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UNA CANCIÓN DE VIAJE
–¿Falta mucho? –preguntó June.
–No, estamos llegando –contesté.
Teníamos que dar un concierto en Laramie y veníamos conduciendo desde Denver. La tierra que nos rodeaba era montañosa –enormes y onduladas colinas– y en el cielo, por encima de nosotros, brillaba una hermosa puesta de sol.
–Este paisaje invita a escribir una canción –dijo June.
–No sé si nos daría tiempo –dije yo–. Además, estamos saliendo de las montañas y me atrevería a decir que pasada la próxima colina estaremos en Laramie.
–¡Ahí tienes tu canción! –dijo ella–. ¿Por qué no la escribes: Pasada la Próxima Colina, Estaremos en Casa (Over the Next Hil , We’l Be Home).
Y eso hice.
By the way the land is laying
I think I’d be safe in saying
That over the next hil , we’l be home.
It’s a straight and narrow highway,
No detours and no byways,
And over the next hil , we’l be home.
From the prophets I’ve been hearing,
I would say the end is nearing,
For I see familiar landmarks al along.
By the dreams that I’ve been dreaming,
There wil come a great redeeming,
And over the next hil , we’l be home.*
Creo que he escrito cerca de mil canciones en los últimos veinte años y la verdad es que no han seguido ninguna pauta particular: canciones de amor, canciones de trabajo, canciones sobre gente real, canciones sobre gente y cosas imaginarias, canciones trágicas y canciones espirituales.
En los últimos años, no obstante, he escrito sobre todo canciones espirituales.
Tras haber viajado tres veces a Israel, estudiado la vida y la palabra de Jesús y rodado una película sobre Su vida en el curso del tercer viaje, Sus palabras han habitado mi mente de una forma tan viva e intensa que he acabado por componer un verdadero torrente de estas canciones. Ahí va una de ellas:
I heard on the radio, there’s rumors of war,
People getting ready for battle,
And there may be just one more.
I heard about an earthquake and the tol it took away.
These are the signs of the times
We’re in today.
Matthew 24 is knocking at the door,
And there can’t be too much more to come to pass.
Matthew 24 is knocking at the door,
And today or one day more could be the last.*
Aquella noche, en el trayecto a Laramie, June y yo hablamos de las canciones que había estado escribiendo.
–No es que sean muy comerciales –dije.
–Eso no importa –respondió ella–. Tienen un mensaje y dicen algo a la gente.
–Tengo la sensación de que la discográfica preferiría verme en la cárcel antes que en la iglesia –dije (pues lo cierto es que al publicarse aquellas canciones no despertaron demasiado entusiasmo entre el público).
–Dales un poco de tiempo –me animó June–. Cuando se den cuenta de que es tu fe la que te convierte en el hombre que eres, mirarán esa parte de ti con un poco más de interés.
–Se trata de un simple asunto de pasta –dije–. Tiene que ver con las listas de ventas. No les importa de qué va la canción, lo único que quieren es que se venda. Pero yo pienso seguir haciendo lo que hago. Soy lo que soy, sea lo que sea.
Cuando presenté a June Carter esa misma noche en el escenario de Laramie, esa magia especial volvió a desencadenarse en mi interior. Su vibrante personalidad y su dulce sonrisa fueron como una inyección de ánimo en un momento del concierto en que pude haberme venido abajo.
Mientras cantamos Jackson, nuestro primer dúo, me fui dando cuenta, cada vez con mayor intensidad, de lo importante que es June en mi vida. Junto a todas las conversaciones serias que hemos mantenido, me ha proporcionado dosis diarias de risa y buen humor.
June se puso a cantar la letra mecánicamente:
Yeah, go to Jackson,
You big talkin’ man;
And I’l be waitin’ in Jackson,
Behind my Japan fan.*
Y el guiño, la sonrisa y el pequeño giro que dio sobre el escenario, ejercieron sus prodigios sobre mí.
When they laugh at you in Jackson,
Dancin’ on the pony keg,
Then I’l lead you ‘round town like a scalded hound,
With your tail tucked between your legs.*
A continuación cantamos una canción de amor y ella me dirigió esa mirada que viene a decir: «Sabes bien que siento en el alma cada palabra que canto». Y ni una sola persona del público puede albergar dudas acerca de la pasión que se está desarrollando ante sus ojos sobre el escenario.
Ahora, a veces, cuando estoy en el escenario –sintiéndome feliz y seguro de mí mismo–, en mitad de una canción, mi mente es capaz de retroceder ocho o diez años y revivir las ocasiones en que canté la misma canción pero en un estado de completo frenesí, asustado, porque era consciente de que el público se estaba dando cuenta de que no me encontraba «bien».
