La excepción en la regla
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La excepción en la regla

La obra historietística de Alberto Breccia (1962-1993)

  1. 320 páginas
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La excepción en la regla

La obra historietística de Alberto Breccia (1962-1993)

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Indagar la obra de Alberto Breccia supone recorrer una serie de creaciones divididas entre encargos –un trabajo a pedido y por un salario–; y los trabajos experimentales –aquellos que tensionan los límites del lenguaje de la historieta sin salirse de ese mercado específico. En esa tensión estaría conjugada buena parte de las polémicas y las contradicciones de los procesos de la Modernidad (lo alto y lo bajo, la imagen y la palabra, lo masculino y lo femenino, lo original y lo reproducido, el centro y la periferia); factores que recorren la obra de Breccia y la presentan como un testimonio de sus intentos de resolución y radicalización simultáneas. Tenemos así, por un lado, el devenir de una serie de situaciones y procesos dentro de la cultura popular argentina. Por otro, los resultados de decisiones personales y vitales por parte de un autor en un medio de la cultura de masas. Si la historieta es uno de los lenguajes modernos desarrollados durante el siglo XX, leer desde la perspectiva de un autor como Breccia sería una manera particular de entender parte de la historia cultural argentina contemporánea.

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Información

Año
2020
ISBN
9788417133979
Edición
1
Categoría
Letteratura

Capítulo 1

De Sherlock Time a El Eternauta.
La historieta en tiempos de crisis (1958-1971)

