Parte II
DIEZ MITOS
CLAVE DE LA
MODERNIDAD
1 NICOLAS MAQUIAVELO
(1439-1527)
El mito del príncipe nuevo o del fin que justifica los medios
“Porque un hombre que quiera hacer en todos los puntos profesión de bueno, labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son. Por todo ello es necesario a un príncipe, si se quiere mantener, que aprenda a poder ser no bueno y a usar o no usar de esta capacidad en función de la necesidad.”
MAQUIAVELO, El Príncipe, (1996: 83).
¿Fue Maquiavelo la clase de monstruo pérfido que algunos de sus críticos y biógrafos han querido ver? Si nos atenemos a la definición de la Encyclopaedia Britannica parece que tal opinión no se corresponde con la realidad. “Maquiavelo –se afirma– fue un hombre de complexión media, delgado, de rostro huesudo, frente despejada, pelo negro, ojos penetrantes, labios finos que dibujaban una sonrisa enigmática. Fue un hombre honesto, buen ciudadano y excelente padre” (Barincou, 1985: 9). ¿Cómo es posible entonces que sus detractores vieran en él a un ser perverso, egoísta y corrupto? Quizá el dilema se deba a la original radicalidad de su pensamiento político y a las implicaciones que tales ideas iban a tener posteriormente. A veces, los hombres honestos pueden equivocarse también. El mito del maquiavelismo, entendido como la práctica de una política que ignora la dimensión moral y acepta cualquier medio para lograr los objetivos perseguidos, ha arraigado por desgracia en demasiados terrenos baldíos de la historia. Incluso hoy, a aquellos políticos de la democracia que se valen del engaño, la astucia o la maquinación, se les continúa llamando “maquiavélicos”. ¿Cómo se gestó este mito?
Niccolò nació en Florencia, hijo de una familia noble que se había empobrecido. Esta situación le obligó a formarse de manera autodidacta y a leer por su cuenta autores clásicos, como Lucrecio o Tito Livio, que le fueron muy útiles para madurar sus propios puntos de vista sobre la sociedad humana. Desempeñó tareas administrativas como secretario de la segunda cancillería de la República de Florencia, cargo que le permitió adquirir una notable experiencia política. A los 29 años tomó posesión de tal ocupación y poco después contrajo matrimonio con Marietta Corsini, de quien tuvo seis hijos. Según afirman los biógrafos, Maquiavelo fue feliz en su matrimonio y supo hacer de su vida la mejor de sus obras de arte. En contraste con esta excelente situación familiar, el ambiente político en que vivió dejaba mucho que desear. Durante todo el siglo XV la inestabilidad institucional fue una constante de la República florentina. Los intereses de la aristocracia y de la burguesía mercantil eran las fuerzas predominantes en el delicado equilibrio social. Las divisiones internas y la impotencia militar contribuyeron al descrédito, así como al poco respeto que se tenía por los gobernantes. Italia era un puzzle de pequeños Estados envueltos en frecuentes luchas intestinas. De manera que la existencia de Maquiavelo transcurrió durante uno de los períodos de mayor confusión política de las repúblicas italianas. Fue testigo de numerosas guerras y vio como su Estado era invadido por los ejércitos franceses y españoles.
Cuando los Médicis volvieron al poder, Maquiavelo fue destituido de su cargo, encarcelado y torturado. Este sería el final de su vida pública ya que no volvería a ocupar ningún puesto oficial hasta dos años antes de morir. Después de su liberación se retiró a una heredad familiar que poseía en las inmediaciones de Florencia y allí escribió sus obras más influyentes. Durante algunos meses del año 1513 elaboró El Príncipe y lo dedicó a Lorenzo de Médecis (el Magnífico) con el deseo de que sus pensamientos contribuyeran a la creación de un Estado moderno. Su intención fue influir para conseguir un “príncipe nuevo” que fuera política y militarmente eficaz. Un gobernante que restaurara la antigua libertad y la ruina en que habían caído todos los príncipes de Italia. Sin embargo, la obra no alcanzó mucho éxito entre sus contemporáneos ya que su receptor la despreció y circuló en forma de manuscrito hasta la muerte del autor. No obstante, la fama que logró después fue enorme. Se cuenta que Carlos V sabía de memoria capítulos enteros, que Enrique III y Enrique IV no se separaban del libro ni un solo día, que Cristina de Suecia redactó un largo comentario sobre el mismo y que Federico de Prusia escribió también, como príncipe heredero, un Antimaquiavelo (Marcu, 1967).
