El amargo sabor de las rosas
eBook - ePub

El amargo sabor de las rosas

  1. 364 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
eBook - ePub

El amargo sabor de las rosas

Detalles del libro
Vista previa del libro
Índice
Citas

Información del libro

El amargo sabor de las rosas es una novela coral en la que no hay buenos ni malos; solo personas con sus vicios y virtudes que tratan de sobrevivir entre la amargura, el amor, el odio y la desventura y donde el destino marcará el devenir de su final.

Preguntas frecuentes

Simplemente, dirígete a la sección ajustes de la cuenta y haz clic en «Cancelar suscripción». Así de sencillo. Después de cancelar tu suscripción, esta permanecerá activa el tiempo restante que hayas pagado. Obtén más información aquí.
Por el momento, todos nuestros libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Ambos planes te permiten acceder por completo a la biblioteca y a todas las funciones de Perlego. Las únicas diferencias son el precio y el período de suscripción: con el plan anual ahorrarás en torno a un 30 % en comparación con 12 meses de un plan mensual.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
Sí, puedes acceder a El amargo sabor de las rosas de Manuel Carrasco Moreno en formato PDF o ePUB, así como a otros libros populares de Literatura y Literatura general. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.

Información

Año
2017
ISBN
9788417029036
Categoría
Literatura
A Lucía y Araceli,
In memoriam
“Hay quienes vilipendian el esfuerzo de memoria. Dicen que no hay que remover el pasado, que no hay que tener ojos en la nuca, que hay que mirar hacia adelante y no encarnizarse en reabrir viejas heridas.
Están perfectamente equivocados. Las heridas aún no están cerradas.
Laten en el subsuelo de la sociedad como un cáncer sin sosiego. Su único tratamiento es la verdad. Y luego, la justicia.
Sólo así es posible el olvido verdadero. La memoria es memoria si es presente y así como Don Quijote limpiaba sus armas, hay que limpiar el pasado para que entre en su pasado.
Y sospecho que no pocos de quienes preconizan la destitución del pasado en general, en realidad quieren la destitución de su pasado en particular”.
Juan Gelman en la entrega del Premio Cervantes.
Alcalá de Henares, 23 de abril de 2008.
Seguramente (los novelistas) seamos los únicos que podemos contar sin atenernos a nada y sin objeciones ni cortapisas, o sin que nadie nunca nos enmiende la plana ni nos llame la atención y nos diga:
“No, esto no fue así”.
“De la dificultad de contar” de Javier Marías
De su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua.
Madrid, 27 de abril de 2008.
1.- En Recondo, diez y veinte de la mañana del 15 de abril de 1931...
- ! Que te quites las bragas, coño... o ¿quieres que te las arranque yo mismo...?
- ¡Por Dios, señorito, que todavía soy... mocita...!
- ¿Mocita?... ¿No hablas con el hijo de la Genuina...? ¿Qué pasa, que además de vago, también es maricón? ¡Déjate de ñoñerías y ven aquí que hoy vas a saber lo que es un hombre de verdad... y no se te ocurra gritar que te pongo de patitas en la calle...!
Se había bajado los pantalones dejando sus vergüenzas al descubierto, pero ella sólo veía sus labios lujuriosos que bajo su bigote cano relucían por una baba viscosa, opaca y blanquecina que apenas si se llegaba a escapar por las comisuras de su boca....
Se agachó y se bajó las bragas hasta los pies. Las pisó con el pie derecho para sacar el izquierdo; después, de nuevo con el derecho, las apartó hacia detrás de la puerta.
-¡Ahora quítate la bata... y deprisa... que no tenemos todo el día!
De pie, en el centro de la habitación, tiritando, no sabía si de frío, vergüenza o repugnancia, tuvo que ahogar un sollozo que le llegaba a la garganta para que nadie la oyese y así evitar que el señorito la despidiese...
Era una habitación grande, demasiado grande para ser un dormitorio; con un techo alto de bovedillas con maderas pintadas en betún de Judea y aceite de linaza. El suelo ajedrezado de losetas blancas y negras, limpias y relucientes, en las que se reflejaba su cuerpo medio desnudo.
