En aquel momento, en plena adolescencia, es cuando tomo conciencia de que soy una persona no violenta, pacifista, ecologista, antirracista. Admiro la causa de Martin Luther King, deseo convertir la democracia en mi lucha, pero sin utilizar nunca las armas, sin jamás imponer nada a otros por la fuerza. Mi generación está convencida de que es necesario que todos nos entendamos, desde los comunistas hasta los más conservadores. Y yo aspiro a que se me reconozca como independentista, con derecho a defender la independencia como los demás tienen derecho a defender sus convicciones ideológicas.
En 1983, me afilio a un partido que no es, hablando en propiedad, independentista: Convergència Democràtica de Catalunya. Es el partido de Jordi Pujol y lo que reclama es más autonomía. Soy consciente de que es necesario un tiempo para convencer a los catalanes de la utilidad de esa independencia. La construcción de un país debe ser resultado de ese esfuerzo y de la voluntad de una mayoría de ciudadanos. En esa época, acepto que todavía hay una mayoría contraria a la independencia. Mi verdadera vocación, sin embargo, es el periodismo. Había empezado a escribir en la prensa a los dieciséis años, pero ya antes era un apasionado de la profesión y cuando estaba en casa leía el periódico todos los días. Estoy convencido de que la mejor manera de contribuir a una sociedad democrática consiste en practicar la libertad de expresión e información ejerciendo mi oficio. Es la mayor garantía posible para contribuir a ese objetivo. Mi propósito, además, es ofrecer una mirada catalana sobre nuestra sociedad, ausente durante todo el periodo franquista. Hasta la creación de El Punt el 24 de febrero de 1979, en Girona solo existía un periódico, que entonces pertenecía a la cadena de información del Movimiento Nacional de Franco, el partido único del régimen. Al crear El Punt, sus impulsores hicieron por fin posible en Girona lo que había estado prohibido en los tiempos franquistas: un periódico catalán, escrito en catalán y con un punto de vista editorial independiente para contar historias de Cataluña, sin apriorismos centralistas ni sometidos al poder. La creación de esta cooperativa fue posible gracias al respaldo de donaciones de crowdfunding, hasta que un empresario la profesionalizó. Se trataba, en definitiva, de hablar de nosotros, y no de todo lo que la prensa oficial había estado contando durante cuarenta años. Una verdadera libertad. Esta dinámica había empezado en Barcelona con el diario Avui, y después se reprodujo en cada región de Cataluña. En Girona, esa tarea nos correspondió a nosotros. La libre expresión se hizo posible, por fin, tras la muerte de Franco. Tuvimos que esperar un largo tiempo para llegar a ese momento de libertad.
Cuando nací, mis padres no pudieron inscribirme en el registro municipal con el nombre que ellos querían: Carles. Tuvieron que llamarme oficialmente Carlos, en español. Solo después de morir el dictador fue haciéndose posible, poco a poco hasta la ley de 1983, la normalización pública del catalán. Mis padres pudieron entonces cambiarme el nombre en la administración. Nuestra vida cambió. Aquella libertad de pensamiento supuso un gran descubrimiento para mí. ¿Qué nos impedía pensar en una Cataluña independiente que fuera resultado de un proceso pacífico? ¿Por qué no construirla poco a poco, introduciéndola en el imaginario colectivo como algo posible y deseable? Políticamente, siempre he trabajado con partidos que aceptaban una Cataluña dentro de una España democrática y descentralizada, asumiendo que eso podría hacerme cambiar de opinión. En el plano intelectual, todavía estoy convencido de que puede ser así. Pero más de cuarenta años después de la muerte de Franco, la experiencia, lamentablemente, nos proporciona suficientes argumentos para afirmar que durante todos estos años esa relación no ha sido posible. A mi juicio, la independencia permitiría poner fin a todos los problemas históricos entre nosotros y gestionar nuevos lazos fundados en la igualdad y el respeto, a partir del reconocimiento mutuo.
