Poder y supervivencia en Kenia
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Poder y supervivencia en Kenia

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Poder y supervivencia en Kenia

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Información del libro

A finales del siglo XX numerosos kikuyus del valle del Rift fueron expulsados de su tierra por etnias rivales que ocupaban el Gobierno en Kenia. Maluc sufrió la persecución desde sus primeros años y tuvo que luchar denodadamente por salir adelante en la vida. El protagonista queda envuelto por el ambiente poscolonial en el que se mueven los jóvenes del país. Por un lado están presentes las diferencias entre los nativos y los colonos ingleses tras la Independencia de 1963; y por otro, las luchas tribales.

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Información

Año
2017
ISBN
9788417029173
Categoría
Literatura
Para mi amigo José Arguedas,
excelente dibujante y mejor persona
Image
Primera parte
Kenia
1. Expulsión del valle del Rift
Kenia, 1980.
Unos ruidos ensordecedores de máquinas y voces humanas despertaron a Maluc de sus sueños infantiles en la granja de Njoro. Sus fantasías nocturnas se mezclaban con recuerdos del día anterior, cuando estuvo en el mercado de Nakuru acompañado de su hermana comprando algunas chucherías.
La vuelta a la hacienda de sus padres resultó muy agradable. Con una temperatura media de veinte grados y el verdor de las plantas, todavía húmedas a causa de las abundantes lluvias primaverales, el paisaje tenía un aspecto refulgente y tranquilo, con un mar de bosques y lagos ocupando buena parte del valle del Rift. El día había sido espléndido y el sol vespertino les permitió disfrutar del panorama que se ofrecía generoso a la vista de los dos hermanos. Durante su paseo observaron las escarpadas laderas de Aberdares y Mau que flanqueaban la inmensa depresión del terreno, salpicada de volcanes extintos.
Maluc y Melea caminaban y brincaban por el camino que los conducía a la granja familiar; se reían de las pequeñas cosas ocurridas durante la jornada y de los detalles que les llamaba la atención. De vez en cuando Melea se detenía para contemplar el paso de las aves.
–¡Mira, ya vuelven los flamencos rosados al lago Nakuru! –exclamó ella, sorprendida por la bandada de aves que surcaba el cielo de norte a sur.
–¡Sí, es un bonito espectáculo! Hay miles –contestó su hermano.
Una nube de aves se interponía entre los rayos solares y la tierra. En el suelo se reflejaban sombras extensas y deformes en continuo movimiento. Parecían fantasmas andantes dotados de largos miembros y en disposición de atrapar a los seres terrícolas del valle.
–¡Vamos a seguir a los flamencos! –apuntó ella.
Tras unas carreras por los prados en dirección a Njoro, Melea quedó rendida por el esfuerzo y se tumbó en la hierba.
Mientras esos recuerdos pasaban por la mente de Maluc, unos fuertes golpes resonaron en la puerta de la casa familiar.
¡Toc, toc, toc!
–¡Salgan fuera! –gritó una voz varonil con acritud.
La madre se despertó de golpe, aturdida por el escándalo y sorprendida porque nunca habían llamado de esa manera. Los hijos salieron al salón con los ojos entornados y una gran congoja. Sus cuerpos se arrugaron sin saber qué hacer.
–¡No os mováis de aquí! –dijo Wangiru–. Yo lo resolveré.
Se asomó por una ventana e increpó a los askaris que golpearon la puerta:
–¿Qué pasa? ¿Por qué llamáis de este modo? ¿Acaso ha ocurrido algo grave?
–Tenemos una orden de desalojo de estas tierras firmada por el Gobierno. Vamos a cercar la granja con una tapia y alambre de espino –explicó el jefe de policía.
–¡Son nuestras! –replicó Wangiru.
–¡Ya no son suyas, sino del Gobierno! Dentro de poco las venderán por lotes a otros propietarios.
–¡Las compramos con nuestro dinero! –voceó.
–Ahora han dejado de ser de su propiedad.
–¡Eso ya lo veremos!
Wangiru era consciente de que algo así podría pasarles algún día, pues de hecho ya tenía noticias de que en otros lugares habían actuado de la misma forma. Sabía que lo mejor en esos casos era no ofrecer excesiva resistencia a la voluntad de las autoridades, y aún menos a los askaris. Ellos cumplían órdenes concretas de sus superiores.
–¿Dónde está su marido? –preguntó el jefe de policía.
–No está en casa. ¿Y para qué lo necesitan? –inquirió ella.
–Tenemos orden de detenerlo. ¿Adónde ha ido?