Dos balcones que daban a la fachada principal de la casa, con unos visillos de encaje y unas pesadas contraventanas de madera medio entornadas, que dejaban pasar la radiante luz de esta mañana ya primaveral. Una cómoda muy antigua, la única herencia que le había quedado a doña Margara de sus antepasados; con amplias cajoneras donde guardaba su ajuar y sobre la que había formado un pequeño altar con una imagen del Sagrado Corazón de Jesús y dos violeteros con unas flores de tela. Una silla descalzadora, un palanganero, dos mesillas a juego con la cómoda, sobre las que había una palmatoria con la vela casi gastada y un cenicero con los restos de un puro ya apagado, a medio terminar, que solía fumar todas las noches don Nicomedes antes de dormirse. La cama muy alta, con un grueso colchón de lana; con el cabecero y los pies de barrotes de forja negros y adornos dorados de latón que siempre estaban relucientes. En la pared, encima del cabecero un crucifijo de bronce con la cruz de madera. En el centro del techo una lámpara de cristal de cuatro brazos, con tulipas de pergamino y bombillas empavonadas, que ahora estaban apagadas. La luz que entraba por los ventanales iluminaba el cuerpo frágil y semidesnudo de la joven que apenas aparentaba los quince años.
Él la miró complacido. Su cuerpo menudo, ahora blanco y trémulo, contrastaba con el rubor que le había subido a la cara. Una leve camisa de franela apenas si cubría su pubis que intentaba ocultar con sus manos. El viejo se acercó hasta ella. Con un gesto enérgico rasgó la camisa por el cuello dejando al descubierto sus dos pequeños pechos que palpitaban estremecidos.
Acercó sus labios al pecho de la joven y empezó a mordisquear los pequeños pezones que se pusieron tensos y apretados. Ella sintió cómo su baba empezaba a resbalar hacia su vientre.
-Por favor, don Nicomedes, no me haga daño, que soy virgen, ¡de verdad!
La cogió por el brazo y la tendió sobre la cama en la que todas las noches se acostaba con su esposa. Pero eso para él no tenía demasiada importancia, y desde luego no era la primera vez que lo hacía. Sus manos resecas y arrugadas empezaron a recorrer todo su cuerpo, primero con una cierta parsimonia que alguien que no le conociese podría interpretar erróneamente como delicadeza, después con torpe ansiedad, que llegaba a lastimarla. Ella fijó los ojos en el techo y se quedó inmóvil, como si todos los músculos de su cuerpo hubiesen quedados paralizados por el miedo.
Ahora recordó lo que le había advertido su madre. No debía quedarse nunca sola con el señor. Hacía dos meses que había entrado a servir en el “Solar” y hasta hoy lo había conseguido. Esta mañana, cuando se ha querido dar cuenta ya no tenía remedio. Doña Margara, la señora, y sus dos hijas se habían ido a la iglesia; el señorito Nicolás y José el marido de Sacramento estaban en el campo; Tomasa, la criada vieja, había ido a la compra como todos los días. Mientras él desayunaba en el saloncito, ella quiso aprovechar para arreglar la habitación de los señores, que era lo que siempre le mandaba el ama. “Estando la cama hecha, toda la casa está arreglada”, solía decir doña Margara. Había entreabierto la puerta de uno de los balcones para ventilar la habitación. Por la mañana siempre olía a orín y a humedad. Luego olía a lavanda porque la señora ponía un ramito en un jarrón de cristal sobre la cómoda, junto con una rama de ajenjo de flores blancas que recogía del jardín..
Había barrido y limpiado el polvo, había sacado el orinal, y había entrado de nuevo a la habitación para hacer la cama; pero él sabía que se habían quedado los dos solos en la casa y para un depredador como él, era una oportunidad que no iba a dejar pasar.
Subió sigilosamente la escalera para no ser oído. Durante unos minutos se detuvo en el quicio de la puerta mirando cómo su bata dejaba al descubierto parte de sus piernas cuando se estiraba para retirar la colcha y las mantas de la cama. Ella se volvió sobresaltada al intuir su presencia. Ya era demasiado tarde. Había entrado en la habitación cerrando la puerta tras de sí.
Ahora, estaba allí tendida sobre las sábanas de la cama, con su camisa hecha jirones, dejando al descubierto todo su cuerpo que en vano quería tapar con sus manos, no sabía muy bien si para que él no la viese o por sentirse desnuda ante la imagen del Corazón de Jesús.
- Me gustan tus tetas... son pequeñitas, pero están duras y suaves... tienes tetas de putita joven...
Los dedos llegaron a su vientre que estaba húmedo por un sudor frío que bañaba todo su cuerpo. Ella había cerrado los ojos pero seguía intuyendo sus labios húmedos rezumando baba y concupiscencia. Pensó que iba a vomitar.
