IX
Lo trágico y la interpretación
Deseo mimético y chivo expiatorio: Girard
El núcleo fundamental de la antropología filosófica de René Girard (1923) consiste en una interpretación del nacimiento de la vida social (y, por tanto, de la transfiguración de la violencia, así como, conjuntamente, de la génesis del mito) basada en la hipótesis del «chivo expiatorio». La comunidad, en su nacimiento, necesita reducir (o bien, controlar) la violencia endógena; pero también debe, no obstante, conservarla y transfigurarla, con el fin de conservar las propias diferencias internas, exorcizando así el riesgo de una recaída en el caos, es decir, de lo «indiferenciado». A esto se remontaría el origen de las prácticas sacrificiales y, por las mismas, de la matanza del chivo expiatorio como acontecimiento fundacional del orden social, así como del consiguiente y gradual desplazamiento de su funcionamiento. Esto contribuiría a explicar el surgimiento de los mitos, cuyo contenido ritual es, según Girard, sustancialmente siempre el mismo (lo que varía sería su representación): el logro del linchamiento, que necesita reconducir de diversas maneras igualmente el nacimiento de las instituciones y de los correspondientes productos del imaginario. Pero, de esta manera, una vez reconducido hacia fundamentos rituales y simbólicos propios, también el logos y el orden impuesto por el mismo no serían otra cosa que la enésima ocultación, el desconocimiento extremo (pero necesario) del violento origen de la comunidad.
En este marco, la tragedia es interpretada por el antropólogo francés como un acontecimiento estético-representativo en el que «se conserva el ocultamiento y en el que este espera ser reconocido en cuanto tal». Como escribe Girard:
Los historiadores están de acuerdo en situar a la tragedia griega en un período de transición entre un orden religioso arcaico y el orden más «moderno», estatal y judicial. Antes de entrar en decadencia, el orden arcaico debió de conocer cierta estabilidad, la cual no pudo apoyarse sino en el momento religioso, es decir, en el rito del sacrificio1.
La función de la tragedia consiste pues precisamente en explicitar aquella «contradicción de la estética mítica»2 que, sin embargo, debe permanecer excluida del logos: el concepto de «crisis sacrificial», pues esta es la forma más idónea para vehicular las dinámicas de sentido de dicho proceso.
Con todo, la hipótesis del chivo expiatorio contiene una ambigüedad. La víctima es de hecho representada por aquel individuo que, una vez muerto, permite el restablecimiento del orden de las diferencias; su sacrificio contiene pues un elemento de recomposición de la unidad rota, que de nuevo se revela funcional para la vida de la polis. Tal es el significado, solo aparentemente antitrágico, pero en realidad perfectamente coherente con la esencia de la lógica del sacrificio, de la trama de Edipo en Colono de Sófocles, cuyo protagonista ha colgado los hábitos, «cuya infame mácula era receptáculo de la vergüenza universal», de quien fuera el héroe en Edipo rey3. Se trata de un efecto que bien podría definirse como farmacéutico en un sentido que, nos recuerda Girard, «no ha de extrañarnos, puesto que la palabra pharmakon, en griego clásico, significa al mismo tiempo el veneno y su antídoto, el mal y el remedio».
Esto podría ayudar a explicar tanto las razones profundas del rechazo platónico de la tragedia (que, no por casualidad, «se traduce en otra nueva expulsión» de la ciudad ideal, «la del poeta», que el filósofo considera una especie de doble, de hermano-enemigo4), como la elaboración y las dinámicas de funcionamiento de la doctrina aristotélica de la catarsis, en virtud de la cual, a la representación del drama teatral le corresponde la función de una especie de rito, «la oscura repetición del fenómeno religioso»5, cuyo significado ciertamente Aristóteles rehúye aclarar; precisamente por esto, sin embargo, también tal olvido podría leerse como un «desplazamiento sacrificial». Ambas teorizaciones se desarrollaron en una época en la que la «crisis trágica» ya había sido totalmente superada, lo que, por otro lado, no hace sino demostrar que estas son, oculta e inconscientemente, dictadas por aquella misma «lógica mimética» que, durante la era trágica, hallaba una problemática exhibición en los escenarios.
En la historia de lo trágico como género literario, Girard ha demostrado que a la obra de Eurípides le corresponde una consideración especial, debido a su doble naturaleza trágica y, a la vez, lógica. Esta se presta pues a exhibir de un modo adecuado la estructura significativa del fenómeno religioso en la estabilización de la comunidad humana con todas sus diferencias (con Dioniso como dios del linchamiento). Por otro lado, la obra de Eurípides ofrece la mejor lectura para entender el sentido de la transición de la tragicidad clásica a la tragicidad cristiana, en la que la revelación evangélica, al exhibir el sacrificio de la víctima inocente, muestra también el desenmascaramiento del propio mecanismo de la violencia sacrificial. Lo que significa: Jesucristo muestra plenamente la función farmacéutica del chivo expiatorio, ofreciendo así a la modernidad cristiana una chance (si bien, casi siempre desatendida) de comprensión y de emancipación de la propia violencia de sus fundamentos.
En la tradición judeocristiana, y sobre todo en los Evangelios, quien esté dispuesto a renunciar a una lectura meramente «sacrificial» del acontecimiento y del mensaje de Jesucristo (lectura que, no obstante, está en parte históricamente justificada, en la medida en que relaciona el mensaje cristiano con la esencia general del mito, sin tener sin embargo en cuenta su peculiaridad) puede hallar la señal más auténtica de la «revelación». Pero es necesario aclarar un posible equívoco: Girard reivindica la absoluta aconfesionalidad y positividad científica de su método de investigación. Es más, gracias precisamente a tal perspectiva metodológica, es capaz de identificar la peculiaridad del mensaje cristiano en el hecho que, en los Evangelios, la condena del inocente desenmascara la propia dinámica de la producción de lo sagrado, es decir, la violencia subyacente en el mito. Por tanto, también en este sentido la modernidad cristiana puede entenderse a sí misma como el final de lo sagrado: «Pienso, de hecho –afirma Girard, presentando una paradoja solo aparente, si consideramos las premisas anteriores–, que se debe suprimir lo sagrado, porque este no desempeña ningún papel en la muerte de Jesús […]. Cristo no renace de sus propias cenizas como el Ave Fénix, no juega con la vida y con la muerte como una especie de Dioniso; esto queda de hecho demostrado también por el tema de la tumba vacía»6.
A Girard, ciertamente, no se le escapa la persever...