Hoy Maquiavelo es considerado el fundador de la ciencia política moderna ya que sus ideas rompieron con la concepción religiosa que se tenía de los gobernantes hasta el final de la Edad Media. La profunda desconfianza que sentía hacia los religiosos se manifiesta a través de sus numerosas cartas personales. Estaba convencido de que la Iglesia de su tiempo había contribuido a la decadencia de la sociedad italiana al mezclar lo político con lo religioso y al oponerse a la creación de un principado civil. A pesar de creer que la actitud de la iglesia de Roma y de sus sacerdotes mantenía dividido al país, seguía pensando que las creencias religiosas eran el soporte más necesario de la sociedad ya que proporcionaban cohesión social. Sin embargo, sus razonamientos le llevaron a analizar la política, prescindiendo de cualquier consideración moral o religiosa, e incluso modificando conceptos anteriores.
Maquiavelo afirmó que para conservar el Estado el príncipe debía incurrir en ciertos vicios. Creía que las acciones de los hombres dependían de la perspectiva a través de la cual se mirasen. Había cosas aparentemente buenas que en realidad podían ser malas, así como vicios susceptibles de trastocarse en virtudes. Propuso que el concepto medieval cristiano de “virtud” fuese cambiado por el de virtù política. Es decir, la aplicación de una fría y técnica racionalidad del poder, más preocupada por el éxito de sus logros que por los medios empleados en alcanzarlos. La virtù de saber acallar la conciencia cuando el gobierno lo exigiera. Una auténtica “razón de Estado” que, aunque no fuera mencionada expresamente por Maquiavelo, podía en ocasiones violar las más elementales normas morales. Lo importante debía ser siempre el éxito del gobernante, para lo cual el empleo de la mala fe era a veces necesario. Esta manera de razonar revela un profundo escepticismo hacia la naturaleza humana.
OBRAS DE MAQUIAVELO
1504 | Cómo hay que tratar a los pueblos del Valle de Chiana sublevados. |
1506-1509 | Decenales. |
1513-1519 | Discursos sobre la primera década de Tito Livio. |
1513 | El Príncipe. |
1517 | El asno de oro. |
1520a | Vida de Castruccio Castracani de Lucca. |
1520b | La mandrágora. |
1521 | Sobre el arte de la guerra. |
1521-1525 | Historias florentinas. |
1525 | Clizia. |
1532a | Descripción de las cosas de Alemania. |
1532b | Descripción de las cosas de Francia. |
1549 | Belfagor archidiablo. |
Buscando el bien a través del mal
El político florentino creía que el ser humano no era ni bueno ni malo, pero que podía llegar a ser lo uno y lo otro. De manera que no resultaba aconsejable confiar en la buena voluntad de los hombres. En relación con la virtud de cumplir lo que se promete, o “de qué modo han de guardar los príncipes la palabra dada”, Maquiavelo escribe:
“Estando, por tanto, un príncipe obligado a saber utilizar correctamente la bestia, debe elegir entre ellas la zorra y el león, porque el león no se protege de las trampas ni la zorra de los lobos. Es necesario, por tanto, ser zorra para conocer las trampas y león para amedrentar a los lobos. Los que solamente hacen de león no saben lo que se llevan entre manos. No puede, por tanto, un señor prudente –ni debe– guardar fidelidad a su palabra cuando tal fidelidad se vuelve en contra suya y han desaparecido los motivos que determinaron su promesa. Si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería correcto, pero –puesto que son malos y no te guardarían a ti su palabra– tú tampoco tienes por qué guardarles la tuya” (Maquiavelo, 1996: 91).
Es decir, como los hombres pueden llegar a ser malos, los gobernantes tienen también la obligación de ser malos. El príncipe que se revela contra esta situación de maldad y quiere gobernar honestamente estaría, según nuestro autor, labrando su propia ruina. De ahí la necesidad de “saber entrar en el mal” cuando haga falta; la obligación de “actuar contra la fe, contra la caridad, contra la humanidad o contra la religión” para conservar el Estado; la preferencia que debe tener todo monarca por ser temido antes que amado y, en fin, la convicción de que las injusticias hay que hacerlas todas a la vez para no temer la posible venganza. Quien propicia el poder de otro estaría socavando su propia destrucción en el futuro, por eso el que conquista nuevos territorios tiene en primer lugar que “extinguir la familia del antiguo príncipe”. La lista de máximas inmorales se multiplica a lo largo de El Príncipe hasta concluir en la idea final del majestuoso fin, capaz de justificar toda clase de medios:
“...en las acciones de todos los hombres..., se atiende al fin. Trate, pues, un príncipe de vencer y conservar su Estado, y los medios siempre serán juzgados honrosos y ensalzados por todos, pues el vulgo se deja seducir por las apariencias y por el resultado final de las cosas, y en el mundo no hay más que vulgo” (Maquiavelo, 1996: 92).