-No tengas miedo, joder, ya verás cómo te va a gustar....
La había cogido por el brazo para darle la vuelta sobre la cama dejándola boca abajo. Ahora sentía su mano recorriendo sus nalgas que ella apretó con fuerza para impedir que sus dedos entrasen entre sus piernas.
Así boca abajo, colocó la cara sobre la almohada para que sofocase su llanto. Su cuerpo temblaba mientras seguía sintiendo las manos que cada vez se hacían más torpes y más bruscas; las manos del viejo que, de pronto, se habían quedado quietas y habían dejado de tocarla. No podría decir cuánto tiempo permaneció así, ni se atrevía a volverse para ver lo que hacía; pero sabía, lo sentía, que seguía allí a su lado, jadeando y respirando entrecortadamente, como si estuviera masturbándose. ¡Así te mueras, viejo cabrón! pensó ella.
En realidad, don Nicomedes no era tan viejo. Tenía poco más de cincuenta y tres años, aunque su vida de crápula le hacía aparentar algunos más. De carácter adusto y serio, era enjuto como un sarmiento retorcido, pero con un vientre prominente harto de comilonas y excesos. De sombría expresión y de mirar torvo nunca miraba a nadie directamente a los ojos. Alguien podría pensar que era indicio de una cierta timidez, pero nada más lejos de la realidad, era más bien el ardid de un taimado depredador para coger desprevenido a sus presas y la expresión de su voracidad insaciable.
Sintió como las manos asían bruscamente sus brazos para voltearla de nuevo sobre la cama. Cuando abrió los ojos él estaba allí, medio desnudo, con los ojos rojos de ira, su boca entreabierta y con su sexo flácido y encogido, medio escondido entre la pelambre cana de su bajo vientre.
- ¡Chúpamela!, gritó, mientras la cogía del pelo para atraerla hacía él.
Ahora ya no lo pudo evitar. El vómito salpicó las piernas y los pies descalzos del hombre que se retiró instintivamente hacia atrás mientras sacudía una tremenda bofetada a la joven.
- ¡So puta, esto me lo vas pagar!... ¿Pero qué piensas?... ¡Trae inmediatamente agua y unas toallas, y lávame a mí y limpia todo esto!.... ¿Qué haces ahora?... ¡No te vistas.... sigue así desnuda... que esto no ha terminado....!
Cogió la jofaina del palanganero, vertió un poco de agua de la jarra, cogió dos toallas de la cómoda y se arrodilló delante de él para limpiarle.
Dos fuertes aldabonazos retumbaron en toda la casa. Durante unos segundos todo quedó de nuevo en silencio. El hombre de pié, desnudo desde la cintura, ella también desnuda y arrodillada con una toalla que había mojada en el agua. Ahora fueron tres, los golpes secos de la aldaba.
-No hagas caso, ya se cansarán de llamar... tú a lo tuyo...
Quien fuera debía tener prisa o el asunto debía ser importante, porque les llamadas se hacían más insistentes.
-Ponte la bata y sal a ver quién llama con tanta prisa....
Él mismo terminó de limpiarse, se colocó los calzoncillos y los pantalones que estaban sobre una silla, se puso las zapatillas y se llegó hasta donde estaban las bragas de la criada, las cogió del suelo y se las acercó a la nariz...
-¡Voy... ya voy....!
Sólo entonces cesaron las llamadas....
-Hola, Juanita, ¿está el señor?
Ella procuró taparse la cara, como pudo, para que no se notasen los efectos del bofetón que había recibido.
-Buenos días, señor alcalde, pase... ahora mismo le digo que es usted....
-Señorito, es el señor alcalde... le espera abajo... y dice que es urgente, añadió ella por su cuenta. Había subido corriendo las escaleras... pero respiró aliviada porque pensaba que había terminado su pesadilla... al menos por ahora....
- No te creas que esto va a quedar así, hija de puta... ya hablaremos más tarde.... y deja todo esto limpio como si nada hubiera pasado....
-Hola, Enrique, ¿qué asunto tan importante te trae por aquí tan temprano?
-Nicomedes, ha ocurrido algo muy grave.... En la capital han proclamado la República, el Rey ha tenido que abdicar y se ha marchado de España.
2.- En Recondo, sólo unas horas después...
-Debemos tomar medidas inmediatamente. En la capital habrán proclamado la República, pero aquí seguimos mandando nosotros. Lo primero, es impedir que a nadie se le ocurra alterar el orden. Cada uno de nosotros debe dejar bien claro a su gente y a sus criados que no ha cambiado nada. Ahora más que nunca debemos estar unidos.
