IV. La cabeza
En el tiempo en que me esforzaba en poner sobre el papel la historia de Kostas sobre el maestro Iorgu, el signore Galeazzo empezó a dar señales cada vez más evidentes de locura. Decidió no abandonar nunca más su habitación, ya que pensaba que sus achaques solo se debían a los cambios de aire y temperatura. Olfateaba durante un buen rato las comidas que le llevaban a la cama, temeroso de ingerir alguna cosa insalubre, y la cocinera fue despedida el día en que al chiflado le pareció detectar en la menestra un olor sospechoso. Poco tiempo después le tocó el turno al lacayo al dejarse una ventana abierta, algo imperdonable en la vivienda, que nunca se ventilaba, del signore Galeazzo.
Un día, con los ojos encendidos por una insana congestión, el enfermo imaginario me confesó que yo era el único en quien confiaba, y que tenía pensado dejar en mis manos todos los asuntos de la casa. Para ganarse mi aprobación, me ofreció unas joyas que pronto irían a parar a una casa de empeño, ya que Kostas necesitaba buenos y abundantes alimentos.
Así llegué a ser la mujer para todo del signore Galeazzo.
Le limpiaba su madriguera, le hacía la compra, cocinaba y lavaba y trabajaba más duro que una criada, pero sobre todo tenía que cuidar de su salud, es decir, calentar con el calor de mi cuerpo sus escuálidos músculos, desnudo durante horas enteras en el nido del amo, que me manoseaba con desvergüenza.
Después, como llegaba tarde a casa, tenía que soportar las broncas de Kostas Venetis, enfadado por mis ausencias y cada vez más preocupado por no poder acabar su historia. De día era la criada del signore Galeazzo y de noche, la de Venetis.
Le tenía asco al signore Galeazzo y empecé a tenerle pavor a Kostas, que me confesó temer que un día pudiera ser capaz de volarme los sesos en un arrebato de ira. Después me acarició la cara con sus hábiles dedos de prestidigitador y me dijo que, a pesar de todo, yo tenía alma de flor y de mariposa.
La noticia recibida del infante Mihalache —continuó Kostas Venetis— me dio a entender que tenía que aunar todas mis fuerzas y callarme delante del juez de instrucción.
Pronto me trasladaron desde la celda a una habitación bastante limpia, donde me estaba permitido recibir las visitas de Manoil. Ya no comía con el resto de los ladrones las gachas aguadas de la olla comunitaria; el carcelero me traía el almuerzo y la cena de un bar cercano y después me los servía él mismo, inclinándose ante mí como si yo fuese un hijo de boyardo.
Poco a poco, los recuerdos de la noche sangrienta empezaron a diluirse. Aunque me culpaba por la flaqueza que mostré en aquel momento, considerando que no estaba a la altura de mi pecaminosa naturaleza, culpaba también a la suerte que me había arrojado al calabozo, echando por tierra mis planes de venganza contra los taberneros.
Manoil venía a verme cada día. Me indicaba las repuestas que tenía que dar al juez de instrucción y me aconsejaba que no perdiese la calma y que tuviera esperanza; el poder del infante Mihalache pronto me devolvería la libertad. En la práctica, los interrogatorios se habían espaciado y el juez ya no me pinchaba con preguntas capciosas como al principio; parecía haber perdido interés en demostrar que yo era un asesino. Por Manoil me enteré de que mi crimen había ocupado durante un tiempo las portadas de los periódicos. Sobre la nariz cortada del maestro Iorgu los periodistas hacían las más estrafalarias suposiciones, y se referían sobre todo al ritual de una secta griega cuyos secretos, se supone, el viejo había traicionado. Por boca del secretario del infante Mihalache también supe que tampoco los taberneros de Podul Calicilor se habían librado de la investigación policial. Calomfir, al que la enfermedad había sometido casi por completo, testificó contra mí en el lecho de muerte y declaró que había escuchado con sus propios oídos cómo amenacé de muerte al maestro Iorgu.
No hace falta decirte que las noticias que me trajo Manoil desataron en mí un odio furibundo contra el tabernero. No me bastaba con que Calomfir hubiese pagado su ingratitud con su vida, mi mente había ideado contra él y Frosa planes mucho más atroces, cuyo cumplimiento se frustró al estar encadenado y en prisión. Pensar que el tabernero iba a morir antes de la ejecución de mi venganza me llevó hasta el umbral de la cólera; sentía un sabor a hiel en el fondo de la garganta al comprender que, por el momento, estaba a merced de la cárcel y del carcelero y, sobre todo, del capricho del infante Mihalache para sacarme o no de allí según su libre albedrío.
De estos oscuros pensamientos solo me aliviaban las visitas de Manoil, al que esperaba como una bendición.
Durante una de esas visitas, cuando se cercioró de que no había ni un alma que le pudiera escuchar, el secretario del boyardo me abrió su corazón y me contó cómo llegó a ser el sirviente del infante Mihalache. A través de la historia de Manoil, que tú te cuidarás de poner sobre el papel, sin quitar ni añadir nada tuyo, iba a averiguar otros subterfugios de la política, pero sobre todo iba a conocer hasta dónde podía llegar el poder del tuerto boyardo, que no se contentaba con cobrar impuestos a los negociantes y diezmar a los bandidos.