Pronunciaba mal una palabra o me la saltaba. Intentaba sonreír pero la contracción nerviosa de mi rostro impedía que la sonrisa se desplegase con naturalidad. Me ponía a sudar a borbotones a los diez minutos de haber empezado a actuar. No decía nada entre canción y canción, me limitaba a pasar a la siguiente sin hacer el menor comentario, en ocasiones provocándome un espasmo de tos en un intento de desbloquear algo que no estaba realmente al í: una garganta reseca a causa de las anfetaminas y los cigarrillos.
Mis ojos permanecían clavados al reloj y cuando el concierto concluía había agotado hasta la última onza de energía de mi reserva y no quedaba más que una amalgama de puro músculo y hueso. Al menos eso pensaba yo: no más que músculo y hueso. A decir verdad lo poco que quedaba de mí lo sentía duro como una roca, pero ahora me doy cuenta de que lo que consideraba hueso y músculo era más bien hueso y espasmo muscular, y que cuando el alcohol se evaporaba, la carga de cruda y tensa energía nerviosa que sentía se debía a las anfetaminas.
Tan pronto como acababa el concierto me precipitaba furioso al camerino, entonces me ponía a darle patadas a la guitarra o me dedicaba a destrozar la puerta a puñetazos, arremetía contra lo primero que me saliese al paso, contra lo que fuera…
Después, solo en mi habitación, aprovisionado de cerveza y anfetaminas, me ponía a dar vueltas de un lado a otro durante toda la noche en un intento de burlar al demonio de turno que me anduviese pisando los talones.
Poco antes del amanecer tomaba «tranquilizantes» para poder conciliar el sueño, pero para cuando lo conseguía era ya la hora de hacer las maletas y marcharse a la siguiente ciudad para el próximo concierto.
Y así el ciclo se repetía una y otra vez.
En octubre de 1967 pesaba 73 kilos con una altura de 1,88. Estaba casi 18 kilos por debajo del peso normal y no porque me faltara dinero para comprar comida. Era adicto a las anfetaminas y a los barbitúricos. Y no quiero decir con esto que tuviese un «hábito», como alguna gente prefiere denominarlo para minimizar la gravedad de su problema; quiero decir adicto.
No puedo pensar en una sola cosa que no hubiese sido capaz de hacer con tal de conseguir pastillas cuando me quedaba sin suministros. Contaba con un montón de gente que me ayudaba a conseguirlas y en un par de ocasiones, al á por 1966 o 1967, estuve a punto de robar farmacias para no quedarme sin reservas.
Me volví paranoico. Llevaba siempre una pistola conmigo y pensaba que todo el mundo conspiraba contra mí. No me fiaba de nadie. En infinidad de ocasiones destrocé mi coche huyendo de alguien que en realidad no existía.
Tras unas cuantas estancias en la cárcel empecé a pensar que los policías eran el enemigo. Cuando veía un coche de policía lo evitaba por calles laterales y aceleraba como un loco por las zonas residenciales, a punto de atropellar a los inocentes peatones. No sé cómo no llegué a matar a nadie; o quizá sí lo sé.
De vez en cuando June y muchos otros trataban de hablarme acerca de mi conducta dando muestras de preocupación. Pero, por lo general, yo evitaba cualquier conversación que tuviera que ver con el tema. Les decía que ya cambiaría cuando fuera el momento.
Se trató de una especie de período de «endurecimiento» y «temple» por el que tenía que pasar. Los tiempos difíciles, la tortura y el sufrimiento que yo mismo me obligué a padecer me hicieron conocer de primera mano el dolor y me dotaron de tolerancia y compasión a la hora de afrontar los problemas de otra gente. Aparte de comprensión ante sus muchas diferencias y defectos. Pero la lección más importante que recibí fue esta: Dios es amor.
Ahora lo considero como una parte del plan maestro que Él había trazado para mi vida. Algunos piensan que antes era un hombre duro y que ahora soy un blandengue. Lo cierto es más bien lo contrario. Antes era mucho más débil y vulnerable, errático, impredecible, incluso intratable para la mayoría.
Muchos de los que convivieron conmigo durante aquellos siete años que me pasé entregado a las drogas lo hicieron con la convicción de que el día menos pensado me encontrarían muerto en algún rincón. La mayoría me dejó por imposible en más de una ocasión. Pero yo sabía que aún no había llegado mi hora. Estaba huyendo de Dios y de Su voluntad, pero también sabía que acabaría cansándome antes que Él y que me vería obligado a cambiar m...