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LAS DOS GRANDES REVOLUCIONES MODERNAS, la Revolución americana y la francesa, han suscitado una cantidad exorbitante de literatura histórica y crítica. No es para menos. Fueron dos acontecimientos que abrieron, como ninguno otro, el camino hacia nuestro mundo. Sobre cada una existe, por así decirlo, una vastísima historia de su historia.
Los primeros historiadores de la región que se convertiría en Estados Unidos durante la segunda mitad del siglo XVIII fueron individuos nacidos en Europa. Para ellos, registrar los sucesos de los que habían sido testigos o en los que habían tomado parte, más que un asunto de veracidad, significaba una labor piadosa. Virginia y Massachusetts fueron las colonias que contaron con un mayor número de testimonios. La historia de los asentamientos europeos que sucedieron en los años iniciales de colonización fue escrita por autores como el capitán John Smith, William Strachey, Edward Maria Wingfield, John Pory, Ralph Hamor, el reverendo Alexander Whitaker y George Sandys. La mayoría eran miembros de la Iglesia de Inglaterra. Vivieron en un tiempo inspirado por las reformas religiosas de la época isabelina, tiempo también en que la influencia del Libro Común de Oración [Book of Common Prayer]fue determinante.
El proceso de poblamiento en Massachusetts fue descrito con detalle por Edward Winslow, William Bradford y John Winthrop, todos ellos ingleses leales al propósito con que habían sido fundadas las colonias en Nueva Inglaterra: abrir y consolidar nuevas rutas que estimularan una creciente expansión comercial. Escribieron para que la posteridad no olvidara cómo los peligros y penalidades de la colonización habían sido superados gracias a la tenacidad inquebrantable de los primeros colonos; inquebrantable porque su voluntad descansaba en una fe religiosa a prueba de todo.
Posteriormente, surgieron los historiadores que pertenecen a lo que se conoce en la historiografía estadunidense como the middle period, el cual comienza poco después del final de la revolución. Sus autores más connotados fueron Jeremy Belknap, George Bancroft, Jared Sparks, William Hicling Prescott y John Lothrop Motley. Ellos analizan y escriben la historia de su país con un nuevo enfoque. Belknap, por ejemplo, en su Biografía americana, dibuja a no pocos de los personajes históricos que colonizaron América del Norte con un halo heroico. En su perspectiva, hay una clara tendencia a valorar las acciones de los individuos en términos de una gesta épica. Y no es de extrañar. Tal periodo se encargará de consolidar la corriente patriótica estadunidense. Concluirá varias décadas después, cuando en 1884 se funde la American Historical Association. Hasta esa fecha, la historia de Estados Unidos había estado “teñida” por el resplandor de la Guerra Civil y su resultado positivo para los estados del norte. Pero con dicha asociación arranca una nueva etapa más fecunda y más crítica de la historiografía norteamericana. Uno de los historiadores que le dieron aliento fue el prolífico Francis Parkman, quien tuvo la inteligencia y el buen tino de no limitarse al estudio de la colonización anglosajona en América del Norte, sino que también abordó el fenómeno de la colonización francesa.
En la actualidad, Bernard Baylin y Edmund S. Morgan son autores de varios textos fundamentales para la comprensión de la historia moderna estadunidense, incluida, por supuesto, su revolución.
Por otro lado, los libros sobre la Revolución francesa son incontables: opúsculos, estudios, memorias, panfletos, redactados desde múltiples perspectivas ideológicas, no han cesado de aparecer desde 1789. Para darnos cuenta de las dimensiones de ese repertorio bibliográfico, reparemos en un hecho. De 1890 a 1913, Maurice Tourneux publicó cinco gruesos volúmenes, cada uno con un promedio de 650 páginas, con la bibliografía acerca de la historia de la revolución, disponible hasta esos años, circunscrita solamente a París. Se trata de la Bibliografía de la historia de París durante la Revolución francesa. Lo anterior da una idea aproximada de la infinidad de monografías que existen hoy sobre el tema. Ante semejante magnitud, cualquiera que pretende sumergirse en el estudio de la Revolución francesa pronto siente la tentación de abandonar la tarea por antojarse inabarcable. Sin embargo, de esa abultada bibliografía, hay ciertos hitos que no deben ser ignorados. Los mencionaré a continuación.
El primer análisis de la Revolución francesa que vale la pena destacar es la monumental historia (“Historia de la Revolución francesa”, 1839) que Adolphe Thiers publicó entre 1823 y 1827. Su valor científico e histórico consiste en que, a pesar de encontrarse muy próximo a los sucesos, se esmeró en ofrecer una explicación, sobre todo de los años del Terror, que no se restringiera a juicios simplones de orden moral, como proliferaban en su tiempo, tachando a los revolucionarios de malhechores enloquecidos, de bribones y sinvergüenzas que condujeron la patria a una hecatombe ignominiosa. Thiers utilizó el Moniteur como una de sus fuentes principales de información; había sido el periódico casi oficial del movimiento revolucionario. Además, aún le fue factible hallar personas que habían participado en tal o cual episodio y tuvo la fortuna de interrogarlos.
Alphonse de Lamartine hila —como era de esperarse— una visión romántica en su Historia de los girondinos, libro que se lee con agrado debido a su prosa rítmica, nada despreciable, aunque desde un punto de vista historiográfico, resulta mucho menos consistente que la obra de Thiers.
La Historia de la Revolución del socialista Louis Blanc está profundamente signada por la ideología de su autor. Quizá su mayor mérito estriba en que Blanc fue el primero en usar archivos histórico-gubernamentales para su investigación que no habían sido consultados hasta entonces.