1. Sherlock Time: en picada hacia arriba

Breccia es el dibujante del miedo
Juan Sasturain, El domicilio de la aventura (1995: 135)
Todo artista, sea cual fuere su especialidad, tiene que construir su línea, si no con elementos plásticos, con elementos “dramáticos” y temáticos.
Sergei Eisenstein, El sentido del cine (2010: 126)
Para comenzar desde el punto de partida propuesto en la introducción hace falta retrotraerse a los años previos a la aparición de la serie Mort Cinder, en 1962. Más específicamente, hacia fines de la década de 1950, en una fecha cercana a diciembre de 1958. Tres dibujantes van rumbo a Olivos. Están el conductor, Narciso Bayón, y sus dos acompañantes: Alberto Breccia y Hugo Pratt. En un momento de la conversación, acaso por cierta queja de Breccia sobre las limitaciones del trabajo, o la paga, o ambas cosas, Pratt retrucó brutalmente: “Vos, al final, sos una puta barata, porque estás haciendo el Vito Nervio y podés hacer cosas mejores”. Breccia, un hombre de carácter, no se lo olvidó; lo convirtió en una oportunidad: “[A] mí me picó eso. Entonces agarré el laburo de Héctor [Oesterheld] e hice el Sherlock Time […] Fue un desafío” (Sasturain, 2013: 99-100).
Breccia había sido puesto en alerta por Pratt, acaso el mejor de los dibujantes que trabajaba con Oesterheld en la flamante Editorial Frontera. Por otra parte, desde 1957 se publicaba El Eternauta, con Francisco Solano López como dibujante, otro de los referentes mayores dentro de la editorial. Breccia les llevaba a ambos poco menos de una década en edad, y sin embargo parecían mucho más hábiles con menos tiempo de experiencia.1 La serie Vito Nervio –un detective cuyas aventuras eran publicadas en la revista Patoruzú– había sido el trabajo fijo de Breccia desde 1946 y lo seguiría siendo hasta principios de la década de 1960. El precio a pagar había sido el esquematismo: Breccia tuvo que dibujar varios años en el estilo de su antecesor, Emilio Cortinas, hasta que comenzó a experimentar progresivamente por fuera de la imposición editorial.
Hasta ese momento, él mismo no consideraba a la historieta como algo a ser tomado en serio, en el sentido de dibujo realista que se había impuesto como ejemplo a seguir para las historietas de género. Sin embargo, su entrada a Frontera cambiaría esa percepción:
Cuando Héctor [Oesterheld] me da Sherlock Time, la historia de “La gota”, es la primera vez que a mí una historia me deja frío… Me la leo mucho tiempo, porque no tenía plazo de entrega. La historia pedía un clima determinado. Pero yo no tenía todavía las herramientas como para lograr el clima que quería […] sólo del blanco y negro y del tramado, nada más. Las cosas tradicionales. Y entonces yo traté de lograr el clima con eso. (Sasturain, 2013: 234-235)
El cambio en la perspectiva creativa fue provocado por Oesterheld. Sin dudas, en el momento del surgimiento del guionista profesional, Wadel fue el primero en imprimirle un sello de disciplina a la actividad, de regularidad remunerada. Pero fue Oesterheld quien le otorgó una dimensión humanizante, que lo llevó, en primer lugar, a identificar el potencial pedagógico del lenguaje historietístico. Y luego le permitió hacer de eso una herramienta que fue virando poco a poco hacia la revisión de la aventura como posibilidad vital, como elección ideológica –y eventualmente política.2 Es interesante revisar el breve editorial que Oesterheld escribió para el número 8 de Hora Cero, en diciembre de 1957, titulado “Defendamos la historieta”:
La historieta es mala cuando se la hace mal. Negarla en conjunto, condenarla en globo, es tan irracional como negar el cine en conjunto porque hay películas malas. O condenar la literatura porque hay libros malos. Hay, y en proporción desgraciadamente muy elevada, muchas historietas malas. Pero ellas no invalidan las historietas buenas. Al contrario, por comparación, sirven para exaltarlas aun más. Creemos estar en la línea de la historieta buena, entendiendo por buena la historieta fuerte, la historieta que sabe ser a la vez recia y alegre, violenta y humana, la historieta que sorprende con recursos limpios, de buena ley, la historia que sorprende al lector porque es nueva, porque es original., porque es moderna, de hoy, de mañana, si hace al caso. Nuestras revistas son prueba de lo que decimos: los lectores saben ya qué distinto es el material que ofrecemos.3
Si Oesterheld podía permitirse proponer cierto criterio de calidad estética es porque ya se había consolidado un campo lo suficientemente estable como para poder mirar sobre sí mismo, en perspectiva, trazando líneas de demarcación del territorio. El reconocimiento de un campo de producción masiva –dentro, como mencionaba Vazquez, de un conjunto de bienes culturales más amplio– ubicaba, al mismo tiempo, a la historieta en cierta desventaja comparativa con aquellos campos y lenguajes con el que está relacionada pero ante los cuales pareciera siempre situarse en posición de inferioridad: el cine y la literatura.4
Al otorgarle la posibilidad de ser “buena” a condición de ser “recia y alegre, violenta y humana”, Oesterheld presentaba su proyecto editorial como algo más que la mera reproducción de eso que ya existía en cantidades de dudosa calidad; se trataría de una agenda a ser construida sobre la base de un conocimiento adquirido, la del trabajo industrial. En síntesis: otorgarle una dimensión ética a esa producción que sublimaba su papel ideológico en su justificación pedagógica, aleccionadora, introductoria a la verdadera cultura.
En Sherlock Time5 se cruzarán dos creadores con dos mundos de referencias múltiples: la fantasía científica para Oesterheld, geólogo de profesión y lector de ciencia-ficción; escritor de cuentos y poemas; proveniente de una familia acomodada, con valores político-ideológicos cercanos a ese socialismo humanista basado en una visión del mundo no inocente pero sí en algún punto utópica; constructor de una aventura no vivida pero que desea ser vivida.