–No lo sé.
La policía no insistió. Los soldados penetraron en la vivienda y comenzaron a registrarla. Primero se limitaron a los espacios que podían ocultar al padre de familia y luego, tras su búsqueda infructuosa, empezaron a romper muebles y a robar objetos de valor. Los niños estaban aterrorizados. Se agarraban al cuerpo de su madre con todas sus fuerzas.
El jefe de policía, orondo y con una cicatriz en la nariz, exigió de nuevo a la mujer:
–Por última vez, ¿dónde está su marido?
–No lo sé –respondió ella, con tono altivo.
El policía golpeó su cara con una mano y la empujó con dureza. Wangiru cayó al suelo y Melea se abrazó a su cuello llorando desconsoladamente.
Maluc, que contaba ocho años recién cumplidos, se interpuso entre el policía y su madre y le hizo frente. Cogió un palo del hogar y el extremo quemado lo dirigió hacia su cara. El policía se reía de él y a puntapiés le apartó del escenario.
–¡Me vengaré si hacéis daño a mi madre! –gruñó. Le salió del alma y se comprometió como un adulto.
Cuando el policía intentó capturarlo para darle un escarmiento, el niño se levantó del suelo y echó a correr. Era más rápido. Maluc salió de la casa y se escondió detrás de unos matorrales que bordeaban la granja. Desde allí observaba lo que sucedía en el exterior de la vivienda, la iglesia y las tierras colindantes.
Los soldados salieron del edificio principal y detuvieron a los empleados de la granja. Algunos trabajaban en el campo y otros en un taller de artesanía que dirigía el padre, Kipchoge. Veinte personas, alojadas en una nave, fueron trasladadas en dos furgonetas al puesto de policía de una localidad limítrofe a Njoro. La madre y la niña quedaron en libertad con la condición de que no salieran del recinto.
Realmente a las autoridades les interesaba la detención del padre y, en ese sentido, los policías pensaron en capturarlo cuando regresara a su casa o intentara reunir a la familia. Para ello apostaron a dos vigilantes en los accesos a la granja.
Todos los movimientos eran observados por Maluc desde su puesto en los matorrales. Localizó a los dos soldados que permanecían en los alrededores: uno estaba situado cerca de la entrada principal y el otro en el cruce del camino de Molo con el apeadero del ferrocarril.
El chico estaba escondido y de cuando en cuando se ponía en cuclillas para controlar las acciones de los soldados. Al cabo de dos horas salió de su escondite y se desplazó por el interior, a veces gateando, a veces reptando para no delatar su silueta. Rebasó la nave donde se alojaban los empleados y la iglesia; luego accedió a la vivienda por una puerta falsa.
–¿Qué haces aquí? –indagó su madre, sorprendida. Lo abrazó con efusión y sus lágrimas de alegría acudieron a los ojos.
–Quería saber cómo estabais. Os han golpeado y podríais estar atadas a una cama o a un mueble.
–Estamos bien, hijo mío. Es posible que pronto nos detengan a todos, incluido tu padre.
El chico expuso todo lo que había observado desde los matorrales, así como la vigilancia montada por el jefe de policía.
–Me gustaría avisar a los tíos de Nakuru –dijo Maluc.
–Es peligroso, te pueden coger y…
Omitió la palabra torturar.
–¡No me cogerán! Conozco el camino mejor que los soldados. Los tíos Asbel y Vivian pueden ayudarnos.
Wangiru se quedó pensando. Conocía el riesgo que entrañaba aquella salida de la finca y el aviso a sus parientes, pero no había alternativa.
–Está bien. ¡Ten mucho cuidado, hijo!
La vida campestre había sido el hábitat natural de la familia Ngensai desde tiempos pretéritos. Pertenecía a la etnia kikuyu y se movía con soltura de día y de noche por caminos descarnados y campos ondulantes, carreteras y raíles del tren. Los kikuyus tenían un instinto natural para detectar los peligros del medio ambiente, en particular de la fauna silvestre, las tribus hostiles y los cazadores furtivos que merodeaban por el entorno. La vigilancia de los parques y espacios libres era muy laxa y los cazadores aprovechaban esa situación para conseguir trofeos que reportaban pingües beneficios.