Debes saber que ya había visto en varias ocasiones cambiar de forma repentina el color de la cara de Manoil y tener raros pensamientos que le hacían fruncir el ceño y le dibujaban profundas arrugas en la comisura de los labios. Cuando le preguntaba acerca del motivo de estos pensamientos fugaces, el secretario del infante Mihalache se limitaba a levantar los hombros, mantenía la mirada vacía y se quedaba callado y arisco, abrumado por el peso de sus dolorosos recuerdos.
Estoy seguro de que le costó decidirse a confesarme el gran secreto de su vida, ya que este estaba relacionado con unos asuntos políticos tan endiablados y misteriosos que, de conocerlos, podían poner en peligro tu juicio y tu vida.
Al final, Manoil habló y así llegué a conocer la multitud de acontecimientos que lo habían involucrado en un crimen político cuyos ocultos hilos manejaba el infante Mihalache y que se entretejían hasta el gabinete del príncipe Cuza. Al referirme estos hechos, que habían ocurrido hacía más de diez años, el secretario del boyardo revivía todo el sufrimiento y el terror de entonces: una palidez mortal invadía su bello rostro, las palabras se revolvían en su boca y a menudo detenía su relato y me lanzaba erráticas miradas en las cuales me parecía vislumbrar una chispa de locura.
La historia de Manoil
Tal y como te había dicho —comenzó Manoil—, mi familia pertenece a una de las más altas aristocracias rumanas. Si hoy en día de todo lo que tuvimos en el pasado solo nos queda el brillo de un apellido ilustre, es por culpa de mi abuelo, hombre pérfido y juerguista que logró dilapidar todo lo que habían acumulado sus antepasados, con gran esfuerzo y sabiduría, durante centenares de años. Cuando nací, mi padre solo poseía una pequeña finca en el corazón de Bărăgan que, mal administrada, porque mi padre fue desde joven un bebedor empedernido y se volvió muy indolente, nos aportaba un rendimiento muy modesto. Vivíamos al día, acosados por los acreedores y expuestos a los chismorreos de los salones de la nobleza, verdaderas colmenas de maldad y palabrería.
Mi hermana y yo éramos la única alegría de nuestra madre, que se esforzaba en darnos la mejor educación. Desde pequeño aprendí francés, alemán e inglés, y una biblioteca bastante copiosa me despertó desde muy temprano el placer de la lectura. Con doce años ya escribía versos repletos de sauces llorones y claros de luna que humedecían los ojos de borracho de mi padre, que preveía para mí una brillante carrera política y no tardó en empezar a preparar mi futuro.
Por entonces comencé también a sentir los primeros temblores de la carne y descubrí con espanto que me atraían más los hombres que las mujeres. El que más me gustaba era un mozo de mi padre con el que iba a veces a bañarme para poder así admirar su cuerpo perfecto —una mezcla de fuerza y gracia como pocas veces se ha podido observar en los bajos estratos sociales rumanos, donde la miseria lastima los cuerpos desde muy temprano—.
Mis primeros versos de amor no estuvieron dedicados a ninguna virgen vestida de blanco sino a un joven campesino que me hizo su mujer y que después presumía delante de la servidumbre y de los labradores de la finca de haber dado por culo al joven boyardo.
La pequeña finca de mi padre lindaba con la del boyardo Barbu, uno de los más destacados cabecillas de la política de entonces, del cual se decía que era la mente más brillante de los principados rumanos. Mi padre acostumbraba a visitarlo una vez al año (por culpa de nuestra pobreza no podíamos tener la puerta abierta todo el tiempo a las casas nobles) y durante una de sus visitas le habló de mis pinitos poéticos. El boyardo Barbu se mostró interesado. Por orden de mi padre, un domingo me emperifollaron como a una novia en su banquete de boda, cogí el cuadernillo con mis apuntes y me fui con mi padre a la finca del boyardo.
Un camino flanqueado por inmensos árboles, traídos por Barbu desde tierras lejanas, nos llevó hasta las escaleras del caserón, grande como un palacio, del que mi padre decía que tenía treinta y dos habitaciones. Fuimos conducidos al gabinete de trabajo del amo, una habitación amueblada con austeridad donde nos esperaba un hombre de perilla poblada, elegante y majestuoso, que tendió, distraído, dos dedos a mi padre. Después me miró con ojos entreabiertos como si fuera un bicho raro, despeinó con sus alargados dedos mi negra melena y me dio un bombón de chocolate.
Comprendí que estaba delante del boyardo Barbu, al que mi padre habló muy animado de mis humildes estrofas mientras se enjuagaba de vez en cuando la boca con el coñac francés del anfitrión.
Intimidado por la poblada perilla del boyardo leí, a sugerencia de mi padre, algunas poesías, con la cara encendida y trabándome la lengua.
El boyardo Barbu escuchaba con el ceño fruncido y cuando acabé la lectura soltó una risa corta y despeinó otra vez mi larga melena de poeta. Me dio unas palabras de ánimo y me pidió que le hiciera algunas copias de los versos que había leído, que tenía pensado enviar él mismo, acompañadas por una recomendación, a la dirección de una conocida revista literaria de Bucarest.
Entonado por el coñac y por las promesas del boyardo Barbu, mi padre estaba resplandeciente. Me dio un empujón en el costado (era su modo de demostrar su afecto) y me ordenó besar la mano repleta de esmeraldas y amatistas del anfitrión, que miraba ahora por encima de nuestras cabezas y parecía ignorar nuestra presencia.
Con el apoyo del boyardo Barbu empecé a publicar en las páginas de unas cuantas revistas que había por aquel entonces en Iaşi y Bucarest. Mi padre estaba muy orgulloso de mí y a menudo me decía que había sido elegido por Dios ...