Para Breccia, el género del horror y el gótico de folletín; el pasado proletario, el mundo de la frontera entre la ciudad y el campo (Mataderos); la amistad con socialistas y anarquistas pero siempre con un escepticismo sobre lo doctrinario y sobre la autoridad; con afanes de culturizarse, de ascender socialmente mediante la instrucción autodidacta y convertirse en pintor; con la aventura que lo encuentra como una fuerza tan natural como extraña, no buscada.
Ese buen encuentro entre dos perspectivas diferentes debe encuadrarse dentro del anhelo oesterheldiano por positivar la historieta, por hacer de eso que era un “género menor” algo más, algo mejor y, eventualmente, mayor.6 Así, de entre esa multitud de génesis que provoca el estallido creativo propiciado por Frontera, el de Breccia fue acaso más acotado en extensión y alcance que los de Solano López y Pratt –en general, los preferidos por los lectores–, pero conviene interpretar Sherlock Time como el primer movimiento de una sinfonía más larga. Y no es del todo incorrecta la metáfora musical, porque la primera historia, conocida como “La gota”, tendrá buena parte de su encanto y su impacto en su cadencia penumbrosa.
[…] Breccia accede –con Oesterheld– a otro concepto, aquel que privilegia el fenómeno interior y considera a la aventura como lugar de revelación personal, experiencia límite a través de la cual el hombre se conoce a sí mismo […] Breccia ha comenzado a dibujar la pasión […] en detrimento de la aventura […] Mucho más dramático que épico, comenzará a definirse como dibujante del cuerpo en tensión antes que en movimiento y privilegiará ciertos encuadres y escorzos, segmentos del cuerpo depositarios de la expresividad: el rostro –los ojos y la boca–, las manos […] Ese es, entonces, el objeto de la mirada de Breccia: la presencia de lo desconocido y el reflejo de esa presencia en el sujeto que la experimenta, y en una circunstancia preñada de ella. (Sasturain, 1995: 142-143)
En dieciséis páginas, el núcleo de la trama se encuentra en un intermedio de alrededor de diez páginas, es decir, poco más de la mitad. Lo notable es el traspaso de un registro al otro, que podríamos entender como un paso de lo diurno a lo nocturno, y que funciona como evidencia gráfica del intercambio entre guionista y dibujante, entre el mundo de lo dicho y el de lo mostrado. Esa metamorfosis funciona en base a lo siniestro, es decir, cuando lo cotidiano se vuelve amenazador.
En el comienzo encontramos a Julio Luna, que en primera persona asume la concreción del sueño argentino: ser propietario de una “casa señorial” en San Isidro. El hecho de que sea un trabajador de oficina jubilado –un “cuello blanco”– refuerza esa idea de paz ganada a base de una vida de trabajo y ahorro. Sin embargo, el guiño oesterheldiano le depara a su protagonista todo lo contrario: al otro lado de la verja, donde espera la ansiada vida burguesa, se encuentra en realidad una trampa mortal que, si llegara a ser sorteada, promete una vida de aventuras lejos del polvo y el herrumbre aristocrático.
La antigua mansión es conocida como “La Tumba”, ya que sus sucesivos habitantes desaparecen sin dejar rastros, la policía se hace presente ante las denuncias pero al no encontrar nada la casa es declarada desierta y eventualmente vuelve a ser vendida, sólo para recomenzar el ciclo del misterio. No sólo eso, sino que el extraño desliza que los orígenes mismos del lugar están ensangrentados: la Mazorca rosista habría degollado a toda una familia en la sala; luego hubo un crimen por “cuestiones políticas”; durante el Centenario se construyó la torre que se distingue del resto del edificio y desde entonces la casa ha estado signada por la desgracia. Así, la mansión de Luna es la condensación de la violenta vida política de un país.
El nuevo propietario accede al terreno para rápidamente comenzar, sugestionado por el relato macabro que acaba de escuchar, a sentirse amenazado por ese jardín descuidado que se vuelve una maraña de garras y concavidades oscuras y secretas. Las dos últimas viñetas de esa cuarta página señalan el momento exacto en que el relato oesterheldiano da paso a la operación brecciana: sólo resta adentrarse hacia el espacio en blanco que anida entre las viñetas.7
La acción al interior de la mansión sólo potencia lo preanunciado: todo dentro de esa casa es amenazador y potencialmente mortífero. Breccia resuelve de manera astuta la transmisión de una sensación de verdadero pavor sin caer en el ridículo de lo explícito, sometiendo al personaje del pobre y torpe jubilado Luna –que tiene las características faciales del mismo Breccia, cosa que se repetirá en su obra– al tormento de buscar en la oscuridad una explicación para lo que sucede dentro de la (su) casa. Y ese es el primer acierto: reducir la posibilidad de lo representado usando la oscuridad, miedo primigenio y ancestral.
Las penumbras, por supuesto, no deben ser totales o no sería posible entender qué pasa. Lo sugerido es logrado, por un lado, desde esas tramas que funcionan como fondo sobre el que se mueve Luna; por otro, con una densa utilización de la tinta. Así, todo lo blanco llama inmediatamente la atención, pone de relieve la necesidad de mirar detenidamente, jugando con la curiosidad de un lector que acaso cree ver algo más en esas sábanas fantasmagóricas, en los cuerpos inertes o no que ellas pudieran ocultar, mientras sigue a un protagonista que se resiste a ceder al miedo –aunque, por supuesto, ya es demasiado tarde para eso.
Sobre el final de la quinta página aparece una breve secuencia interior que nos alerta: algo sucede y está más allá del mundo de la percepción distorsionada: hay una gota que cae, y su mancha oscura como la tinta que la compone desencadena el crescendo de terror de las siguientes páginas.
Si observamos bien –y esto es lo maravilloso de la historieta– no hay verdaderamente nada que indique una relación directa o explícita entre esas tres viñetas: una gota colgando en la oscuridad; una mancha esparcida sobre el blan...

Índice

  1. Agradecimientos
  2. Introducción
  3. Capítulo 1
  4. Capítulo 2
  5. Capítulo 3
  6. Conclusiones
  7. BIBLIOGRAFÍA