Los tiempos habían cambiado después de que el presidente Daniel Arap Moi, de la etnia kalenjin, ocupara la presidencia del país en 1978. Antes, desde la proclamación de la Independencia de Kenia en 1963, ejerció ese cargo el kikuyu Jomo Kenyatta, etnia mayoritaria del país con apenas el veinte por ciento de la población total. En todo el país había más de cuarenta etnias. Durante la presidencia de Kenyatta se favoreció la ocupación de las fértiles tierras del valle del Rift a muchas familias de la misma comunidad, que se consideraban legítimas herederas de esos privilegios porque habían luchado por la libertad, integradas en el movimiento Mau-Mau. Gran parte de ese movimiento era kikuyu, muy castigado por las bajas, miles de muertos.
En la etapa poscolonial muchos kikuyus abandonaron sus tierras poco productivas, o dejaron de servir a colonos extranjeros, y se instalaron en el Rift mediante la compra de haciendas. La mayoría prosperó con el laboreo de los campos y los menos impulsaron actividades comerciales y artesanales, de gran aceptación por el creciente turismo de Kenia.
En esas estaban cuando a finales de los setenta los nuevos gobernantes del país, apoyados por las comunidades kalenjin y masái, que habían sido desplazadas del valle y embargadas sus tierras en tiempos coloniales, revertían el proceso. Aquellos expulsaban a los últimos propietarios y ocupaban su lugar de forma ventajosa. Esos cambios, radicales y arbitrarios, estaban provocando luchas étnicas de violencia inusitada en el centro y sur del país keniano.
Maluc se despidió de su familia en la granja y corrió hasta llegar a Nakuru. Partió de su casa por la puerta trasera, superó la iglesia y se dirigió al oeste pasando por el hueco que dejaban los edificios de los aperos de labranza y el taller de artesanía. Tras dar una amplia vuelta alrededor de la hacienda, en sentido contrario a las agujas del reloj, se desplazó por atajos hasta la ciudad de Nakuru. Llegó agotado por el esfuerzo y por la angustia sobre lo que podría ocurrirle a sus seres queridos.
Estaba pálido.
–¿Qué pasa, Maluc? ¿Hay problemas en tu casa? –dijo Asbel, tratando de adivinar sus pensamientos.
Su tía Vivian le secó el sudor del rostro y los brazos y le dio un vaso de agua. Su congestión era patente.
–Han… lle… ga… do… los… sol… dados –silabeó.
–¡Diablos! –chilló Vivian.
–Se han lle… vado… a los… traba… jadores.
–¿Y tu madre y tu hermana? –se interesó su tío.
–Están… en casa.
Poco a poco Maluc fue recuperando su estado normal y les explicó lo acaecido. Su padre estaba en Nairobi, de negocios, visitando a unos comerciantes. El chico no comentó el incidente del jefe de policía con su madre ni su amenaza. Le dio vergüenza confesarlo.
Los tíos se quedaron pensativos. La actitud de las autoridades era muy clara y no había otra solución que irse de la granja lo antes posible, sin pérdidas humanas, pues la resistencia y la lucha contra los soldados conducirían a la cárcel o a la muerte.
¡Tenían que abandonar la casa de Njoro!
Los askaris habían entregado a los obreros detenidos y regresado a la granja. Manipulaban la maquinaria que llevaron por la mañana temprano y con ella destruían parte de los edificios, salvo el principal, y levantaban un muro y vallas con alambre de espino en el perímetro de la finca de los Ngensai. Una vez cumplido ese trámite, se disponían a dividir el recinto en parcelas con el fin de que los nuevos inquilinos las adquirieran a bajo precio.
Esas operaciones fueron observadas por Wangiru y su hija Melea desde una ventana, ocultas por una cortina oscura. Se temían lo peor y les preocupaba el estado de Maluc y qué pasaría cuando llegara Kipchoge: ¿Le cogerían prisionero o bien lograría evadirse ante la presencia de las máquinas y los soldados en su casa? ¿Le habrían advertido de lo sucedido? Esas y otras preguntas se hacían constantemente sin respuesta alguna.
El tío Asbel conducía una furgoneta todoterreno acompañado de su mujer y Maluc. Detuvo el vehículo en las inmediaciones de la granja. La tía Vivian se encargó de vigilar el acceso por las vías del ferrocarril, Maluc controló el paso por el taller y Asbel, la entrada. Todos escondidos y alejados de los soldados, con la misión de avisar a Kipchoge del peligro extremo que corría si se acercaba a su casa.
El cielo estaba precioso, límpido, con los rayos de sol encendidos y cubriendo sus cabezas. Expectantes y temerosos permanecieron los tres vigilantes kikuyus hasta el anochecer, cuando el sol se perdía por el horizonte y dejaba bandas azafranadas y púrpuras sobre el escarpado Mau y un bosque de cedros. Una pequeña m...

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