Durante el verano de 1991, mi convicción de que el camino hacia la independencia es factible se refuerza aún más con motivo de un viaje a Eslovenia, cuando esta antigua república yugoslava logra su independencia. Entonces despierta mi interés el llamado Movimiento de Naciones sin Estado de Europa: Flandes, Córcega, País Vasco, Escocia, Irlanda del Norte, Bretaña… Los independentistas catalanes seguimos con gran interés los acontecimientos que en ese momento se están desarrollando en el antiguo bloque del Este. Tras la caída de la Unión Soviética, se genera un importante movimiento de emancipación nacional que comienza con Lituania y los Estados bálticos. En Cataluña, tal vez no estamos aún preparados para seguir esos ejemplos, pero con ellos de repente se hacen posibles procesos independentistas susceptibles de cambiar el mapa de Europa. Yo deseo asistir en directo a aquellos movimientos históricos. Antes de que comenzara la guerra en la antigua Yugoslavia, había tenido ocasión de participar en un congreso de periodismo en lenguas minoritarias. Allí había vascos, estaba yo como catalán y una periodista eslovena que nos contó lo que podría pasar en su país. En una de nuestras conversaciones, yo le había dicho que si conseguían la independencia me gustaría hacerles una visita. Aquel deseo respondía a un interés periodístico y a mis convicciones políticas. Así pues, cuando se inicia la corta guerra de Eslovenia, a finales de junio de 1991, unos amigos y yo nos vamos en mi coche a Liubliana. Tengo ocasión de entrevistarme con miembros del primer Gobierno esloveno, quienes me explican la vía para hacer realidad sus aspiraciones. Para mí no es ninguna revelación, sino la confirmación de que es posible, aunque soy consciente de que para Cataluña es todavía demasiado pronto, porque aún no existe una mayoría política favorable para recorrer ese camino. Con todo, más que nunca, en mi interior tomo conciencia de que aquello es perfectamente factible en un futuro.
En aquel momento, en España continúa el debate sobre los modelos vasco y catalán. Desde el franquismo, una parte del movimiento independentista vasco se ha decantado hacia el terrorismo y está provocando la muerte de muchas personas. Una ínfima parte del movimiento independentista catalán parece fascinada por aquel estallido de violencia y opina que somos unos idiotas, porque nunca conseguiremos nada hablando de paz, mientras que allí sí tienen el valor de llevar a cabo una lucha armada. Yo me enfrento entonces a quienes están convencidos de que la vía violenta puede acelerar el reconocimiento de nuestras reivindicaciones. Algunos incluso están seguros de que los vascos tendrán éxito por esa vía. Yo, por el contrario, estoy convencido de que terminará mal. Además, me opongo sin rodeos a cualquier violencia, por más que simpatice con las aspiraciones del movimiento vasco y mantenga contactos con algunos independentistas vascos. Pero rechazo el terrorismo. Durante todos aquellos años, multiplico los esfuerzos en mi entorno para evitar cualquier riesgo de desestabilización en Cataluña similar al del País Vasco. El pacifismo es una convicción profundamente arraigada en mí, aunque pueda retrasar el reconocimiento de que en Cataluña existe una reivindicación independentista. En nombre de esa misma aspiración a la no violencia, el modelo yugoslavo tampoco constituye un ejemplo que pueda seguirse. En Eslovenia, mueren más de sesenta personas, por más que la guerra se termine con rapidez. Al llegar, veo las barricadas, los militares en las calles… Lo repito: soy alérgico a la utilización de las armas. Ni siquiera he hecho el servicio militar. Lo que luego sucede en la antigua Yugoslavia, en Serbia o en Bosnia es espantoso, con aquellas oleadas de depuración étnica y miles de muertos. La ausencia culpable de la Unión Europea en aquel momento crítico me hace reflexionar mucho. Es la primera ruptura con el ideal comunitario.
La vía pacífica es la única que nos podemos permitir. De ningún modo podemos acabar como en el País Vasco, con miles de víctimas de un lado y del otro, con presos, con atentados, con familias rotas… Es horrible. Nunca desearía una cosa así para mi país. Esto es coherente con mis elementos fundamentales de reflexión y mi deseo de hacer política de forma democrática. Y también hay valores cristianos básicos en esa convicción de respetar al ser humano. Digamos que me reconozco como cristiano de base. Sí, soy creyente, pero muy crítico con la Iglesia católica, porque sus actitudes la han ido alejando mucho del cristianismo con el transcurso de los siglos. El cristianismo es para mí una manera de vivir en paz con todos, partiendo siempre de la fraternidad y el respeto al otro, sea quien sea. Podemos actuar según nuestras convicciones y, al mismo tiempo, dejar que los otros actúen de acuerdo con las suyas. Y para mí es así como debería ser Europa. Es cierto que eso no ha impedido que Europa le haya mostrado al mundo la peor cara de la política, ya sea con el nazismo, el fascismo, el imperialismo o el totalitarismo estalinista. Pero ha sido precisamente en los momentos en que Europa se ha alejado de los principios fundamentales de la democracia cristiana cuando ha incurrido en los errores terribles de todos conocidos. No hace falta decir que este enfoque debe ser compatible con una concepción necesariamente laica del poder público.
