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Una semana después recibí la triste noticia de que mi buen amigo el nkosi Nkanyiso Biyela había muerto. Ya no era joven, hacía tiempo que no se encontraba bien y ni los expertos cuidados de mi propio médico habían evitado su fallecimiento. Hacía dos semanas habíamos estado juntos, sentados aquí fuera, y pese al calor subtropical el jefe había temblado descontroladamente, aun cuando llevaba una manta sobre los hombros.
La tribu guardaba un profundo duelo y su llanto resonaba por las colinas. Nadie vino a trabajar a Thula y supimos que funcionaríamos con servicios mínimos hasta que pasaran los tradicionales ritos funerarios reservados para la realeza, que durarían semanas. Todos los jefes zulúes son reyes de por vida, aunque el colonialismo hubiese degradado el título.
El nkosi Biyela era un hombre de su tiempo, un poderoso líder tradicional con un pie en ambos mundos. Comprendía el valor de la tradición empírica y también la necesidad de modernidad. Usando el tacto y la sabiduría, había iniciado la ingrata tarea de fusionar lo «antiguo» y comprobado con la profética «novedad».
Le sucedió Phiwayinkosi Biyela, el hijo que había tenido con su primera esposa. Yo apenas lo conocía. Asistí a la ceremonia de investidura con mis correspondientes regalos.
Los miembros de la familia me prometieron que organizarían una reunión con él, que nunca se materializó pese a mis frecuentes peticiones.
Muy pronto la autoridad del nuevo nkosi se puso a prueba. Poco después de que tomase el poder, se desbordó una disputa tribal latente y estalló la violencia. Oímos los tiroteos esporádicos que se producían en la aldea de Buchanana, situada a tan solo un kilómetro y medio de Thula. Aposté guardias en los límites del parque natural para asegurarme de que nada afectase a la reserva.
Después de intentarlo durante todo el día, finalmente conseguí hablar con la policía local.
—¿Qué pasa? —le pregunté al capitán, un simpático afrikáner recién llegado a la comisaría.
—Luchas entre grupos tribales —respondió con cansancio.
Justo lo que suponía. Se trata de disputas tan complejas y enconadas como las que se dan en los Apalaches; discordias tribales intestinas tan caóticas, sangrientas, ancestrales y brutales como la misma tierra. Pueden eternizarse y pasar de generación en generación, como venganza por la muerte de un hermano, o porque un hijo no olvida el fallecimiento de su padre.
Como suele ser habitual, esta disputa en concreto tenía que ver con la tierra. La aldea de Buchanana, la más cercana a la reserva, se había creado en la década de 1960, cuando las tribus zulúes próximas a Richards Bay fueron expulsadas para dejar sitio a la construcción del puerto, el mayor de toda África. A estos desafortunados simplemente los plantaron en territorio tradicional Biyela sin solicitar el permiso del nkosi, tal era la arrogancia del Gobierno del apartheid en aquella época.
A la sazón, el jefe del pueblo desplazado se llamaba Maxwell Mthembu, por lo que se les acabó denominando el pueblo Maxwell. Como era de suponer, las luchas entre los Maxwell y los Biyela no se hicieron esperar y se prolongaron durante años, hasta que Maxwell, cuyo clan estaba en inferioridad numérica, finalmente se doblegó y juró lealtad al nkosi Nkanyiso Biyela. A su vez, Maxwell fue nombrado induna, líder Biyela, y su pueblo continuó viviendo donde estaba, en territorio Biyela, y se integraron en el clan Biyela.
De este modo, el nkosi Biyela recuperó las tierras de su tribu con el mínimo derramamiento de sangre. Pero las lealtades tribales están mucho más profundamente arraigadas que los tratados de conveniencia forjados en una charla íntima. Los habitantes de Buchanana eran todavía muy «Maxwell».
Y ahora, con la muerte de Nkanyiso Biyela, los Maxwell habían revocado su juramento de lealtad al clan Biyela. Solo aquello ya era un asunto muy grave, pero es que además los Maxwell querían conservar las tierras que históricamente pertenecían a los Biyela. El clan Biyela estaba furioso. Grupos de ambos bandos tomaron las armas.
El enfrentamiento inicial fue breve y áspero. Luego siguieron escaramuzas clandestinas en forma de ataques aislados y emboscadas nocturnas. Todo esto pasaba justo al lado. Mi problema era que la mayoría de nuestros empleados era del clan Maxwell y venía de Buchanana. Aunque Nkanyiso Biyela era un buen amigo y mi relación con los Biyela era cordial, también conocía al líder de los Maxwell, Wilson Mthembu, que había sucedido a Maxwell después de su muerte, en la década de 1990. Mthembu tenía un gran problema entre manos y yo sabía que era imposible que su pueblo ganase la guerra, pero apoyar abiertamente a los Biyela teniendo a los Maxwell de inmediatos vecinos sería como hacer malabares con unas brasas. Era una situación perjudicial desde todos los puntos de vista y decidí mantenerme neutral. De modo que me limité a cruzar los dedos y esperar a que el nuevo nkosi Biyela solucionara cuanto antes la disputa.
Para un occidental, incluso para alguien tan integrado como yo, la política tribal de los zulúes es complicadísima. Pronto descubrí, para mi consternación, que en lugar de ser un observador imparcial, de pronto me había convertido en un personaje central de aquel embrollo. Aguardando en un segundo plano, la camarilla de ganaderos seguía al acecho. Los ganaderos codiciaban las tierras de Royal Zulu y querían torpedear el proyecto del parque natural. Yo sabía quiénes eran porque me habían sometido a un hostil interrogatorio en la reunión tribal donde había promocionado el proyecto, pero no conocía más detalles. Siempre que preguntaba, mis informantes se limitaban a encogerse de hombros y decir: «Son los dueños del ganado».
Igual que los Maxwell habían visto la muerte de Nkanyiso Biyela como un momento conveniente para declarar la independencia, la camarilla de los ganaderos vio en el deceso del muy estimado nkosi y en las hostilidades con los Maxwell una oportunidad para menosca...