Maquiavelo hace una descripción de la realidad social tal como era en su época y no como debería ser. Los análisis que realiza demuestran un gran conocimiento de los impulsos que anidan en el alma humana pero su mito del príncipe nuevo, o de que la moral debe sacrificarse al interés, es ni más ni menos que el reflejo de la desaprensiva época en que vivió. Es verdad que su obra inauguró la nueva ciencia de la política en los inicios de la modernidad, pero también lo es que la receta recomendada para lograr el buen quehacer gubernativo fue profundamente inmoral. Si durante la Edad Media los príncipes “cristianos” no consideraban generalmente a sus súbditos como un medio para alcanzar gloria personal, sino como una sociedad a la que había que servir y proteger, ya que el día del juicio final Dios les pediría cuentas de sus acciones, el príncipe nuevo que propone Maquiavelo sólo parece preocuparse de su propia fortuna, de su poder, de su gloria y destino personales. Los ciudadanos sobre los que gobierna se conciben sólo como posesiones o instrumentos para aumentar su influencia. Es el choque entre dos visiones opuestas del mundo. De una parte la medieval que, a pesar de sus imperfecciones, seguía basándose en la idea de un Dios creador que dirigía la historia y de otra, la concepción humanista de Maquiavelo que contemplaba al gobernante como alguien que había dejado de ser responsable delante del Creador y que ya no tenía la obligación moral de rendirle cuenta de su comportamiento. La sociedad se convertía así en algo ajeno al príncipe que podía ser utilizado para demostrar su ingenio político o afirmar su propio orgullo personal.
El príncipe maquiaveliano, convencido de que la política debe basarse en la maldad y que es menester pecar para conservar la dignidad y el Estado, resulta impensable en cualquier otro lugar que no fuera la Italia de los condottieri (aquellos belicosos jefes de tropas mercenarias). La propuesta de combatir el mal con el mal, la violencia con la violencia, el fraude con el fraude o la traición con la traición para gobernar bien, sólo pudo gestarse en un pequeño Estado donde la intriga y las maquinaciones eran el plato de cada día. En un ambiente así había que confiar en el destino pero también en las maniobras personales. En este sentido, Maquiavelo afirmaba que “vale más ser impetuoso que precavido porque la fortuna es mujer y es necesario, si se quiere tenerla sumisa, castigarla y golpearla” (Maquiavelo, 1996: 120). Hoy tal cinismo escandaliza pero, sin embargo, aquel mito arraigó poco a poco en la sociedad moderna, hundiendo sus raíces en la Europa renacentista y haciendo germinar en demasiados ambientes la equivocada idea de que es legítimo servirse del pueblo para conseguir determinados objetivos políticos.
A pesar de que Maquiavelo fue un gran admirador de Moisés y de que creía en Dios, su obra rompió con las antiguas concepciones teocráticas de la vida política. La tradición cristiana que entendía el poder como una institución divina no encontró apoyo en el pensamiento del primer teórico de la política moderna. En El Príncipe escribe:
“Y aunque sobre Moisés no sea lícito razonar por haber sido mero ejecutor de las órdenes de Dios, sin embargo, debe ser admirado aunque sólo sea por aquella gracia que lo hacía digno de hablar con Dios.” (Maquiavelo, 1996: 48).