El año siguiente de mi viaje a Eslovenia, en 1992, se celebran en Barcelona los Juegos Olímpicos. Este acontecimiento cambia la cara de la ciudad de forma profunda. Para ser justos en el plano histórico, debe reconocerse que los Juegos son un éxito. Pero cabría añadir algo más: las restricciones para ondear banderas catalanas durante los Juegos y la detención, absolutamente ilegal, de independentistas catalanes unos meses antes de que comenzaran. Algunos amigos míos son encarcelados y torturados. Más adelante, España será condenada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por no haber llevado a cabo una investigación al respecto de esas torturas. Esta represión del movimiento independentista pretende ocultar la realidad a los periodistas. En 1992, el Estado le vende al mundo la imagen de una España moderna y abierta, y todo el mundo la compra sin cuestionarla en lo más mínimo. Debo reconocer que incluso mi partido aplaude entonces la modernización de España, pero durante ese periodo no se produce ningún cambio sustancial. No hay un cambio profundo en la manera en que se organiza el Estado, ni se da ningún paso significativo hacia un mayor respeto a las diferentes nacionalidades que cohabitan en España. El fondo de la cuestión que ocupará toda mi vida ya está entonces presente. La Constitución española habla de diferentes «nacionalidades y regiones». Esta terminología se añadió durante la negociación del nuevo texto en 1978. ¿Por qué esa distinción semántica? En aquel momento creímos que se reconocía a Cataluña como una «nacionalidad», pero los hechos han demostrado que no se la ha considerado de un modo diferente a cualquier otra región administrativa. La realidad no se ajusta a lo que nos parecía leer en los textos. Era un engaño, una suerte de espejismo. Y eso fue lo que se acabó plasmando en la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 contra el Estatuto de Autonomía, que retomaremos más adelante y que nosotros consideramos un golpe de Estado. Fue aquella sentencia la que suscitó esta cuestión: ¿hemos de resignarnos a ser españoles de segunda, o debemos considerar que ha llegado el momento de pasar a la acción, aunque sea difícil, para poder ser por fin nosotros mismos?
Mi cambio de orientación hacia la política activa durante la década del 2000 fue puramente accidental. Había decidido no mostrar mi compromiso de ese modo, salvo quizá con la perspectiva de convertirme en alcalde de mi pueblo una vez jubilado, a fin de dedicar mi tiempo a los demás. Pero no quería hacer de ella una profesión. Detestaba esa idea tanto como la tendencia al sectarismo de los partidos, y la sigo detestando hoy. Aunque milite en un partido, tengo la máxima estima por la libertad de pensamiento. Para mí, la democracia consiste en eso; no es una religión. Aborrezco los dogmas, me gusta cultivar la duda y siempre estoy dispuesto a cambiar de opinión para entenderme con los demás. Así que no me veía como un buen político. Además, amaba el periodismo, era una pasión que me proporcionaba la libertad de hablar, de expresarme también de manera crítica. Me casé y conseguí una estabilidad profesional, fundé la Agència Catalana de Notícies y me sentía bien con esa actividad, por más que de vez en cuando ayudara a mi partido en cuestiones de comunicación. Pero en 2006, el candidato propuesto por mi partido para las elecciones locales de Girona —en uno de los peores momentos de mi formación política, tras haber perdido las elecciones autonómicas y haber sido desalojados del poder en muchos lugares— empieza a recibir amenazas de muerte, contra él y su familia, sin que nadie sepa la razón. Al final, renuncia a su candidatura unos meses antes de las elecciones. Su abandono causa una conmoción, y mi partido piensa entonces que no tiene nada que perder y que es el momento de asumir riesgos. Yo nunca me había presentado en ninguna lista, jamás había pedido nada y permanecía apartado de esa galaxia. Si se trataba de polemizar, me invitaban. Eso era todo. Entonces, sin que yo me lo espere, me preguntan: «¿Y por qué no tú?». ¿Cómo? ¿Yo? ¿Un tío de pelo largo al que le gusta el rock and roll y que no se viste como un político? Simplemente, yo no daba la imagen típica de mi partido. Sin embargo, en mi interior se dispara algún mecanismo. En la historia de mi part...

Índice

  1. Prólogo a la edición en castellano. Carles Puigdemont
  2. Introducción
  3. 1 «De niño no podía llamarme Carles». Las raíces de mi voluntad de independencia
  4. 2 «El golpe de Estado de Madrid». Los orígenes de la crisis
  5. 3 «Somos pragmáticos, no nacionalistas». La responsabilidad de Madrid
  6. 4 «En Bruselas busco a Europa». Mi exilio en Bélgica
  7. 5 «Estaba preparado para ir a la cárcel». Mi detención y mi lucha en Alemania
  8. 6 «Mi modelo es Nelson Mandela». La resistencia no violenta
  9. 7 «Nos han faltado al respeto». La represión española
  10. 8 «La Cataluña del Barça». El inestimable apoyo social
  11. 9 «Cataluña es un laboratorio ciudadano». El proyecto alternativo de un Estado catalán
  12. 10 «Europa está en crisis». El silencio de la Unión Europea
  13. 11 «Mis Estados Unidos de Europa». Mi proyecto para una Unión renovada
  14. 12 «Mi propuesta para salir de la crisis catalana». Mis ideas para una mediación