Luego está un clásico, El antiguo régimen y la Revolución de Alexis de Tocqueville. En las páginas de ese libro se ocupa exclusivamente del comienzo de la revolución. A juicio suyo, era inevitable que el movimiento revolucionario estallara en 1789. No obstante, creía que si se hubieran realizado ciertas reformas al Antiguo Régimen, podría haberse evitado el periodo del Terror. Algunos historiadores contemporáneos, como François Furet, han contribuido a que la relevancia de la obra de Tocqueville sea reconocida y apreciada en nuestros días.
Otro clásico del siglo XIX es, sin duda, la historia de Jules Michelet. El lirismo que puebla su obra no consigue sustituir, ni tampoco ocultar, la carencia de un criterio historiográfico sólido. Con Michelet, señalémoslo, nace la leyenda negra en torno a Robespierre. Y no sólo en torno a él. Tanto Marat como Collot d’Herbois salen bastante mal parados. Aventuro un motivo probable en relación con el segundo. Durante la primera sesión de la Convención, d’Herbois intervino con una prolongada alocución. Sus palabras y argumentos contribuyeron a que la monarquía fuese abolida en el transcurso de esa misma jornada. Aquella postura decididamente antimonárquica fue tal vez lo que tanto disgustó a Michelet.
En 1901 aparece la Historia política de la Revolución francesa de Alphonse Aulard. De hecho, ésta es la primera historia elaborada con una metodología rigurosa y basada en una investigación pionera de archivos. Aulard enfatiza el carácter político del movimiento, restando peso a las razones económicas y sociales. Por eso, a veces se le ha acusado de reducir su idea de la revolución a la historia de la idea republicana. Para él, Danton es el personaje central de todo el movimiento, hasta que irrumpe Napoleón en la escena política.
En medio de una corriente que, en general, veía con buenos ojos a la revolución, Pierre Gaxotte, miembro de la Academia Francesa, da a conocer en 1928 su libro La revolución francesa, en el que no tiene reparo en mostrar su radical oposición al movimiento. Con un tono idílico y nostálgico, describe el final del Antiguo Régimen. Considera que la revolución fue originada por una crisis intelectual y moral que corroía en lo más hondo al “alma francesa”, y los responsables de esa penosa situación eran, qué duda cabe, los enciclopedistas… Sin comentarios.
La Revolución francesa y el Compendio de historia de la Revolución francesa, dos obras de Albert Soboul, son indispensables para comprender qué fue dicho movimiento, cuál fue su alcance y hasta qué punto somos deudores de éste, pues nos permitió modelar nuestro mundo actual.
Por último, se encuentran los dos tomos de La Revolución francesa de François Furet, los cuales abarcan desde 1770 hasta la época de Jules Ferry, o sea, 1880. Furet encabezó la escuela de los historiadores franceses “revisionistas”, llamados así por discrepar de algunos antecesores de corte marxista como Georges Lefebvre o Albert Soboul. Furet pensaba que la lucha encarnizada entre las diferentes facciones —hebertistas, dantonistas, girondinos, jacobinos, etcétera— pervirtió el derrotero de la revolución, apartándola de su espíritu liberal, provocando así la depravación que dio lugar al Terror y la condujo a su fracaso. Furet llegó incluso a sostener que toda revolución, por su naturaleza misma, desemboca tarde o temprano en el Terror o en el estalinismo, e instituye irremediablemente el gulag.
Entre estas dos ricas tradiciones historiográficas que acabo de sintetizar, existe un rasgo notable que las distingue.
A diferencia de los franceses, quienes todavía hoy —como es el caso de Furet— suelen discutir sobre su revolución, si acaso ha concluido o si restan objetivos por cumplir, los estadunidenses tienen la supuesta ventaja de poseer certezas inamovibles acerca de su historia. Hicieron su revolución. Conocen a la perfección las causas que la desencadenaron, su desarrollo; dominaron las fuerzas inerciales que obstaculizaban su triunfo y, a la larga, supieron imponerle un marco constitucional duradero. La Constitución federal de 1787, la primera Constitución escrita de un Estado, brindó estabilidad a las instituciones republicanas nacidas en el lapso de unos cuantos años y que fueron obra de las trece colonias después de lograr su independencia.
Los estadunidenses se sienten orgullosos de esas certezas. Jamás han puesto en duda que llevaron a cabo su revolución exitosamente, debido a que fueron capaces de concluirla, dando lugar a las formas más influyentes de la legalidad republicana. La mayoría de los historiadores dedicados al estudio de esa época parece coincidir sobre un punto en particular: que la Convención de Filadelfia significó la cima del movimiento revolucionario, ya que con ella culminaría la acción de 1776 iniciada por los insurgentes y fijaría para la posteridad los grandes principios cívico-políticos enunciados en la Declaración de Independencia. En ese sentido, ofreció un modelo para toda la humanidad.
La idea de una revolución, además de exitosa, plena por haber alcanzado los fines que se había propuesto, apareció ya alrededor de 1788. En la conciencia de no pocos americanos existe la certidumbre de que su revolución constituye un glorioso espectáculo para la historia; excepcional como ninguno y, por lo mismo, casi imposible de creer frente a las costumbres reinantes. Yendo más allá de las opiniones esclarecidas de los filósofos europeos, no ignoran que el conjunto de sus acciones ha despertado admiración en el mundo entero. De tal suerte, se sienten orgullosos por haber enseñado al género humano esta gran verdad: que a partir de ese momento los hombres son capaces de gobernarse a sí mismos, y que pese a la debilidad de su naturaleza, ya no están obligados a permitir que un tirano l...