En este texto parece recalcar su respeto por el gran líder hebreo y por el Dios de la Biblia, sin embargo su concepción de la naturaleza humana como sede constante de envidias, ambiciones, impaciencia y deseos de venganza, le llevaron a entender la historia al modo helénico. La teoría oriental de los ciclos universales, o del eterno retorno, que habían compartido griegos y romanos era aceptada también por Maquiavelo (Cruz, 1997: 35). Entendía la historia de la humanidad como una permanente manifestación de lo mismo. Todo resultaba coincidente. Todo se repetía. Los ciclos vitales de las sociedades eran siempre iguales: un ascenso hacia las cimas de la virtud y perfección para descender después en picado hasta el máximo grado de corrupción, desorden y degeneración. Lo paradójico de esta creencia es que descartaba a la divinidad. El Dios Creador no intervenía en el mundo de lo social. No existía ningún ser trascendente detrás de los ciclos vitales de la historia. El pensador de Florencia creyó que Dios no se ocupaba en poner o quitar soberanos. Esto sólo lo hacía el hombre con su radical ambivalencia, con su grandeza pero también con su profunda miseria.
Un mito que sigue vivo
En la actualidad millones de criaturas continúan creyendo lo mismo que creía Maquiavelo. Su mito se adhirió a la conciencia del mundo occidental y sigue siendo como una pesada rémora que con los aires postmodernos aumenta de tamaño sin parar. ¡En cuántas situaciones y conflictos actuales los medios se esclavizan y condicionan a los fines! Casi todo el mundo está a favor de reconocer que el maquiavelismo, o lo maquiavélico, son conceptos de los que es mejor apartarse, sin embargo, ¿quiénes están dispuestos hoy a sacrificar sus deseadas finalidades en aras de unos medios que no son todo lo justos que deberían ser? No se trata sólo de aquellos políticos corruptos que sacrifican su prestigio y credibilidad inmolándose ante el altar de Mamón, el dios de la riqueza. Están también los que matan para defender una idea. Los terroristas que disponen a su antojo de la vida ajena o los policías que combaten el terrorismo con métodos ilegales. El mito maquiavélico está vivito y coleando en el corazón de la sociedad postcristiana. Quizá donde sea más evidente es en los conflictos armados que de manera endémica vienen sangrando a la humanidad. Los métodos que tales luchas emplean han creado un nefasto diccionario en el que se definen sin horror términos como “limpieza étnica”, “masacre humana”, “fosas comunes”, “castigo al pueblo”, “hora de la venganza”, “daños colaterales”, “bombardeos indiscriminados sobre la población civil”, “inmunidad para los criminales de guerra” y un largo etcétera de maquiavelismo solapado. La repercusión de tales conceptos son heridas que nunca acaban de curar porque la paz no es sólo el silencio de las armas.
Dejando de lado la amenaza de los misiles y de los coches bomba, la violencia del mito se descubre también en otros ambientes. Desde los banqueros que aprendieron a defraudar y se convirtieron de pronto en pedagogos de una sociedad ávida de modelos, sean del cariz que sean, hasta los mafiosos del deporte o de la cocaína, los secuestradores amantes del dinero fácil e, incluso, los maridos que asesinan a sus esposas por considerarlas objetos personales, todos responden al mismo patrón mítico. La pegajosa tela de araña se extiende asimismo a los empresarios desaprensivos que juegan con la salud pública contaminando alimentos, piensos o bebidas refrescantes. Y aquellos otros que directa o indirectamente son responsables de los vertidos de petróleo a los océanos, de la contaminación en todas sus facetas, del paro o de la explotación salarial. ¿Qué pensar de ciertas multinacionales de farmacia cuando se niegan a fabricar determinadas vacunas, como la que podría curar la malaria, exclusivamente en base a puros intereses comerciales? ¿o de los modistos prestigiosos que diseñan tallas mínimas sin importarles para nada el futuro de las jóvenes anoréxicas? ¿y las decenas de miles de muchachas inmigrantes que son obligadas a practicar la prostitución para sobrevivir? ¿no es todo esto consecuencia del egoísmo y la maldad humana que subyace en la creencia de que el fin justifica los medios? El mundo entero rezuma maquiavelismo por todos sus poros. El mito no está todavía superado, como piensan algunos, sino que subsiste en estado latente, escondido en los más oscuros rincones del alma humana, para manifestarse con toda su virulencia allí donde se le permite.
Maquiavelo a la luz del Evangelio
El estudioso de Maquiavelo, Augustin Ranaudet, escribió: “Entre todos los espíritus del Renacimiento italiano Maquiavelo es el más ajeno al Evangelio, el más indiferente a la moral cristiana, a la que acusa de haber debilitado la energía de carácter de los hombres de su tiempo” (Barincou, 1985: 193). Es evidente que la ética maquiaveliana, si es que puede llamarse así, resulta radicalmente opuesta a la que se manifiesta en las páginas del Nuevo Testam...