En la sala de juntas del Ayuntamiento el señor alcalde recibió con estas palabras a los reunidos. Allí estaban los otros diez ediles, el señor cura, el notario, el secretario del Ayuntamiento y los quince mayores contribuyentes de Recondo. Entre ellos, don Nicomedes, que tomó inmediatamente la palabra. Su voz sonaba enérgica y airada; todos pensaron que era por la indignación que le había producido la proclamación de la república, pero esta no era la causa principal; lo que verdaderamente le enervaba era la contrariedad de no haber podido terminar la aventura con su criada. Aunque se quería centrar en la reunión, no lograba apartar de su mente la imagen desnuda de la Juanita tumbada sobre la cama, y sintió que ahora se estaba excitando, mientras que, cuando la tenía delante, apenas lo había conseguido.
- Es importante, señor cura, que usted desde el púlpito deje bien claro que los republicanos son los verdaderos enemigos de Dios. Cuente cómo en la capital están quemando las iglesias, cómo desprecian los mandamientos de Dios y de la Santa Madre Iglesia... usted sabe mejor que yo lo que tiene que decir, pero que todo el mundo sepa que el que apoye a la República irá directamente al infierno y que nosotros lo monárquicos somos los que defendimos antes, defendemos ahora y defenderemos siempre las leyes divinas. Seguro que a usted le hacen caso...
Nadie salía de su asombro. Aquí en Recondo, como en el resto de España, se habían celebrado las elecciones municipales. De las once circunscripciones del pueblo, todas habían sido ganadas por los monárquicos. De los mil doscientos treinta y seis votos escrutados sólo cuarenta y ocho habían sido para los republicanos. Y allí todos sabían quiénes eran.
Otro de los mayores contribuyentes era don Indalecio. Hombre de pocas palabras, pero de ideas muy claras, que le gustaba ser pragmático y directo:
-Hay que vigilarlos. Sobre todo a Fermín el Zapatones. Es el más peligroso. Hay que saber con quién habla, a quién visita, cuándo sale del pueblo. Todos deben saber que no es una persona de fiar y que puede ser peligroso ser su amigo... y que sería mejor que llevasen su calzado a reparar a otro zapatero...
Posiblemente el más joven de los allí reunidos era Pedrito Rodríguez; al morir su padre tuvo que hacerse cargo de la hacienda familiar. Como joven, era también impulsivo y vehemente, y siempre partidario de la acción directa.
-Debemos tener cuidado, también, con don Gregorio, el maestro. Ha colgado una bandera de la república en su ventana y seguro que aprovecha las clases para envenenar las mentes de los pobres niños... Por cierto, ¿no podríamos obligarle a quitar esa bandera?
- No, es mejor no tomar medidas precipitadas... dejemos que pasen unos días, para ver qué ocurre... Don Enrique, el alcalde pretendía que la situación no se desmandase, mantener la calma y dar sensación de normalidad.
-Pero, ¿no pensaréis ponerla aquí en el balcón del ayuntamiento? Apostilló Pedrito, aunque sus palabras se perdieron entre el murmullo de las diversas conversaciones de los reunidos.
Recondo tenía censados mil ciento setenta y cuatro vecinos, lo que suponía una población de derecho de unos tres mil quinientos habitantes. En la época de la vendimia y de la recolección de la aceituna llegaban unos doscientos cincuenta jornaleros de los alrededores, que permanecían en el pueblo durante toda la campaña, alojados en los grandes caserones de los terratenientes que les contrataban. Había siempre también un cierto trasiego de transeúntes que llegaban al pueblo por ser cabeza de partido y centro comercial de la zona. Había dos posadas, la de los Carrasco en la plaza y la del tío Comendador, junto a la fuente del abrevadero, donde se alojaban los tratantes de ganado, los charlatanes de feria, los mieleros de las Alcarria, los traperos, los sacamuelas, los choriceros de Candelario, los feriantes, los afiladores, los anticuarios y ese variopinto retablo de personajes que eran los que visitaban periódicamente el pueblo.
En la calle Grande, estaba la tienda de ultramarinos “La Colonial”, propiedad de don Ildefonso Herrero, que tenía un gran surtido de comestibles y conservas de gran calidad. Antes tenía que hacer un viaje al mes para traer las mercancías con carros desde la ca...

Índice

  1. Cover
  2. Copyright
  3. Texto